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SAN TELMO

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VERSALLES

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VILLA DEL PARQUE

VILLA DEVOTO

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VILLA LURO

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VILLA ORTUZAR

VILLA PUEYRREDON

VILLA REAL

VILLA RIACHUELO

VILLA SANTA RITA

VILLA SOLDATI

VILLA URQUIZA


ÍNDICE


MENSAJES


 
plazas del gran buenos aires  

PLAZAS DE  SAN MARTÍN

PLAZAS DE 3 DE FEBRERO

PLAZAS DE   SAN ISIDRO

PLAZAS DE VICENTE LOPEZ

PLAZAS DE SAN FERNANDO

 

Cantero Central Eduarda Mansilla

Eduarda Mansilla de García: (1838-1892), escritora y periodista; el nombre de su primer hijo, Daniel, le sirve para firmar su primera novela El médico de San Luis que aparece en 1860, y con igual firma publica Lucía Miranda, inspirada en un episodio de la conquista del Río de la Plata; con el seudónimo de Alvar publica gran número de crónicas entre 1871 y 1872 en El Plata Ilustrado de Buenos Aires; en 1881 se estrena su obra La marquesa de Altamira.

Ubicado en Av. Salvador María del Carril entre Marcos Paz y Benito Juárez
(Villa Devoto)
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Cantero Central Eduarda Mansilla

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Referencias

El médico de San Luis

EDUARDA MANSILLA DE GARCÍA


EL MÉDICO DE SAN LUIS


En este siglo de opulencia y refinamiento ¿a quién podrá agradar un carácter como éste?
Aquellos que no gusten sino del gran mundo, apartarán sus ojos con desdén de la
simplicidad de su modesto hogar de provincia; los que toman el mal tono por la alegría, no
hallarán ninguna gracia a su inofensiva conversación; y aquellos que han aprendido a
burlarse de la religión, se reirán de un hombre que halla su mayor consuelo en la esperanza
de otra vida

OLIVER GOLDSMITH

Introducción al Vicario de Wakefield





Capítulo 1



La familia de Wilson.- Semejanza de las niñas.- Carácter de Jane Wilson



Siempre he pensado que el mayor o menor grado de felicidad que se alcanza en la vida, está
en razón directa de nuestras aspiraciones. Así yo que fui siempre sobrio en mis deseos, me
considero feliz porque he conseguido realizar aquello que desde mis primeros años, formó
la base de mis más caras esperanzas.

Cinco años después de mi llegada a América, sin más recursos que los buenos o malos
estudios hechos en la Universidad de Edimburgo, tuve la suerte de casarme. Y si como a mi
compañero Gifford, la fortuna no me ha prodigado sus más pingües favores, puedo asegurar
que en el corazón de mi María he hallado una mina inagotable de bondad y dulzura.

Han pasado ya veinticinco años desde el día en que su anciano padre me la entregó en la
puerta de la casa que hoy habitamos; y un solo día no he dejado de bendecir el dichoso
instante que me inspiró la idea de encaminarme a la provincia de San Luis.


Sin embargo, algunos sinsabores he experimentado en el curso de mi vida. Mi primer hijo,
desde la más tierna edad, fue delicado y enfermizo; sólo el cuidado de todos los momentos
que la madre sabe prodigar al hijo enfermo han podido librar a mi Juan de una temprana
muerte; no obstante, los habitantes de estos alrededores aseguran que mi hijo no debe la
vida sino al saber extraordinario y milagroso del médico inglés. ¡Pobres gentes, mucho fían
en la omnipotencia de mi ciencia; así nada conmueve más mi corazón que escuchar los
acentos tan sinceros con que a la cabecera del enfermo ponen la vida de aquel en mis
manos, confiando en mí a quien creen un agente directo de la Providencia!

Algún tiempo después mi buena María hízome padre de dos niñas gemelas, tan frescas y
sonrosadas, cuanto su hermano había sido pálido y enfermizo.

Sara y Lía a la edad de quince años podían compararse a la mañana de un bello día de
primavera. El azul del cielo americano se refleja en sus ojos, y sus cabellos dorados y
abundantes semejan las cargadas espigas de trigo que cosecho todos los años en mi pequeña
hacienda. Tienen todo el tipo inglés. Se parecen mucho a mi madre; no obstante poseen ese
misterioso encanto inherente a la mujer americana, que no ha sido explicado aún por
ningún fisiólogo. Tan completa es su semejanza que en los primeros años, para
distinguirlas, necesitábamos ponerles alguna señal.

