clasificacion por barrios

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PARQUE CHACABUCO

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SAN NICOLAS

SAN TELMO

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VERSALLES

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VILLA DEL PARQUE

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VILLA LUGANO

VILLA LURO

VILLA GRAL. MITRE

VILLA ORTUZAR

VILLA PUEYRREDON

VILLA REAL

VILLA RIACHUELO

VILLA SANTA RITA

VILLA SOLDATI

VILLA URQUIZA


ÍNDICE


MENSAJES


 
plazas del gran buenos aires  

PLAZAS DE  SAN MARTÍN

PLAZAS DE 3 DE FEBRERO

PLAZAS DE   SAN ISIDRO

PLAZAS DE VICENTE LOPEZ

PLAZAS DE SAN FERNANDO

 

Cantero Oliverio Girondo

Oliverio Girondo: (1891-1967), poeta; autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías, Espantapájaros (al alcance de todos), Interlunio y En la masmédula.

Ubicado en Av. San Isidro Labrador entre Arias y Ramallo
(Saavedra)
Ver ubicacion en el mapa

Cantero Central Oliverio Girondo

Cantero Central Oliverio Girondo

Cantero Central Oliverio Girondo

Cantero Central Oliverio Girondo

Referencias

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía(completo)


PAISAJE BRETÓN
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya.
¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!
Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,
marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.
El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.
Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
Douarnenez, julio, 1920.

CAFÉ-CONCIERTO
Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan
antes de darse contra el suelo.
Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las
romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una
mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.
Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un "maquereau" tiene en el
dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica
niebla con sus pupilas y su pipa.
La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos
que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.
El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.
Brest, agosto, 1920.

CROQUIS EN LA ARENA
La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.
Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de
la playa.
¡Todo es oro y azul!
La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes.
Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.
Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.
Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones
irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones
pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado
de un pedazo blanco de papel.
¡Y ante todo está el mar!
¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.
¡El mar!... hasta gritar
¡BASTA!
como en el circo.
Mar del Plata, octubre, 1920.

NOCTURNO
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al
apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las
azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los
papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las
cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán
las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los
rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo
de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que
duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Can¬tar de las canillas mal
cerradas! -único grillo que le conviene a la ciudad-.
Buenos Aires, noviembre, 1921.

RIO DE JANEIRO
La ciudad imita en-cartón, una ciudad de pórfido.
Caravanas de montañas acampan en los alrededores.
El "Pan de Azúcar" basta para almibarar toda la bahía...
El "Pan de Azúcar" y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar una
sombrilla de papel.
Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando están
arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero en la azotea.
El sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la
electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan hasta
para abrocharse la bragueta.
¡Siete veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!
Hay viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se tragan los
chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un huraco enorme
en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de las manos hechas de
coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.
Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de la
ciudad durante diez minutos.
Río de Janeiro, noviembre, 1920.

APUNTE CALLEJERO
En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una
sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles.
En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran
por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar
algún lastre sobre la vereda...
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las
ruedas de un tranvía.

MILONGA
Sobre las mesas, botellas decapitadas de "champagne" con corbatas blancas de
payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de "cocottes".
El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la
alfombra, imanta los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.
Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta
hinchada de palabras soeces.
Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos
demasiado aceitados.
De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro
patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que
tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas,
como una rueda de cohetes de bengala.
Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.
Buenos Aires, octubre, 1921

VENECIA
Se respira una brisa de tarjeta postal.
¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en
el agua. Remos que no terminan nunca de llorar.
El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un "pizzicato" en las amarras, roe el
misterio de las casas cerradas.
Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.
Bogan en la Laguna, "dandys" que usan un lacrimatorio en el bolsillo con todas las
iridiscencias del canal, mujeres que han traído sus labios de Viena y de Berlín para
saborear una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se alimentan de pétalos de
rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente, y la quijada fatal de las
heroínas d’Annunzianas.
¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!
En los "piccoli canali" los gondoleros fornican con la noche,
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda, como en
cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.
Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos más llamativos, y de
una erección más precipitada, que la de los badajos del "campanile" de San Marcos.
Venecia, julio, 1921.

EXVOTO
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la
Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de
mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus
estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de
que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los
balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a
remolque de sus mamas -empavesadas como fragatas- van a pasearse por la plaza,
para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se
enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como
manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a
veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de
cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.
Buenos Aires, octubre, 1920.

FIESTA EN DAKAR
La calle pasa con olor a desierto, entre un friso de negros sentados sobre el cordón de
la vereda.
Frente al Palacio de la Gobernación:
¡CALOR! ¡CALOR!
Europeos que usan una escupidera en la cabeza.
Negros estilizados con ademanes de sultán.
El candombe les bate las ubres a las mujeres para que al pasar, el ministro les ordeñe
una taza de chocolate.
¡Plantas callicidas! Negras vestidas de papagayo, con sus crías en uno de los pliegues
de la falda. Palmeras, que de noche se estiran para sacarle a las estrellas el polvo que
se les ha entrado en la pupila.
¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro mil
lenguas oscuras.
Y de noche:
¡ILUMINACIÓN!
a cargo de las constelaciones

CROQUIS SEVILLANO
El sol pone una ojera violácea en el alero de las casas, apergamina la epidermis de las
camisas ahorcadas en medio de la calle.
¡Ventanas con aliento y labios de mujer!
Pasan perros con caderas de bailarín. Chulos con los pantalones lustrados al betún.
Jamelgos que el domingo se arrancarán las tripas en la plaza de toros.
¡Los patios fabrican azahares y noviazgos!
Hay una capa prendida a una reja con crispaciones de murciélago. Un cura de
Zurbarán, que vende a un anticuario una casulla robada en la sacristía. Unos ojos
excesivos, que sacan llagas al mirar.
Las mujeres tienen los poros abiertos como ventositas y una temperatura siete décimos
más elevada que la normal.
Sevilla, marzo, 1920.

CORSO
La banda de música le chasquea el lomo
para que siga dando vueltas
cloroformado bajo los antifaces
con su olor a pomo y a sudor
y su voz falsa
y sus adioses de naufragio
y su cabellera desgreñada de largas tiras de papel
que los árboles le peinan al pasar
junto al cordón de la vereda
donde las gentes
le tiran pequeños salvavidas de todos los colores
mientras las chicas
se sacan los senos de las batas
para arrojárselos a las comparsas
que espiritualizan
en un suspiro de papel de seda
su cansancio de querer ser feliz
que apenas tiene fuerzas para llegar
a la altura de las bombitas de luz eléctrica.
Mar del Plata, febrero, 1921.

BIARRITZ
El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a
perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los "croupiers" ofician, los ojos bizcos de tanto ver
pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos
de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que
saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes
bolas de billar.
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de "foxtrot".
Biarritz, octubre, 1920.

OTRO NOCTURNO
La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de "apache", que fuman un cigarrillo
en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de las
estrellas, sobre el asfalto humedecido!
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en
un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de
nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las
casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la
seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.
París, julio, 1921.

PEDESTRE
En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la
vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente
que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates,
adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un
perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar .
De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los
estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro de
todos los senos al rozarse.
Buenos Aires, agosto, 1920.