María no puede resistir a un movimiento muy marcado de vanidad desconocido hasta
entonces a su alma, cuando los días de fiesta, al salir de misa, oye decir a los mendigos que
están sentados a la puerta de la iglesia: Dios las guarde, las mellizas idénticas son tan bellas
como buenas Tales palabras producen alguna agitación, pues de vuelta a casa mi mujer se
complace en repetírmelas y mi hermana Jane replica con marcado disgusto: “Hermana, la
vanidad es pecado muy peligroso por sus consecuencias” y la madre se afana y asegura que
no lo dijo por vanidad, y agrega que sus hijas son modestas y recatadas, lo cual da lugar a
un ligero altercado, al que ponen fin las niñas, abrazando a la tía y pidiéndole consienta en
acompañarnos a almorzar.

La pobre Jane no tiene mal carácter, y, sin embargo, tal escena se repite frecuentemente:
casi todos los domingos. Mi hermana es protestante; tiene diez años menos que yo, pero al
verla, flaca y encorvada, apoyarse en su muleta para andar con más facilidad, le darían
cincuenta. Sólo nosotros, que conocemos la bondad de su corazón, le hacemos justicia y
disculpamos su mal humor.

Desgraciada desde sus primeros años, y víctima del mal trato de una tía, que a la muerte de
nuestra madre se encargó de su educación, Jane asegura que sólo el día que se embarcó
para venir a reunirse conmigo a América durmió tranquila y sin zozobra.

¡Hay criaturas que nacen con mala estrella! Jane no ha sido nunca una belleza, pero un talle
más esbelto y una manera de andar que recordase menos el sesu patuit dea del poeta no era
posible hallar.

Carlos Gifford, mi amigo y compañero de viaje, que desde su llegada al Río de la Plata se
había dedicado a la carrera mercantil, insistiendo conmigo para que abandonase mi profesión y le imitase, me aseguró, no bien la conoció, que así que pudiese girar sobre
Londres o Liverpool un crédito de diez mil libras, miss Wilson cambiaría su nombre por el
de Carlos Gifford. No puedo explicar el placer que tales palabras produjeron en mí; para
comprenderlo, fuera necesario saber que mi amigo reunía en sí prendas del más alto
mérito. Laborioso, inteligente y honrado, Carlos podía jactarse de tener una de las figuras
más bellas que puede verse en el hombre sin que esto alterara en lo más mínimo el amable
desembarazo de su trato.

¿Cómo no amarle? Jane abrió su corazón al tierno goce del aquel amor y se entregó a él con
todo el abandono de una alma sedienta de afecto.

Mi amigo había escogido la provincia de Buenos Aires para centro de sus operaciones
mercantiles, y yo juzgué conveniente desde mi llegada internarme en la república; así no
fue posible permaneciésemos siempre juntos.

Tengo la costumbre de atribuir a la providencia todo lo bueno que me acontece, mientras
que, por el contrario, lo malo lo atribuyo siempre a imprevisión o imprudencia de mi parte.
Esta filosofía es consoladora y como tal me guío por ella.

Bien hubieran deseado los amantes no separarse para disfrutar juntos de esas dulces horas
en que se levantan castillos en el aire, sobre la inestable base del mutuo cariño; pero la
circunstancia de no tener relaciones en Buenos Aires determinó que Jane me acompañase a
la provincia de San Luis en donde un compatriota me aseguró hallaría los medios de ganar
mi vida, merced a su recomendación y a la escasez de médicos en aquella ciudad. Fue
necesario separarse; Gifford nos acompañó hasta los extramuros de la ciudad prometiendo a
Jane escribirle por todos los correos y asegurándonos además que creía muy posible
visitarnos antes de seis meses.

Quiso mi buena suerte que entre las cartas de recomendación que llevaba para San Luis,
hubiese una, que a la verdad ha influido considerablemente en mi destino. Por ella conocí al
padre de María, respetable vecino de aquella ciudad, que fue un padre para mí, el cual no
sólo nos dio franca hospitalidad en su casa, sino que me presentó a las personas más
distinguidas, encareciendo mis pocos méritos con las más afectuosas expresiones. El
anciano duerme ya tranquilo en la tumba, su hija es mi compañera, la madre de mis hijas y
el recuerdo de las virtudes del padre vivirá eternamente en mi corazón.



Capítulo II



Los amantes.- Los sufrimientos alteran el carácter y cambian nuestro modo de ser.- La
madre. Carlos Gifford escribía continuamente a su novia: todos los correos nos traían nuevas
protestas de cariño, acompañadas de una circunstanciada relación del ventajoso estado de
sus negocios.

Habíase ligado Jane estrechamente con la hija de nuestro huésped, jovencita de dieciocho
años, y bien pronto las confidencias se hicieron recíprocas. María me amaba, y su padre
decía que no era posible hallar un marido más de su gusto que yo.

Los seis meses no habían expirado aún cuando el enamorado Gifford nos visitó en San
Luis.

Aquí, en las inmediaciones de la Carolina, tuvo ocasión de hacer ventajosas compras de
tierras, en terrenos inexplotados que según todas las probabilidades encerraban abundante
cantidad de oro. Y esto bastó para que el entusiasta Gifford creyese, mediante la
explotación de aquellas minas, poder en muy poco tiempo más cumplir su promesa a Jane.

Concertóse una partida a aquella tierra de promisión; las jóvenes encantadas con la idea de
un paseo a caballo, esperaban risueñas e impacientes el momento de la partida.

Gifford y yo seguidos de dos peones debíamos acompañarlas hasta la estancia de Don
Casimiro Correa, pariente de María, situada a dos leguas de la ciudad, en donde nos
reuniríamos con aquel señor y su hermano, para seguir nuestra excursión.

Una partida que mejor empezase y que debiese concluir más tristemente, no es posible
imaginar.

Mi hermana alegre y feliz galopaba delante de nosotros llevando a su lado a Gifford; María
y yo en vez de imitarles en su rápida carrera, íbamos paso a paso siempre juntos,
cambiando esas dulces miradas, seguidas de palabras, que se escapan furtivas e
inconcientes del corazón en los primeros albores del amor.

De repente la voz de los peones turbó nuestro elocuente silencio. Habían visto caer a Jane y
corrían a prestarle sus servicios. El polvo que levantaron sus caballos al pasar hízonos
imposible ver lo que había sucedido y sólo después de algunos momentos llegamos al lugar
en que había ocurrido la caída.

Jane estaba aún en tierra, y a pesar de los esfuerzos de Gifford, permanecía sin sentido. Los
peones trajeron en sus sombreros agua de una represa que estaba a poca distancia y
mojándole las sienes conseguimos volviera en sí y pronunciara algunas palabras
incoherentes. Pronto me apercibí de que mi pobre hermana había sufrido alguna grave
fractura en la caída y que le sería imposible volver a montar a caballo. Díjonos uno de los
peones que no muy distante había un rancho de una conocida suya y que allí podríamos
llevarla; lo que al punto efectuamos acostándola en dos ponchos tomados de las puntas.

El campesino americano es eminentemente hospitalario. La mujer dueña del pequeño
rancho puso a nuestra disposición con la mayor solicitud su pobre catre de cuero, y allí
ayudado por ella y la afligida María procedí al reconocimiento.
El hombre lleva en sí mismo un instinto misterioso que le acompaña en todos los instantes;
ya le llame fatalismo ya providencia, fía en él y se entrega sin reparo a su poder; pero es
siempre confiando en la felicidad como en un derecho, como en su patrimonio natural, y
cuando el desengaño le sorprende en medio de sus ilusiones, acusa puerilmente alguna
circunstancia y se afana en convencerse de que sólo un accidente imprevisto ha podido
defraudarle de su porción de felicidad.

La pobre Jane acusó siempre a aquel inocente paseo a caballo de ser la causa de todas sus
desdichas. Sin él no hubiera quedado coja, estropeada al grado de no poder andar sin el
importuno auxilio de una muleta; sin él hubiese conservado aquellos atractivos que tanto
influían en el corazón de su amante, lo que ciertamente no habría impedido que, cuatro días
después de la caída, éste recibiese una carta urgente de Buenos Aires llamándole con
instancia para que de allí se embarcase para Inglaterra con el plausible objeto de ir a recibir
la valiosa herencia que acababa de dejarle un tío desconocido. La despedida fue terrible: la
enferma parecía adivinar su suerte. El amante prometió, juró y partió.

Yo creí de mi deber advertirle desesperaba poder conseguir que mi hermana no quedase
defectuosa; pero él me contestó estrechándome contra su corazón: ¡Seremos hermanos
hasta la muerte!

De Buenos Aires escribió una carta muy tierna a la pobre coja, asegurándole que su
desgracia probable, en lo más mínimo no alteraba su propósito de hacerla su esposa, y que a
su vuelta serían felices...

Esta fue su última carta; seis meses después de su llegada a Inglaterra se casaba con una
parienta joven muy hermosa, que parecía tener derechos más válido que él a la nueva
herencia.

Jane esperó dos años con imperturbable confianza; con ojos lloroso y semblante sereno
asistió a mi casamiento asegurándonos no tardaría mucho en imitarnos. Tal confianza no
hacía sino desgarrar mi corazón, a pesar de ignorar yo aún el casamiento de Gifford que
sólo supe algunos años después, por un viajero a quien pedí noticias del amigo,

Pasaron los años, el nombre de Carlos salió con menos frecuencia de los labios de la
desdichada Jane, marchitóse su juventud, su cuerpo estropeado se encorvó bajo el doble
quebranto del dolor moral y de los sufrimientos físicos, volviéndose su carácter esquivo y
atrabiliario así que la esperanza huía para siempre de su corazón.

Poco a poco pudo notarse que el sentimiento religioso se apoderaba exclusivamente de su
alma: pasábase largas horas encerrada en su cuarto arrodillada con su Biblia en las manos.