CHIOGGIA
Entre un bosque de mástiles,
y con sus muelles empavesados de camisas,
Chioggia
fondea en la laguna,
ensangrentada de crepúsculo
y de velas latinas.
¡Redes tendidas sobre calles musgosas... sin afeitar!
¡Aire que nos calafatea los pulmones, dejándonos un gusto
de alquitrán!
Mientras las mujeres
se gastan las pupilas
tejiendo puntillas de neblina,
desde el lomo de los puentes,
los chicos se zambullen
en la basura del canal.
¡Marineros con cutis de pasa de higo y como garfios los dedos
de los pies!
Marineros que remiendan las velas en los umbrales y se ciñen
con ella la cintura, como con una falda suntuosa y con olor
a mar.
Al atardecer, un olor a frituras agranda los estómagos,
mientras los zuecos comienzan a cantar...
Y de noche, la luna, al disgregarse en el canal, finge un
enjambre de peces plateados alrededor de una carnaza.
Venecia, julio, 1921.

PLAZA
Los árboles filtran un ruido de ciudad.
Caminos que se enrojecen al abrazar la rechonchez de los parterres. Idilios que
explican cualquiera negligencia culinaria. Hombres anestesiados de sol, que no se
sabe si se han muerto.
La vida aquí es urbana y es simple.
Sólo la complican:
Uno de esos hombres con bigotes de muñeco de cera, que enloquecen a las amas de
cría y les ordeñan todo lo que han ganado con sus ubres.
El guardián con su bomba, que es un "Manneken-Pis".
Una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se
están estrangulando en su barriga.
Buenos Aires, diciembre, 1920.

LAGO MAYOR
Al pedir el boleto hay que "impostar" la voz.
¡ISOLA BELLA! ¡ISOLA BELLA!
Isola Bella, tiene justo el grandor que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.
Isola Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:
"HUMILITAS"
¡Salones! Salones de artesonados tormentosos donde cuatrocientas cariátides se
hacen cortes de manga entre una bandada de angelitos.
"HUMILITAS"
Alcobas con lechos de topacio que exigen que quien se acueste en ellos se ponga por
lo menos una "aigrette" de ave de paraíso en el trasero.
"HUMILITAS"
Jardines que se derraman en el lago en una cascada de terrazas, y donde los pavos
reales abren sus blancas sombrillas de encaje, para taparse el sol o barren, con sus
escobas incrustadas de zafiros y de rubíes, los caminos ensangrentados de amapolas.
"HUMILITAS"
Jardines donde los guardianes lustran las hojas de los árboles para que al pasar, nos
arreglemos la corbata, y que -ante la desnudez de las Venus que pueblan los boscajesnos
brindan una rama de alcanfor...
¡ISOLA BELLA!...
Isola Bella, sin duda, es el paisaje que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.
Isola- Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:
"HUMILITAS"
Pallanza, abril, 1922.


SEVILLANO
En el atrio: una reunión de ciegos auténticos, hasta con placa, una jauría de chicuelos,
que ladra por una perra.
La iglesia se refrigera para que no se le derritan los ojos y los brazos... de los exvotos.
Bajo sus mantos rígidos, las vírgenes enjugan lágrimas de rubí. Algunas tienen
cabelleras de cola de caballo. Otras usan de alfiletero el corazón.
Un cencerro de llaves impregna la penumbra de un pesado olor a sacristía. Al
persignarse revive en una vieja un ancestral orangután.
Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo contemplando un
crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como
un pedazo de "chewing gum".
Sevilla, abril, 1920.

VERONA
¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!
Una lluvia pulverizada lustra "La Plaza de las Verduras", se hincha en globitos que
navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.
Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión; mientras, la
banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro vueltas y se paren.
La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un "bidé", derrama un agua enrojecida
por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.
¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que sudan y
son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos monos se
entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor.
El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de los
soldados.
Verona, julio, 1921. 88


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Libro Calcomanías(análisis)

   En 1925 Girondo reincide en la poesía de viaje con su libro Calcomanías, fruto de su peregrinaje por el paisaje de la España de 1923. Pese a mantener algunos de los rasgos deVeinte poemas, su tono y motivación parecen ser otros, e incluso la mayoría de esos rasgos, si bien mantenidos, quedan casi siempre mitigados por otras consideraciones. La estructura del libro, si bien, es bastante similar. Jorge Luis Borges, al reseñar el libro para Martín Fierro (núm. 18, 26 de junio de 1926), incide en cuestiones que lo vinculan directamente con su primer poemario:

     Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil para desgajarse de un tranvía en plena largada, y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de viandantes, que me he sentido provinciano junto a él...

     Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego las estruja, las guarda. No hay ventura en ellos, pues el golpe nunca se frustra...

     Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual e inmediata...

        En la visión que ofrece Girondo de la España de ese tiempo no hay una descripción entusiasta del paisaje, sino una mirada crítica que a través del humor y la ironía trata de ofrecer una imagen absurda y real de lo que observa. La celebración visual del mundo moderno, los edificios públicos, los tranvías, los automóviles, todos los elementos que caracterizaban la ciudad de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, se han esfumado en este segundo libro. En opinión de Beatriz de Nóbile: «El mundo moderno que Girondo no sólo conoce a través de sus contactos con otros países de Europa, sino que amolda con fuerza a su personalidad proclive a los cambios y a la evolución permanente, desaparece como por encanto en la tierra del Quijote. Los poemas se inspiran en los paisajes de tiempo lento que de tan lento simulan estar en la Edad Media».

        La España que observa Girondo en estos poemas se ve siempre condicionada por dos aspectos que vinculan su imagen presente con un acabado pretérito histórico: su pasado épico y su pasado artístico. La imagen espectral que ofrece, por ejemplo, el poema «Toledo», refiere con insistencia al pasado épico de la ciudad y a la imagen persistente del espíritu pictórico de El Greco, cuyos personajes se pasean por las calles de la ciudad para dar el perfecto semblante de una ciudad muerta. En Granada, sin embargo, la imagen es más sensual, las imágenes destilan en este caso las esencias de ese pasado oriental que se desprende de los muros de la «Alhambra». El final del poema resume indudablemente una de las semblanzas más hermosas que sobre el castillo granadino se han escrito:

Decididamente,
cada vez que salimos 
del Alhambra 
es como si volviéramos 
de una cita de amor. 

        Mención aparte merece el último y más largo poema del libro, «Semana Santa». El tono imperante del poema es el de un humorismo feroz que no se dirige contra la esencia religiosa de la fiesta, sino contra su anacrónica parafernalia, sus complicados ritos, su teatralidad exacerbada. Sevilla, ante los ojos de Oliverio, es un gran escenario donde las mujeres ensayan una mirada «Smith Wesson», los nazarenos «enjutos, enflaquecidos de insomnio y de impaciencia» y los sacerdotes que necesitan un apuntador para recordar su prédica, dramatizan el penúltimo acto de un pasado que sigue siendo eterno.

 

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Analisis del libro Espantapajaros
APROXIMACIÓN A UN TEXTO DE VANGUARDIA:
ESPANTAPÁJAROS
(Al alcance de todos) de Oliverio Girando
ROSE CORRAL
El Colegio de México
«En Espantapájaros todas son fecundaciones
del porvenir, y lo inventado en ese libro no tiene
aún nombre».
Ramón Gómez de la Serna,
Retratos contemporáneos.
«Girando es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un
manotón», escribe Borges en 1925 en un conocido texto dedicado a Calcomanías,
el segundo libro de poesía de Girando.1 Desde la quietud y serenidad del
arrabal, alejado de las «novedades ruidosas»,2 el Borges de Fervor de Buenos
Aires, que confiesa sentirse «provinciano junto a él», subraya que la modernidad
de Girando está en la eficacia de su mirada, en la «afanosa puntería» de su
«desenvainado mirar», por medio del cual «las cosas dialoguizan, mienten, se
influyen». Después de Borges, la crítica ha insistido en la avidez del primer Girondo
por registrar, por medio de imágenes visuales impregnadas de dinamismo,
el mundo exterior cambiante que el poeta va descubriendo en sus viajes. En
este sentido se habla de un «poeta-ojo» para quien el «ver» se convierte en «la
máxima moral y estética»3 que rige su literatura, de un «ojo perceptor»4 que
dialoga con lo inmediato, o también del poeta como de un «ojo que lo quiere
acopiar y devorar todo».5 Junto a esa voracidad visual del primer Girando, permeable
en el vocabulario mismo que muestra una fijación obsesiva por las «pupilas
», merece destacarse, entre otros rasgos, el gusto, como en las greguerías
de Gómez de la Serna, por las relaciones o asociaciones arbitrarias y sorprendentes
junto con el ejercicio del humor, y también la pasión por lo desmesurado
e hiperbólico. Girando explora lo cotidiano porque allí se encuentra, como para
los surrealistas, lo insólito, la aventura, la «manifestación admirable y modesta
de lo absurdo», si logramos romper primero, dice en la carta-prólogo a los Veinte
poemas..., «las amarras lógicas» que nos impiden ver, o si, como se lee ya en
Espantapájaros, nos desembarazamos de la telaraña que «la costumbre nos teje
diariamente en las pupilas».6 Espantapájaros, publicado en 1932, diez años después
de Veinte poemas..., constituye en varios sentidos una culminación del primer
período poético de Girondo. Tal pareciera en efecto que varias de las ideas
programáticas, de indudable signo surrealista, que abren los Veinte poemas...,
sólo adquieren plena vigencia en Espantapájaros: búsqueda de la «magia cotidiana
» y de la aventura, liberación de la imaginación y del deseo, estrecha vinculación
entre poesía y vida. Junto a este proceso de ahondamiento y expansión
a la vez que caracteriza por otra parte la búsqueda poética total de Girondo, desde
los Veinte poemas... hasta a En la masmédula (1954), no puede ignorarse el
cambio de mirada que lleva a cabo Girondo en Espantapájaros, y que apunta
con agudeza Enrique Molina en el excelente prólogo a las Obras completas de
Girondo: «En Espantapájaros los protagonistas ya no son las cosas sino los mecanismos
psíquicos, los instintos, las situaciones de omnipotencia, de agresividad,
de sublimación [,..]».7 El interés por la plasmación sensorial de las cosas
cede el lugar al terreno irracional de lo onírico, a la exploración de las pulsiones
ocultas e incontrolables. No es extraño entonces que buena parte de los textos
de Espantapájaros constituyan, como veremos, una suerte de indagación en torno
al sujeto o a la identidad, en torno también a lo que llamaba en Veinte poemas...,
«el mecanismo de sentir y pensar».
Libro «funambúlico», según el decir de Ramón Gómez de la Serna,8 Espantapájaros
reúne veinticuatro textos, numerados por el autor, más cercanos a la
narrativa que a la lírica, precedidos por un caligrama que dibuja con juegos de
palabras una figura antropomórfica que alude al «espantapájaros» del título. Espantapájaros
es un libro abierto, provocativo, cuya mejor definición o aproximación
puede leerse en una de las piezas del mosaico. El «yo» pluriforme, diseminado
e inasible que recorre el fragmento octavo del libro, refiere que su «vida
resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión
de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente» (p. 85).
Si trasladamos esta reflexión al libro en su conjunto, resulta evidente que lo que
importa no es el texto como un producto acabado, cerrado, excluidos también el
misterio, la sorpresa y el juego, sino como un abanico de posibilidades, como
una textualidad abierta, en constante mutación. Al problema de la atribución genérica
que plantean los textos que conforman Espantapájaros —¿poema en prosa,
cuento, fábula?—, problema sobre el que reflexiona Yurkievich en uno de
los pocos ensayos dedicados exclusivamente a este libro,9 hay que agregar también
el de la lectura. ¿Cómo leer, en efecto, estos textos? Consciente de la novedad
de la obra que ofrecía al lector, después de aludir al carácter fragmentario,
discontinuo, de lo que califica como una «tortuosa fantasía», Baudelaire, en el
texto de la dedicatoria al Spleen de París, propone dos posibles lecturas de sus
poemas en prosa, lecturas que siguen siendo válidas para Espantapájaros: «En-
Ievez une vertebre, et les deux morceaux de cette tortueuse fantaisie se rejoindront
sans peine. Hachez-la en nombreux fragments et vous verrez que chacun
peut exister á part».10 O sea, una lectura que tome cada fragmento de manera
autónoma, o una lectura que intente abrirse un camino en esta «tortuosa fantasía
», porque de algún modo que no precisa Baudelaire —aunque descarta poco
antes el «hilo interminable de una intriga superflua»—, existe un sustrato o una
fuente común que la nutre y que permite unir los fragmentos.
Aunque cada texto de Espantapájaros constituye un fragmento autónomo y
autosufictente, leída como un conjunto, la «tortuosa fantasía» de Girondo ofrece
múltiples vasos comunicantes, procedimientos o recursos expresivos comunes,
obsesiones e imágenes recurrentes. En el marco del presente trabajo, nos interesa
destacar, tentativamente, tres de los tópicos centrales del libro: la identidad,
la mujer y el erotismo y la subversión, en todos los órdenes, de los hábitos o
costumbres.
En el título del libro de Girondo que nos ocupa, en el objeto mismo que evo-
ca y, tal vez, de manera todavía más precisa, en su consistencia o materialidad,
es posible advertir una constante de la poética de Girando. Si en Veinte poemas...
Girando alude a los «poemas tirados en medio de la calle» o a «los poemas
que uno recoge como quien junta puchos en la vereda» (p. 7), subrayando
con ello el carácter espacial de su primera poesía y, sobre todo, su deliberada
impureza, aquí se acentúa la noción de «mezcla», de combinación de materiales
heterogéneos, quizá a semejanza de las ropas o vestimentas que cubren el espantapájaros.
En este sentido, es revelador que el último libro de Girando empiece
precisamente con el poema «La mezcla» («la viva mezcla / la total mezcla
plena / la pura impura mezcla»), porque la poesía y, concretamente, el lenguaje
o las palabras, se convierten aquí en una materia que el poeta trabaja: dividiéndolas,
acoplándolas, creando, dice Molina, verdaderas «galaxias verbales».11
Por otra parte, tampoco puede pasarse por alto la coincidencia entre la figura
del «espantapájaros» elegida por Girondo y la predilección del arte de vanguardia
por los muñecos, los maniquís, sustitutos inquietantes de lo humano, figuras
ambivalentes a medio camino entre lo animado y lo inanimado.12
Por fin, los juegos de palabras que recorren el cuerpo del espantapájaros en
el poema que abre el libro anticipan los que se hallan en los textos mismos. Bajo
un aspecto lúdico, la conjunción del verbo «no saber» a todas las personas,
(«yo no sé nada, tú no sabes nada», e t c . , se plantea sin embargo una de las
ideas medulares de Espantapájaros, la erosión y disgregación del «yo», la denuncia
de su ilusoria coherencia y unidad. La identidad no constituye ya, como
se encargan de revelarlo los textos, un centro o un principio ordenador.
Muchos de los textos de Espantapájaros parecen animados por una fuerza
expansiva, avasalladora e incontrolable, cuyo origen se desconoce. Bastaría citar,
primero, los fragmentos en los que no aparece ninguna voz narrativa: los
que se construyen sobre el modo infinitivo («Llorar a lágrima viva. Llorar a
chorros etc..» (p. 97) o, en torno a un sustantivo que aglutina o atrae como un
imán todas las demás palabras: «Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno
de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas [...].
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinteresado, amor untuoso...» (p.
83). Las largas enumeraciones con aliteraciones refuerzan el efecto de expansión
buscado. Por otra parte, la primera persona (del singular y del plural) que
asume el papel de hablante en la mayoría de los textos aparece de manera fragmentaria,
como una congregación dispar de sensaciones, pulsiones, pensamientos,
de «fuerzas encontradas» (p. 85) que difícilmente pueden cohesionarse. En
uno de los fragmentos más significativos del conjunto, se alude al carácter pluriforme,
en permanente mutación, de la identidad:
Yo no tengo una personalidad, yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación
de personalidades. En mí, la personalidad es una especie de forunculosis
anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca
una nueva personalidad (p. 83).
Esta identidad expansiva y gozosa puede, en otra parte, «transmigrar de un
cuerpo a otro» y franquear incluso los límites de lo «humano» para abarcar
otros reinos: «La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto
nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca
de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos» (p. 80), o
también: «[...] a mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones,
todas sus esperanzas, sus buenos y malos humores» (p. 95). Aunque las
metamorfosis sean experimentadas por lo general como una fuente de gozo y
como una expansión del ser por el cosmos, también es cierto que a medida que
los límites entre el «yo» y el mundo exterior se esfuman, «se intensifica el terror
», se dice en uno de los textos, «de perjudicar a algún miembro de la familia
» (p. 81). La ironía que recorre el fragmento anterior, no logra sin embargo
borrar el carácter inquietante y perturbador de esta fusión entre sujeto y objeto
que abre las puertas a lo fantástico. Podría pensarse en este sentido en un ejemplo
paradigmático posterior, «Axolotl» de Cortázar, o en algunas páginas fantásticas
de Macedonio Fernández, «Tantalia» y, sobre todo, «¿Quién era ese
mosquito?». En Girando, sin embargo, lo fantástico aborta y se convierte en una
carcajada final: «[...] llega un momento en que no hay otra escapatoria que la de
optar, y resignarnos a cometer todos los incestos, todos los asesinatos, todas las
crueldades, o ser, simple y humildemente, una víctima de la familia» (p. 81).
Los textos anteriores indagan, por diversos caminos, la noción de identidad,
rompen los estrechos límites en que ha sido confinada, y socavan en particular
la ilusoria coherencia del yo, porque no existe, como decía también Borges pocos
años antes en Inquisiciones, «un yo de conjunto».
Aunque la mujer y el erotismo acaparen varios textos de Espantapájaros, no
resulta fácil desentrañar el sentido de los mismos, porque la imagen de la mujer
es por lo general ambivalente. Si en el primer texto se contrapone la mujer etérea,
ligera, «que sepa volar» (p. 75) a la mujer pedestre o terrestre, en otros,
aparecen distintas variedades de mujeres peligrosas: las mujeres vampiros, las
mujeres «con un sexo prehensil», «las mujeres eléctricas» (p. 104). El peligro
sin embargo es minimizado por la presencia de la comicidad que envuelve los
recursos puestos en práctica para defenderse de tales mujeres: «Es inútil que
nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y
los pararrayos testiculares son iguales a cero» (p. 104).
En el texto decimoséptimo se conjugan la fascinación y el terror ancestrales
aiite el sexo femenino, sexo aprehendido como una boca voraz, insaciable:
Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta
viscosidad de molusco. Una secreción pegajosa me iba envolviendo, poco a poco,
hasta lograr inmovilizarme. De cada uno de sus poros surgía una especie de uña
que me perforaba la epidermis. Sus senos comenzaban a hervir. Una exudación
fosforescente le iluminaba el cuello, las caderas; hasta que su sexo —lleno de espinas
y de tentáculos— se incrustaba en mi sexo, precipitándome en una serie de
espasmos exasperantes (p. 96).
La atmósfera aterradora crece hasta que una nota amena deshace el hechizo
y confirma la naturaleza onírica de la primera escena: «¡Bonita fiesta la de ser
un durmiente que usufructúa de la predilección de los súcubos» (p. 97). En la
poesía posterior de Girondo, en el poema «Ella» del libro En la masmédula,
vuelve a aparecer la imagen del ser demoníaco y del molusco: «un chupo chupo,
súcubo molusco» y, refiriéndose al sexo femenino, «voraz contráctil prcnsilcorola
entreabierta». El erotismo que configura en el texto anterior una suerte
de «cuerpo del horror»,14 mitigado o conjurado, desde luego, por el humor, es
sinónimo de absorción violenta y aniquilamiento. Aquí desaparece la fuerza expansiva
y gozosa que busca a través de la compenetración con el todo, el ensanchamiento
de las posibilidades vitales.
Justo a la mitad del recorrido de los veinticuatro textos que integran Espantapájaros
—y no creemos que sea gratuita su inserción en ese lugar— sobresale
el texto decimosegundo, único poema en verso del conjunto, de un erotismo intenso.
Otro hecho que no puede tampoco ser casual es que el total de versos de
este poema o sea veinticuatro, es idéntico a la suma de los textos que integran
Espantapájaros. Este conjunto de notaciones precisas, casi matemáticas, parece
confirmar la idea de que se trata de un poema clave, una suerte de núcleo o de
matriz, tal vez el centro o el principio unificador del que carecen los demás textos
del libro. La compenetración de los cuerpos es transmitida en el poema únicamente
por medio de verbos recíprocos:
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan, etc.. (p. 89).
El erotismo es aquí sinónimo de actividad: actividad lúdica de los cuerpos
que se aman y, paralelamente, actividad de las palabras mismas que se acoplan
y desacoplan como los cuerpos. Muy cerca estamos en estos versos de la asociación
que propone André Bretón entre experiencia poética y experiencia amorosa:
La poesía se hace en el lecho como el amor
sus sábanas deshechas son la aurora de las cosas [...]
El abrazo poético como el abrazo camal
Mientras duran
Prohiben caer en la miseria del mundo.15
Es significativo, pues, este poema en verso en el conjunto caótico de Espantapájaros:
constituye una pausa, una reconciliación momentánea, recobrada a
través del acto erótico.
En otro cuerpo de textos, la rebelión en contra de las convenciones, los hábitos
o costumbres, en definitiva en contra de un orden moral y social que encarna
preferentemente en la familia, se manifiesta a través del ejercicio del humor y
por medio de la irrupción de situaciones o hechos absurdos. Aunque existen diferentes
grados y matices del humor a lo largo de Espantapájaros, su carácter
subversivo y liberador aparece de manera nítida en el texto segundo. Las «visitas
» que penetran en la casa rompen el orden cotidiano, lo que en el texto se denomina,
«las cadenas»: «Jamás se había oído el menor roce de cadenas» (p. 76).
Los actos estrafalarios, imprevisibles, de las visitas —actos de estirpe vanguardista—
anticipan zonas de cierto Cortázar, del Cortázar de los almanaques y de
las Historias de cronopios y defamas. Fuerza expansiva en estado bruto, la «patada
» incontenible que recorre el texto decimotercero amenaza con destruir indiscriminadamente
todo lo que encuentra a su paso: «Cuando comienzo a dar
patadas, es inútil que quiera contenerme. Necesito derrumbar las cornisas, los
mingitorios, los tranvías» (p. 91). La convivencia con lo absurdo, la liberación
de las leyes de causalidad —hay efectos sin causa—, se convierten también en
una poderosa fuente de evasión de lo conocido.
El radical inconformismo de Girondo, su empeño por socavar la rutina asfixiante
y las convenciones al parecer inamovibles, se extienden también a los hábitos
lingüísticos, a las fórmulas hechas o a los clichés. Entre otros ejemplos,
podría citarse el consejo de la abuela a su nieto: «Recuerda que nunca encontrarás
un sitio mejor donde meter la lengua que tu propio bolsillo, y que vale más
un sexo en la mano que cien volando» (p. 92) y, en otra parte: «Que los ruidos
te perforen los dientes» (p. 102), donde evidentemente se espera «oídos» o
«tímpanos». Como en Gómez de la Serna, las asociaciones inesperadas, las nuevas
y desacostumbradas yuxtaposiciones, provocan una saludable «liberación
por la incongruencia». Pero la mayor experimentación lingüística, con el mismo
propósito de liberación de las reglas que norman la sintaxis habitual, se encuentra
sin duda en el texto cuarto, dedicado exclusivamente al calambur: «Abandoné
las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros
por los entretelones, los invertidos por invertebrados» (p. 79). Varios
de los recursos puestos aqui en práctica se encuentran diseminados en los demás
textos de Espantapájaros.
Los textos explosivos de Espantapájaros a los que intentan asomarse las páginas
anteriores, constituyen un hito decisivo en la trayectoria poética de Girando,
trayectoria cada vez más intensa y radical que, literalmente, «estalla» en su
último libro, En la masmédula. Si en este libro Girondo centra su búsqueda poética
en el lenguaje mismo, en las palabras en tanto «creadoras de energía», en
Espantapájaros explora esencialmente la naturaleza del «yo», y cuestiona las
nociones de unidad, coherencia y centro. Existe sin duda una estrecha correspondencia
entre la identidad disgregada, pluriforme, fragmentada que recorre
los veinticuatro textos de Espantapájaros y su poética: textos concebidos como
«fuerzas» en pugna, como mezcla y choque o estallido de elementos dispares.
Al interés intrínseco de Espantapájaros, habría que agregar las múltiples afinidades
que es posible establecer entre este libro y la obra experimental de otros
escritores argentinos, como en particular la de Macedonio Fernández o también
la de escritores posteriores, en particular Cortázar. Como bien dijo Ramón Gómez
de la Serna, celebrando ese texto desde 1941, en «Espantapájaros todas
son fecundaciones del porvenir, y lo inventado en ese libro no tiene aún
nombre».