En el curso de mi vida he tenido ocasión de observar que los devotos protestantes tienen un
fondo de acritud intolerante en sus ideas, que por manera alguna he hallado en los católicos
americanos. Se me figura que estos, más penetrados de la caritativa mansedumbre del
Crucificado, sienten, comprenden y practican la verdadera doctrina evangélica, mientras que los severos y esquivos protestantes parecen sólo poseídos del tremendo espíritu del
Jehová apocalíptico.

La constante lectura de la Biblia, para un alma enferma, lo digo por experiencia hecha en
mi hermana, en vez de endulzar las amarguras, en vez de calmar los dolores, imprime al
carácter un sello de dureza y severidad que aleja y repele.

Como mi mujer es católica, cuando nos casamos se agitó la cuestión religiosa, y a pesar de
que en la República Argentina el sentimiento religioso es todo menos que poderoso, sin
embargo, por muchas y diversas causas, fue necesario dar algunos pasos. La tolerancia de
cultos es admitida; pero sólo en Buenos Aires se encuentran templos y sacerdotes de
nuestra religión.

Mi hermana, la apasionada y dichosa novia de Gifford, en nada parecida a la devota y
escrupulosa protestante de ahora, no hallaba inconveniente alguno en que yo, protestante,
me casase con una católica, en la iglesia de San Luis, jurando educar a mis hijos en la
religión católica, pues entonces lo veía todo puramente con los ojos del amor, pareciéndole
justa y santa la unión de los que se aman. Que quien mucho ama mucho disculpa, y así
pudiera decirse que aquel que más ama, más ve, más comprende.

María está muy lejos de tener una inteligencia privilegiada: puede más bien asegurarse que
es tardía de comprensión y pobre de imaginación. Educada en San Luis, todos sus
conocimientos se reducen a saber leer y escribir no muy bien, coser, hacer café de cebada
que tanto gustaba a su padre, injertar rosas, cuidar de sus gallinas y rezar. ¡Oh, cuántas
veces en las noches de los primeros años de nuestro casamiento la he visto arrodillada
delante de una imagen de la Virgen del Rosario, teniendo a su lado a las mellizas que con
sus cabezas rubias y sus manecitas juntas semejaban la corona de ángeles que adorna el
fondo de una estampa francesa de la Virgen, muy común en la América, mientras que Juan,
mi hijo mayor, y dos criados que lo han visto nacer, hacían coro repitiendo la constante
invocación a la madre de Dios! Más de una vez el dulce y tranquilo acento de aquella
madre rodeada de sus hijas y de sus criados, pidiendo el pan de cada día al Padre nuestro,
arrancó dulces lágrimas de mis ojos.



Capítulo III



Mi casa.- Modesta felicidad- El cabrero.- Dios es nuestro padre, y su misericordia se revela
de todos modos.



Sorprendido un compatriota que pasó por aquí de viaje para Mendoza, de que después de
tantos años de permanencia en Sud América yo no deseara volverme a Europa, le invité a venir a mi casa rogándole aceptara nuestra hospitalidad durante el poco tiempo que debía
quedarse en San Luis.

Mi pequeña propiedad, situada fuera de la ciudad a unas pocas cuadras de la plaza,
pertenecía a mi suegro, el cual a su muerte nos pidió encarecidamente no nos
deshiciésemos nunca de ella.

La casa de un solo piso y de adobe como lo son aquí todas por lo general, blanqueada por
dentro y fuera, con tres ventanas que en vez de rejas ostentan verdes enredaderas cubiertas
de hojas todo el año, tiene la ventaja de estar rodeada de árboles por todos lados, lo que nos
procura el doble beneficio del fresco y de la sombra. Además en el patio, que es bastante
grande, hay dos pies de parra que extienden sus nervudos brazos en rededor durante los
meses del verano formando una lujosa techumbre, debajo de la cual se reúne la familia
durante las horas del sol. Allí cosen y bordan las niñas incesantemente ocupadas de alguna
tarea útil y provechosa, al lado de su madre, mientras Jane teje su eterna calceta. La
conversación de las gemelas es siempre viva y animada, acompañada constantemente de los
trinos del canario de copete negro, que está en su jaula de cañitas colgado de la parra, del
cardenal y una calandria que parecen disputarse el placer de gorjear a cual más; mientras el
loro de mi hermana, a una respetuosa distancia de su ventana, charla que se las pela, en
tanto llega el momento de recibir su ración de pan mojado y una tajada de zapallo cocido.
Las niñas charlan, ríen, hablan con sus pájaros, cantan, están siempre alegres y dan sus
vistas de vez en cuando a la cocina, porque ya tía Marica está muy vieja, ha visto nacer a su
madre, y suele si se descuidan quedarse dormida mientras hierve su puchero y se guisan los
pichones.