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Interlunio
Lo veo, recostado contra una pared, los ojos casi
fosforescentes, y a los pies, una sombra más titubeante,
más andrajosa que la de un árbol.
¿Cómo explicar su cansancio, ese aspecto de casa
manoseada y anónima que sólo conocen los objetos
condenados a las peores humillaciones?...
¿Bastaría con admitir que sus músculos prefirieron
relajarse a soportar la cercanía de un esqueleto capaz de
envejecer los trajes recién estrenados?... ¿O tendremos que
persuadirnos de que su misma artificialidad terminó por
darle la apariencia de un maniquí arrumbado en una
trastienda?...
Las pestañas arrasadas por el clima malsano de sus
pupilas, acudía al café donde nos reuníamos, y acodado en
un extremo de la mesa, nos miraba como a través de una
nube de insectos.
Es indudable que sin necesidad de un instinto
arqueológico desarrollado, hubiera sido fácil verificar que no
exageraba, desmesuradamente, al describir la fascinante
seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad
con que se rememora lo desaparecido... pero las arrugas y
la pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una
decrepitud tan prematura como la que sufren los edificios
públicos.
Aunque por lo común permanecía horas enteras en
silencio, a veces lográbamos que relatara algún episodio de
su vida, que recitase algún poema de Corbière o de
Mallarmé. ¡Nunca era más temible su cercanía!... Entre la
incesante humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín—
resonaba como si fuese emitida por una chimenea, y
mientras su inmovilidad adquiría la borrosa impavidez del
retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura
postiza se obstinaba en inventar las sonrisas menos
oportunas. En vano pretendíamos vivir el contenido de
algún verso. Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de
cama deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese
algún ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro
con que crece la barba de los muertos... Y ya en esa
pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada, para
que descubriéramos su semejanza con esos pares de
medias que se hospedan sobre los roperos de los hoteles,
con esos cuellos que se retuercen junto a ellas, tan
desesperadamente, que nos sugieren ideas de suicidio.
De resistirnos a esos excesos, por otra parte,
¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas
sin imaginarnos todas las noches perdidas, todos los
rumores huecos y desvalidos que, al estratificarse con una
lentitud de estalactita, le habían formado unos repliegues
de cansancio que ni la misma muerte conseguiría
planchar?...
Para recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo,
por lo menos, me veía forzado a examinarlas con el mismo
detenimiento con que se siguen las rutas en un plano y,
demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba
escuchar lo que decía. Hasta en las oportunidades en que
nos encontrábamos solos, cuando no perdía frases enteras,
me llegaban con tantas intermitencias como las que suben a
nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la
calle. ¡Era inútil que reconcentrase mi atención!... Siempre
se me extraviaba alguna palabra, alguna partícula tan
esencial, que antes de contestarle debía realizar un esfuerzo
equivalente al de traducir un documento cifrado. Aderezada
con la misma premeditación de esos platos que llegan
momificados a la mesa, su dialéctica —por lo demás— no
estimulaba excesivamente mi apetito, pues al abuso de la
paradoja unía el empeño de citar cuantos libros habían
fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de
la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de
versos tan manoseados como los sobres en que los
borroneaba.
A pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños
trozos, no tardé en enterarme, sin embargo, de una
cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la
bancarrota —con suicidio y demás accesorios— de su padre;
su tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse
comiendo los gemelos, el frac, el sobretodo; los primeros
síntomas del hambre —pequeños escalofríos en la espalda,
pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos
en todos los meridianos, en todos los ambientes, hasta
llegar a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo
maravilloso!... la única ciudad del mundo donde se podía
vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo
efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las
billeteras más exangües.
Aunque aquejada de una anemia crónica, la mía no
hubiese podido rectificarlo, si bien es cierto que adoptaba
algunas medidas preventivas para impedir que sus
extracciones fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.
Más que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante
debido a que me divertía el contraste entre su habitual
escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el país. Es así
cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la
representaba como una enorme vaca con un millón de
ubres rebosantes de leche, y cómo a los pocos días de
ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar
de su apariencia de ciudad bombardeada, la pampa
acababa de aproximarse al río para parirla.
“Europa es como yo —solía decir— algo podrido y
exquisito; un Camembert con ataxia locomotriz. Es inútil
untarla con malos olores. La tierra ya no da más. Es
demasiado vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor
aún, de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos.
Se tropieza con ellos en todas partes. No hay un umbral, un
picaporte que no hayan desgastado. Se vive bajo los
mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por
mucho que nos repugne —¡no queda otro remedio!— hay
que repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un
hombre capaz de usar un ala de cuervo sobre la frente,
como Barrès, pudo deleitarse en aprender a fornicar en los
cementerios.
“Aquí, en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un
camposanto, ni una cruz. Se puede galopar una vida sin
encontrar más muerte que la nuestra. Y si tropezamos, por
casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta
a nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo
tamaño que la pampa.
“En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes
corre un aire de improvisación que nos permite ensayar
cualquier postura. Ustedes se quejan de su fealdad. ¡Pero la
esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!... Con decirle
que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado
por hacer algo... ¡Y vaya usted a saberlo!... Hasta quizás
llegase a convencerme de que el sudor es una segregación
tan respetable como se pretende. Yo la prefiero, en todo
caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas
que no consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas
nos proporcionan excelentes modales. Tarde o temprano
terminan por colocarnos un chaleco de fuerza. Imposible
cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un
florero y hacerlo añicos contra el suelo.”
Estas arremetidas, y otras equivalentes, adquirían un
acento menos retórico, sin embargo, al referir algún
episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el
estado lamentable en que se hallaba, espero reproducir, con
bastante fidelidad, el que me relató la última vez que nos
encontramos.
Recuerdo que fue en uno de esos cafés que no pegan los
ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para
desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que
ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín
sobre las baldosas humedecidas.
Sentado ante una pequeña copa que contenía un
menjunje con cierto aspecto de colirio, un hombre parecía
dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda su
persona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo
que, inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio
esmerilado, su barba tejida por una araña, su chambergo
descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza con esos
faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz
despiadada de la mañana.
Es posible que, en el primer momento, aparentase no
advertir mi presencia, pero al hallarme junto a él, bajó la
cabeza y me extendió una mano algosa, sin esqueleto. Una
vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce
el insospechado contacto de unos guantes que yacen en un
bolsillo. Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y
aproximé una silla. Era evidente que lo importunaba.
Mientras cambiábamos las primeras palabras, sus miradas
rozaban los objetos en un vuelo tajeante y volvían a
sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las
luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía
sustraerlo de ese marasmo. Con la mayor crueldad posible
le dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy
enfermo. La argucia alcanzó el éxito esperado. De un solo
sorbo terminó el whisky que habíamos pedido, y después de
dejar caer los brazos de la mesa:
“¡No puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy
desesperado!...”
Estrangulada, ronca, parecía que su voz saliese de atrás
de una cortina. Como si la descorriera de pronto, me
preguntó:
“¿A usted nunca lo han martirizado los ruidos?... ¡No!
¡Estoy seguro que no! ¡Es algo horrible! ¡Horrible!...”
La evidente desproporción entre la causa y el efecto de su
padecimiento, quizás me hiciera sonreír. En todo caso,
recién entonces me miró por primera vez, para proseguir
con cierto dejo de rencor:
“¡No! ¡Estoy seguro que no! Usted no puede
comprenderme. Para eso necesitaría ser como yo. No tener
nada de donde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto
—agregó, extrayendo un pequeño frasco que, a través de la
suciedad de la etiqueta, delataba su procedencia
farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era todo. Pero ya no me
queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar
insinuarle que se explicara: “Al principio fue el vecino de
arriba. De noche siempre resulta emocionante escuchar
unos pasos sobre el techo. Por poco acompasados que
parezcan, ¡adquieren una solemnidad!... Es como si
llamaran a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada
vez más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo
los sentía derrumbarse de un extremo al otro del cielo raso,
hasta convencerme de que terminarían por achatármela a
martillazos.
“Averigüé quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un
estudiante que se paseaba, leyendo, gran parte de la
noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones con el
hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí
entenderme con él, directamente. La gestión obtuvo un
resultado satisfactorio. Durante varios días, el cielo raso
permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un grito
que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran
discontinuos, me dejaban descansar. Entre uno y otro
existían grandes agujeros de silencio y de felicidad.
”Al poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi
vecino se convirtieron en un suplicio más torturante que el
anterior. Tendido sobre la cama, lo veía, durante horas
enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la
habitación fuese traslúcido. El cuidado con que abría un
cajón o colocaba la pipa sobre su escritorio, llegó a
exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la
almohada, un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba
en prolongar mi angustia, que se valía de la menor
distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e
imprevisibles. Los más traicioneros se descolgaban, como
arañas, del cielo raso, y después de erizar los pelos de la
alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del ropero,
abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho
en percibir, desde mi quinto piso —simultáneamente y con
la mayor nitidez— las conversaciones de la gente que
pasaba por la vereda, el trino de una canilla en el patio del
fondo, los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque
después de acecharlos semanas enteras terminé por
conocer el horario y las costumbres de la mayor parte de
los ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar
antes de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor
zambullirse bajo las frazadas!... A medida que se
adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en mi
interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos
con clavarme sus dientes de laucha recién nacida, se
aglomeraban en mi vientre hasta proporcionarme una
sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca,
creía estar en vísperas de tener un hijo.
”Una noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveía
lo que me aguardaba, el efecto que me producirían los
chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era preferible a
permanecer en mi cuarto. En la esquina, tomé el primer
tranvía que pasó. Lo que fue aquello no puede describirse.
Creí que de un momento a otro la cabeza se me partiría a
pedazos, pero la misma intensidad del dolor acabó por
recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el
tranvía se detuvo para emprender el regreso, me
sorprendió encontrarme en los suburbios.
”Las capitales europeas carecen de límites precisos, se
amalgaman y se confunden con los pueblos que las
circundan.
Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos,
termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas
diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de
pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.
Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del
adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que
enfrentar con la pampa. Durante la noche, sobre todo,
basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos
acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo
ruborizado.
”Del sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos
para hallarme en pleno campo. ¡Jamás experimentaré una
plenitud semejante! A medida que mi cerebro se iba
impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio
elemental y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de
ella, a pedacitos, sin condimentos, al natural, deleitado en
disociar su gusto a lechuga, su carnosidad afelpada... el
dejo picante de las estrellas.
”Ha de haber influido, probablemente, la angustia de los
días anteriores. De cualquier modo que fuera, bastaría, por
sí solo, ese instante, para justificar y darle una razón de ser
a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy
duros antes de poder sentir algo parecido.”
Por evidente que fuese la intención despectiva de la
última frase, no quise interrumpirlo.
“Desde ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia—
repetí el mismo itinerario todas las noches. Las sucesivas,
sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el roce
esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con
que los insectos taladraban el silencio. Llegué a
persuadirme de que el silbido de los grillos poseía una
intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más
indignante— que los sapos se reían de mí.
”A pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en
esas excursiones. Cualquier cosa resultaba preferible a
seguir soportando la caja de resonancias en que se había
transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un
hecho, sin embargo, que me obligó a abandonarlas para
siempre.
”Era una noche magnífica—prosiguió con una voz más
turbia y dolorida—. Desde que me alejé de la ciudad advertí
que ningún ruido me molestaba. En el primer instante temí
que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los
oía con una nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin
sobresaltos. Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez
y el alivio de esta comprobación. En un cierto momento,
mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un
lugar donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde
del camino.
”En ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en
constelaciones. Al contemplarlo de esa manera todo lo
demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en
él, se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como
si flotáramos, como si, reclinados en una proa, mirásemos
unas aguas tan serenas que inmovilizan el reflejo de las
estrellas.
”Diluido en esa contemplación había logrado olvidarme
hasta de mí mismo, cuando, de repente, una voz pastosa
pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de
encontrarme solo, la voz era tan nítida que me incorporé
para comprobarlo. A los dos lados del camino, el campo se
extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en la
inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales
divisé un bulto que resultó ser una vaca echada sobre el
pasto.
”Opté por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un
minuto oí que la voz me decía:
”—¿No te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has
hecho para llegar a ese estado? ¿Ya ni siquiera puedes vivir
entre la gente?
”Por absurdo que resultase, era indudable que la voz
partía del lugar donde se encontraba la vaca. Con el mayor
disimulo me di vuelta para observarla. La claridad de la
noche me permitía distinguir todos sus movimientos.
Después de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a
pocos metros del sitio en que me hallaba, para rumiar
durante un momento lo que diría y proseguir con un tono
acongojado:
”—¡Hubieras podido ser tan feliz!... Eres fino, eres
inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tu
vida? Engañar, engañar... ¡nada más que engañar!... Y
ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único
engañado. ¡Me dan unas ganas de llorar!... ¡Desde chico
fuiste tan orgulloso!... Te considerabas por encima de todos
y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido
más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a
negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que
prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo!
¿Cómo es posible que puedas soportar ese vacío?... ¿Por
qué te empeñas en llenarlo de nada?... Ya no eres capaz de
extender una mano, de abrir los brazos. ¡Es
verdaderamente desesperante!... ¡Me dan unas ganas de
llorar!...
“Cuando calló, sin darme cuenta me levanté y di unos
pasos hacia ella. Después de mirarme con unos ojos
humedecidos de ternura y de limpiarse la boca
refregándosela contra la paleta, sacó el pescuezo por
encima del alambrado y estiró los labios para besarme.
“Inmóviles, separados únicamente por una zanja
estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer de rodillas,
pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más
profundo de mí mismo se erguía la certidumbre de que la
voz que acababa de oír era la de mi madre.”
Fue tal la emoción que puso en la última parte del relato
que no me atreví a sonreír. Como si se lo confiara a sí
mismo agregó, después de un silencio:
“Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy,
ni nunca he sido nunca más que un corcho. Durante toda la
vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que
la superficie. Incapaz de encariñarme con nada, siempre me
aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora,
es demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponerme
las zapatillas.”
Como si resonase en un cuarto desamueblado, su voz
poseía un acento tan hueco que busqué un gesto, una frase
que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado solo.
Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una
niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la
mañana la disipase.
Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese
instante en que las cosas cambian de consistencia y de
tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad.
Parados sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y
los gorriones, mientras, extendido a lo largo de las calles, el
asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar. Con
un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas y
sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién
despiertos, los ruidos adquirían una sonoridad adolescente.
De vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un
pedazo de campo a la ciudad. De todas partes venía hacia
nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién salida de la
imprenta.
El uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una
palabra. La cabeza hundida entre los hombros, el andar
titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que se
desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin
ningún motivo, se derrumban desde una percha. Su
chambergo, su sobretodo, sus pantalones parecían tan
lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a admitir
que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al
pasar frente a una lechería, una vieja nos acechó con una
desconfianza de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se
detuvo a mirarlo con tal insistencia, que apresuré la marcha
por temor a que se aproximara y lo confundiese con un
árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido
suponerse que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le
repugnaría convivir con él, soportar constantemente su
presencia?... Se me ocurrió que cualquier noche, al
atravesar una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse
solo para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del
hotel, me sometí a la sangría de práctica y nos despedimos.
Desde entonces no le he visto más. Hace algún tiempo,
me aseguraron que, al retornar a París, había publicado,
con éxito, un libro de poesías. Recientemente, alguien me
enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de
encomendarle una misión en China.
¿Cuál de estas informaciones será exacta? Creo que nadie
se atrevería a aseverarlo. Acaso ya no quede de su persona
más que un mechón de pelo, junto a una dentadura postiza.
Es muy posible que, acosado por el espanto de quedarse
dormido, a estas horas se encuentre en algún café, con el
mismo cansancio de siempre... con un poco de caspa sobre
los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado.
Esto último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo
conocía bien.