¡Oh, tía Marica está vieja, pero no olvida sus antiguos hábitos; tiene una pasión despótica
que la domina y hace que sus manos estén más gruesas y callosas que la corteza de un
queso: barre con furor, con amor, y sólo está en su elemento cuando empuña su colosal
escoba, que maneja con maestra facilidad! El mes de mayo es el mes de sus encantos; las
hojas secas que caen de la parra son un delicioso pretexto para que ella despliegue su celo y
barra con más, más constancia que la que ponen las hojas en caer.


Las niñas arreglan la sala, acomodan prolijamente nuestro cuarto de dormir, y corren con
todos los modestos enseres de comedor, pero ¡ay de ellas si llegan a tocar una escoba!
¿quién se atreverá a usurpar los derechos de la barredora modelo? no faltaba más; sería
capaz Ña Marica de quemar ese día sin piedad cuanto pusiese al fuego. Hasta la inflexible
Jane, hubo de ceder: no hay remedio, no es posible oponerse. Cuántas veces hay todavía
estrellas, aún está lejano el día y ya el ruido cadencioso y grave de su escoba me despierta,
haciéndome recordar los misterios de la terrible balayeuse, que por tantos años puso en
alarma a todos los habitantes de una comarca.

Ya que se trata de mi casa, justo es que no olvide a uno de sus más importantes moradores;
a tío Pedro, antiguo esclavo de mi suegro, admirable agricultor, tan tesonero para carpir
como Ña Marica para barrer; es muy reservado, habla poco, y las más veces no responde
sino por señas. Libre desde mucho tiempo, pues aquí, gracias a Dios, no existe ya la
horrible plaga de la esclavitud, conserva por sus amos el mismo respeto, la misma sumisión que en otros tiempos, por largos años negándose a admitir paga de ninguna especie:
contento con vivir a nuestro lado, y ayudarnos de todos modos. Tío Pedro cuida los árboles,
siembra la huerta, interviene en todas las faenas de la labranza, y aún le queda tiempo para
ocuparse de mi caballo a quien profesa un carió entrañable; con éste habla incesantemente,
le canta en mozambique, le hace sus confidencias, le riñe y explica el porqué de los
cuidados prolijos que le prodiga; y lo que hay aún de más extraño, baila y hace cabriolas
delante de buen tordillo, como si pretendiera divertirlo. Ña Marica dice que tío Pedro es
loco, y éste creo que fía más en la inteligencia del caballo que en los juicios de la ilustre
barredora. sin embargo, viven en santa paz y son para nosotros como amigos.

Aquí tenemos que luchar con la falta de agua, y Dios sabe que mis árboles suelen estar de
vez en cuando más sedientos de lo que estuvieran si de mí sólo dependiera. Pero como el
agua que riega nuestros campos es artificialmente traída del Chorrillo, los propietarios
debemos conformarnos con tenerla sólo una vez por semana.

Mi mujer y mis hijas festejan el día del riego con grande alegría, ocupándose
exclusivamente en recorrer sus árboles favoritos, descubrir los renuevos de las plantas,
visitar las almácigas, los injertos, y recortar los gajos secos de los rosales, que crecen en
abundancia bajo la sombra de dos perales, creyendo percibir en pocas horas la benéfica
influencia del agua, que corre mansa y cristalina al pie de los álamos, por la pequeña
acequia, para derramarse en seguida por toda la hacienda.

Mi huésped empezó por admirar la regularidad y elevación de mis álamos, tan frescos y
frondosos, alineados como soldados prusianos, creciendo su admiración a medida que
penetrábamos en el interior de la quinta formada de durazneros magníficos, perales de
exquisita calidad, sauces y gigantescas higueras.

Después de haber recorrido toda mi propiedad, que es de dos cuadras y media, en la cual
además de los árboles y las plantas que nos prodigan flores olorosas, que tanto bien hacen
al espíritu, tengo la hortaliza necesaria para la mesa, el trigo y el maíz que cosecho para el
consumo de la familia y de todo aquel que llama a mi puerta, presenté el nuevo huésped a
mi familia.

Como era ya cerca de la hora de comer, poco tiempo después de nuestra llegada las señoras
nos dejaron solos; al momento comprendí que mi mujer y mis hijas se afanarían por tratar
al recién llegado lo mejor posible, agregando algún extraordinario a nuestra comida diaria.
En efecto, gracias al palomar que olvidé mencionar, y a algunas peras del año pasado que
nunca faltan, debido a la prolijidad con que mis hijas, después de tomarlas del árbol medio
pintonas, las repasan con un paño muy fino para quitarles el polvo y las envuelven en una
sucesión de papeles, colocándolas en la despensa, la comida fue excelente, sin olvidar
cierto vino aromático de Mendoza, que salía en las grandes ocasiones, y algunos higos
secos.

Felizmente, Jane, que estaba en uno de sus mejores días, hizo muy buena acogida al
compatriota; aumentando mi contento el ver que, sin darse cuenta, respondía en inglés a
todas las preguntas que éste le hacía, volviéndose poco a poco la conversación muy animada, pues mis hijas lo hablan muy regularmente y María lo entiende aunque no lo
habla.

Al postre llegó muy oportunamente Ño Miguel, el pobre ciego que enseña el arpa a las
niñas; y después de la comida obsequiamos a nuestro huésped con algunos dúos de arpa y
canto, acompañando alternativamente Sara y Lía a su viejo maestro.

Es éste un tipo original. Viejo y ciego, viene todos los días desde su rancho montado en su
caballito que obedece a su voz como un perro, trayendo siempre consigo y por sola
compañía el arpa, su inseparable compañera, fabricada toscamente por él mismo, del tronco
de un algarrobo; y cuyas cuerdas muda de tiempo en tiempo, mediante el sacrificio de uno
de los cabritos de su pequeño hato.

Ño Miguel vive solo, ya pesar de su absoluta ceguera y de su avanzada edad, va de un lado
a otro, ya sea a pie o a caballo, con singular acierto.

Redúcese su vida a cuidar de sus cabras, eso sí, siempre seguido de su perro Chocolate, que
le sirve para repuntar su ganado, cuidarlo durante las horas del día y guardarlo de noche,
echado ala puerta del corralito.

Hay que advertir que, como las cabras madres son muy juguetonas y olvidadizas, es
necesario quitarles los cabritos así que nacen, pues de otro modo les darían muerte a fuerza
de brincos y estrujones; teniendo por fuerza que cuidar de que los recién nacidos mamen
dos veces al día, así que la locuela de la madre ha brincado y correteado a sus anchas.
Acostumbran aquí para mayor comodidad señalar la madre y el hijo, para evitar confusión,
pues así que el cabrito mama algunos minutos, su madre lo reconoce y cumple gustosa sus
deberes maternales.

Lía y Sara contribuyen a la operación cada semana con un gran atado de cintas viejas y
trapitos de colores que llevan ellas mismas al ranchito de su maestro, teniendo especial
cuidado de recomendarle no mezcle unos colores con otros.

¡Cuánto no he admirado la Providencia al ver este anciano solo y sin vista bastarse a sí
mismo, con la sola ayuda de su perro, sin recurrir a la caridad de nadie! ¡Cuántas veces
acaté tu sabiduría, Dios de bondad, que das vista a los ciegos, y ciegas a los más lúcidos y
acertados!

Pero a esto solo no se reduce la vida del cabrero que es también músico y poeta. Ño Miguel
quiere mucho a sus cabras, les dedica todas las horas de su día, que empieza al rayar el
alba; pero luego que al caer la tarde sus compañeras van a dormir, y que el perro viene a
lamerle las manos en señal de adhesión antes de empezar su velada, el anciano sentado a la
puerta de su rancho templa el arpa y empieza sus caras melodías; allí su alma se exhala en
sentidos y melancólicos acentos.

El poeta canta su ganado, canta la frescura de la mañana, el aroma de las auras, y hasta las
tinieblas en que vive sumido. ¡Extraña inspiración! Nunca sale una queja de sus labios,
nunca una palabra de amargura; su alma rebosa siempre de reconocimiento por los infinitos dones que el Señor le dispensa, y al escuchar su ferviente acción de gracias nadie la creería
emanada de corazón de un ciego, pobre y abandonado que no percibe ni el tibio rayo de la
luna que baña su cabeza cana. Cuando el poeta está solo, canta siempre la naturaleza: pero
cuando hay alguno que le escuche, su poesía no es ya el perfume del corazón que desborda.
Entonces en cuidados y bien medidos versos, el vate de la pampa con ardoroso entusiasmo
narra algún hecho histórico, y su poesía tomo el carácter de la epopeya.

La leche de sus cabras, que vende a ínfimo precio, le basta para mantenerse él y su perro; y
en cuanto al caballo siempre flaco, vive de la escasa yerba que nace en el campo.

Es de advertir que en todos los bailes Ño Miguel es la primera persona en quien se piensa,
como en la única indispensable, pues se presta siempre gustoso a tocar con infatigable
constancia, noches enteras, sin querer admitir paga de ninguna especie y teniendo las más
veces que irse de la casa del baile a sacar al campo sus cabras sin haber descansado ni un
instante.

Algunas veces le hablé de la posibilidad de volverle la vista por medio de la operación de
las cataratas, per su respuesta fue siempre: “Hágase la voluntad de Dios, que me quitó los
ojos, como algún día me ha de quitar la vida; mientras tenga las cabras y el arpa no necesito
más.”



Capítulo IV



Educación de mis hijas; aspiraciones de la madre.- La sociedad reposa en la familia: la
felicidad pública depende de la felicidad privada.



Mi huésped estaba encantado y no se cansaba de alabar la hermosura y gracia de mis hijas,
cuyo candor se retrataba tan claramente en sus rostros.