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En la masmédula(fragmento)

Al gravitar rotando


En la sed
en el ser
en las psiquis
en las equis
en las exquisitísicas respuestas
en los enlunamientos
en lo erecto por los excesos lesos del erofrote etcétera
o en el bisueño exhausto del “dame toma date hasta
el mismo testuz de tu tan gana”
en la no fe que rumia
en lo vivisecante los cateos anímicos la metafisirrata
en los resumiduendes del egogorgo cósmico
en todo gesto injerto
en toda forma hundido polimellado adrroto a ras afaz subrripio
cocopleonasmo exotro
sin lar sin can sin cala sin camastro sin coca sin historia
endosorbienglutido
por los engendros móviles del gravitar rotando bajo el prurito
astrífero
junto a las musaslianas chupaporos pulposas y los no menos
pólipos hijos del hipo lutio
voluntarios del miasma
reconculcado
opreso entre hueros jamases y garfios de escarmiento
paso a pozo nadiando ante harto vagos piensos de finales
compuertas que anegan la esperanza
con la grismía el dubio
los bostezos leopardos la jerga lela
en llaga
al desplegar la sangre sin introitos enanos en el plecoito lato
con todo sueño insomne y todo espectro apuesto
gociferando
amente
en lo no noto nato

 

Hay que buscarlo


En la eropsiquis plena de húespedes entonces meandros de
espera ausencia
enlunadados muslos de estival epicentro
tumultos extradérmicos
excoriaciones fiebre de noche que burmua
y aola aola aola
al abrirse las venas
con un pezlampo inmerso en la nuca del sueño hay que
buscarlo
al poema
Hay que buscarlo dentro de los plesorbos de ocio
desnudo
desquejido
sin raíces de amnesia
en los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de
medusas de arena de los senos o tal vez en andenes con
aliento a zorrino
y a rumiante distancia de santas madres vacas
hincadas
sin aureola
ante charcos de lágrimas que cantan
con un pezvelo en trance debajo de la lengua hay que buscarlo
al poema
Hay que buscarlo ignífero superimpuro leso
lúcido beodo
inobvio
entre epitelios de alba o resacas insomnes de soledad en creciente
antes que se dilate la pupila del cero
mientras lo endoinefable encandece los labios de subvoces que
brotan del intrafondo eufónico
con un pezgrifo arco iris en la mínima plaza de la frente
hay que buscarlo
al poema

 

Por vocación de dado


A lo fugaz perpetuo
y sus hipoteseres
a la deriva al vértigo
al sublatir al máximo las reverberalíbido
al desensueño al alba a los cornubios dime sin titilar por ímpetu
de bumerang de encelo
de gravitante acólito de tanto móvil tránsfuga cocoterráqueo
efímero
y otros ripios del tránsito
meditaturbio exóvulo
espiritado en Virgo en decúbito en trance en aluvión de
incógnitas
con más de un muerto huésped rondando la infraniebla del
dédalo encefálico
junto a precoces ceros esterosentes dime al codeleite mudo del
mimo mimo mixto
al desmelar los senos
o al trasvestirme de ola de sótano de ausencia de caminos de
pájaros que lindan con la infancia
animamantemente me di por dar por tara por vocación de dado
por hacer noche solo entre amantes fogatas desinhalar lo hueco
y encontrarme inhallable
hora tras otra lacra más y más cavernoso
menos volátil paria
más total seudo apoeta con esqueleto topo y suspensivas nueces
de apetencias atávicas
al azar dime al gusto a las adultas menguas a las escleropsiquis
al romo tedio al pasmo al exprimir las equis a la veinteava
esencia
y degustar los filtros del desencantamiento
o revertir mi arena en clepsidras sexuadas
y sincopar la cópula
me di me doy me he dado donde lleva la sangre
prostitutivamente
por puro pleno pánico de adherir a lo inmóvil
del yacer sin orillas
sin fe sin mí sin pauta sin sosías sin lastre sin máscara de
espera
ni levitarme en busca del muy Señor nuestro ausente en todo
caso y tiempo y modo y sexo y verbo que fecundó el vacío
obnubilado
inserto en el dislate cosmos, a todo todo dime
alirrampantemente
para abusar del aire del sueño de lo vivo y redarme y
masdarme
hasta el último dengue
y entorpecer la nada

 

Mi Lumía


Mi Lu
mi lubidulia
mi golocidalove
mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma
y descentratelura
y venusafrodea
y me nirvana el suyo la crucis los desalmes
con sus melimeleos
sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y
gormullos
mi lu
mi luar
mi mito
demonoave dea rosa
mi pez hada
mi luvisita nimia
mi lubísnea
mi lu más lar
más lampo
mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio
mi lubella lusola
mi total lu plevida
mi toda lu
lumía

 

Topatumba


Ay mi más mimo mío
mi bisvidita te ando
sí toda
así
te tato y topo tumbo y te arpo
y libo y libo tu halo
ah la piel cal de luna de tu trascielo mío que me levitabisma
mi tan todita lumbre
cátame tu evapulpo
sé sed sé sed
sé liana
anuda más
más nudo de musgo de entremuslos de seda que me ceden
tu muy corola mía
oh su rocío
qué limbo
ízala tú mi tumba
así
ya en ti mi tea
toda mi llama tuya
destiérrame
aletea
lava ya emana el alma
te hisopo
toda mía
ay
entremuero
vida
me cremas
te edenizo

 

Mito


Mito
mito mío
acorde de luna sin piyamas
aunque me hundas tus psíquicas espinas
mujer pescada poco antes de la muerte
aspirosorbo hasta el delirio tus magnolias calefaccionadas
cuanto decoro tu lujosísimo esqueleto
todos los accidentes de tu topografía
mientras declino en cualquier tiempo
tus titilaciones más secretas
al precipitarte
entre relámpagos
en los tubos de ensayo de mis venas

Ella


Es una intensísima corriente
un relámpago ser de lecho
una dona mórbida ola
un reflujo zumbo de anestesia
una rompiente ente florescente
una voraz contráctil prensil corola entreabierta
y su rocío afrodisíaco
y su carnalesencia
natal
letal
alveolo beodo de violo
es la sed de ella ella y sus vertientes lentas entremuertes que
estrellan y disgregan
aunque Dios sea su vientre
pero también es la crisálida de una inalada larva de la nada
una libélula de médula
una oruga lúbrica desnuda sólo nutrida de frotes
un chupochupo súcubo molusco
que gota a gota agota boca a boca
la mucho mucho gozo
la muy total sofoco
la toda “shock” tras “shock”
la íntegra colapso
es un hermoso síncope con foso
un “cross” de amor pantera al plexo trópico
un “knock out” técnico dichoso
si no un compuesto terrestre de líbido edén infierno
el sedimento aglutinante de un precipitado de labios
el obsesivo residuo de una solución insoluble
un mecanismo radioanímico
un terno bípedo bullente
un “robot” hembra electroerótico con su emisora de delirio
y espasmos lírico-dramáticos
aunque tal vez sea un espejismo
un paradigma
un eromito
una apariencia de la ausencia
una entelequia inexistente
las trenzas náyades de Ofelia
o sólo un trozo ultraporoso de realidad indubitable
una despótica materia
el paraíso hecho carne
una perdiz a la crema

Cansancio


Y de los replanteos
y recontradicciones
y reconsentimientos sin o con sentimiento cansado
y de los repropósitos
y de los reademanes y rediálogos idénticamente bostezables
y del revés y del derecho
y de las vueltas y revueltas y las marañas y recámaras y
remembranzas y remembranas de pegajosísimos labios
y de lo insípido y lo sípido de lo remucho y lo repoco y lo
remenos
recansado de los recodos y repliegues y recovecos y refrotes
de lo remanoseado y relamido hasta en sus más recónditos
reductos
repletamente cansado de tanto retanteo y remasaje
y treta terca en tetas
y recomienzo erecto
y reconcubitedio
y reconcubicórneo sin remedio
y tara vana en ansia de alta resonancia
y rato apenas nato ya árido tardo graso dromedario
y poro loco
y parco espasmo enano
y monstruo torvo sorbo del malogro y de lo pornodrástico
cansado hasta el estrabismo mismo de los huesos
de tanto error errante
y queja quena
y desatino tísico
y ufano urbano bípedo hidefalo
escombro caminante
por vicio y sino y tipo y líbido y oficio
recansadísimo
de tanta tanta estanca remetáfora de la náusea
y de la revirgísima inocencia
y de los instintitos perversitos
y de las ideítas reputitas
y de las ideonas reputonas
y de los reflujos y resacas de las resecas circunstancias
desde qué mares padres
y lunares mareas de resonancias huecas
y madres playas cálidas de hastío de alas calmas
sempiternísimamente archicansado
en todos los sentidos y contrasentidos de lo instintivo o sensitivo
tibio
remeditativo o remetafísico y reartístico típico
y de los intimísimos remimos y recaricias de la lengua
y de sus regastados páramos vocablos y reconjugaciones y
recópulas
y sus remuertas reglas y necrópolis de reputrefactas palabras
simplemente cansado del cansancio
del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento
y al silencio.

de En la masmédula. 1954.

 

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Fuentes consultadas: Espantapájaros al alcance de todos, Interlunio, En la masmédula, Calcomanías

 

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