No conociéndolas íntimamente, las mellizas parecían tener un carácter tan semejante como
sus cuerpos. Pero Sara, la que nació último a quien llamábamos la mayor, era más
reservada que su hermana, aunque ambas eran tan tiernas y sensibles que podía
comparárselas a la mansa y pura corriente que se conmueve al más leve soplo de la brisa;
las impresiones era menos duraderas en la risueña Lía que en la reflexiva Sara. Por lo
demás igualmente sumisas y cariñosas con su madre y conmigo, eran la más preciosa joya
de nuestra casa.

Su educación, obra exclusivamente nuestra, distaba mucho de ser brillante; su madre
habíales enseñado cuanto ella sabía, y no era ya poco para mí el que imitasen en todo a tan
buen modelo; pero como los padres, y especialmente las madres, se desviven porque sus
hijos sepan más de lo que ellos jamás supieron, ni sabrán, María no cesaba de pedirme, desde que las niñas empezaron a hablar, les enseñara el inglés y todo cuanto es costumbre
sepan las niñas bien educadas en Inglaterra. Yo, que respecto ala educación de la mujer
americana tengo ideas muy diversas de las que generalmente se profesan aquí, le respondía
siempre que lo poco que ella sabía había de ser mucho más provechoso a nuestras queridas
hijas, que cuanto yo pudiese enseñarles. No que fuese mi intención descuidar
absolutamente su educación, sino por creer que aquellos conocimientos generales de alto
interés, que sobre ciertas materias debe por fuerza adquirir una señorita destinada a vivir en
Grovesnor Square, siempre sería tiempo de enseñarlos a mis dos puntanitas, luego que
supiesen cuidar de la casa, componerse su ropa, preparar el café con el esmero que su
madre, y alabar de continuo al Dios bueno que no se cansa de prodigarnos sus favores.

En la República Argentina la mujer es generalmente muy superior al hombre, con
excepción de una o dos provincias. Las mujeres tienen la rapidez de comprensión notable y
sobre todo una extraordinaria facilidad para asimilarse, si puede así decirse, todo lo bueno,
todo lo nuevo que ven o escuchan. De aquí proviene la influencia singular de la mujer, en
todas las ocasiones y circunstancias. Debiendo no obstante observarse que ésta, soberana y
dueña absoluta, como esposa, como amante y como hija, pierde, por una aberración
inconcebible, su poder y su influencia como madre. La madre europea es el apoyo, el
resorte, el eje en que descansa la familia, la sociedad. Aquí, por el contrario, la madre
representa el atraso, lo estacionario, lo antiguo, que es a lo que más horror tienen las
americanas; y cuanto más civilizados pretenden ser los hijos, que a su turno serán
despotizados por sus mujeres y sus hijas, más en menos tienen a la vieja madre, que les
habla de otros tiempos y de otras costumbres. Muchas veces me ha lastimado ver una raza
inteligente y fuerte encaminarse por un sendero extraviado, que ha de llevarles a la anarquía
social más completa, y reflexionando profundamente sobre un mal cada día creciente he
comprendido que el único medio de remediarlo sería robustecer la autoridad maternal como
punto de partida, inspirando a los hijos el respeto del pasado y haciendo que los padres no
sacrifiquen sus más caras prerrogativas a un necio movimiento de vanidad.

El espíritu de independencia que agitó estos pueblos y les inspiró la idea de emanciparse de
la España, aún fermenta y es su mayor mal. El odio a la autoridad de un poder añejo e
irracional, representado por los viejos de la tierra, pues el año 10 los patriotas podían
conocerse, casi sin excepción, por el color de sus cabellos, les ha hecho lanzarse en el
extremo opuesto.

¡Guerra a la España! ¡Guerra a esa autoridad y a toda autoridad! Así la lógica de sus
aspiraciones llevó a estos pueblos a odiar todo lo viejo, todo lo pasado, sacrificando a sus
mayores, a sus padres y a todo lo que no era joven y nuevo. Volvieron sus miradas a la
Francia: la revolución con su cabeza laureada, sus pies de hierro y sus brazos sangrientos
parecíales lo supremo de la perfección, y a imitación de aquellos sublimes locos trataron
de levantar el nuevo edificio social sobre las ruinas de la antigua colonia. ¡Error sublime de
candor y buena fe!

Enseñar la fe por la duda, el fin sin el principio. Los hijos desdeñaron lo que sus padres
habían aprendido, y a su turno fueron también desdeñados; y así de generación en
generación va transmitiéndose un mal cada día más apremiante. La educación que aquí dan
a los hijos, y cuando digo aquí, hablo de toda la República, es semejante al atavío del guaso paraguayo: con sombrero para saludar, pero sin camisa para cubrir su desnudez. Llénanse
los muchachos de teorías inaplicables al país en que viven, persuádense al salir del colegio
que están en Londres o París y que la máquina del edificio social no espera ya para
funcionar sino el ligero impulso que ellos van a darle, y el error es tanto mayor, cuanto que
los inconvenientes del europeo son aquí facilidades y viceversa; resultando confusión por la
manía de querer aplicar un remedio opuesto al mal de que adolecen.

Las niñas, a su turno, educadas para muñecas, sabe comprender que mamá y papá no
hablan ni entienden el francés; pero no llegan a descubrir que su pobre madre es una
honrada señora que se sacrifica por ellas, y por su piano y por su inglés y su francés, al
grado de remendarse sus medias ella misma, para ir muy de mañana al mercado a comprar
la comida, mientras las niñas duermen, tranquilas y confiadas, el sueño de su juventud.

En cuanto al padre no es poca dicha si da con una buena mujer, que le ayude a llevar con
paciencia el placer de pasar el día y la noche trabajando incesantemente, en un mostrador o
detrás de los tercios, para oír decir a sus queridas hijas, sentadas a la ventana, tan frescas y
lozanas como repollos: Ese que pasa, ¡ah! ¡es un tonto! un tendero, como quien dice una
bestia inmunda, que no tiene derecho ni a ser mirada; y el pobre padre se avergüenza de su
profesión, del trabajo con que ha ganado honradamente su pequeña fortuna, y sufre un
extraño fenómeno: le parece que sus hijas tienen razón. ¿Y cómo no? ¿acaso no han
aprendido más que él? ¿acaso habrá gastado él su dinero para que sean lo que él fue? No,
señor, tienen razón, ¡ay! ¡y qué hermosas son! ¡qué vivas! Es necesario redondear el
negocio, vender la tienda. ¡Oh! no, ¡qué idea! Su hijo mayor podría...! Pero qué! Si es tan
instruido, está estudiando para doctor, como quien dice para sabio; es rebajarlo, y quien
sabe...con el tiempo, llegará a escribir un diario, será convencional y de ahí a ministro...

¡Oh! es cosa hecha. ¡Pobre viejo! calcula, hace cuentas y se equivoca pro vez primera en su
resta, porque las niñas son cada día más exigentes, y se alegran de que Papá no esté ya tras
del mostrador, sino pronto siempre para llevarlas acá y allá, mientras Mamá cuida la casa,
limpia, cose, y hace de comer las más veces...y todo, porque ellas sean felices y luzcan y
quieran a su madre. ¡Miseria humana!, y sus hijas ni siquiera lo notan y les parece tan
propio, tan en el orden de la naturaleza. La juventud es la felicidad. ¿Acaso podrá nadie
negarles el derecho de ser felices que tienen siendo jóvenes y bonitas? ¿Qué importa que la
madre muera de cansancio y el padre por haberse equivocado en sus cuentas? Ellas se
casan, y entonces todo va bien; o no se casan, y el desengaño llega con su cortejo de
miserias, tarde o temprano...

Gracias a Dios, tan triste cuadro no sirve sino para hacerme apreciar doblemente mi
felicidad. Mis hijas, que están acostumbradas a mirar a su madre como a la imagen de
cuanto hay más noble y santo sobre la tierra, saben que en la vida la felicidad no se
encuentra sino limitada, y que para ser dichosos basta la calma de una conciencia tranquila
y la fe en nuestros deberes.



Capítulo V

Carácter de mi hijo.- Su mala educación.- Justos temores de mi parte.



En cuanto a mi hijo, fuerza es convenga en que su porvenir me preocupa
extraordinariamente. Enfermizo hasta los quince años, ha sido mimado por su madre más
de lo que convenía a su interés, y de aquí resulta que su educación ha sido mala. Debo
confesarlo, voluntario y rebelde, fue por mucho tiempo el tirano de la casa; sin que bastaran
mis consejos ni mis amonestaciones a convencer a María del mal que a su Benjamín hacía.

Muchas veces me decía: “Tú mismo dices que me debe dos veces la vida; déjame que
complete mi obra: es tan delicado, tan sensible, que no es posible aún tratarle sino con
dulzura, ya vendrá el tiempo, y además tiene tan buen corazón, es tan sensible.”

Efectivamente, de día en día hacíase visible en él una excesiva sensibilidad, que se
manifestaba con los síntomas más alarmantes; a la menor palabra dura de su madre, y Dios
sabe si la tenía jamás para nadie, entraba en un acceso tal de desesperación nerviosa,
acompañada de lágrimas y gritos, que más de una vez os puso en alarma.

Poco a poco esa irritabilidad fue degenerando en una hipocondría muy marcada. Siempre
taciturno y silencioso, su juventud se revelaba apenas en su semblante pálido y mustio.
Nada parecía amar especialmente, y si no fuese porque habiendo sondeado su inteligencia
la hallé rápida y clara, era tanto su desapego por el estudio o cualquier ocupación seria, que
le hubiese creído imbécil. Solo siempre, y sin amigos, Juan no aprovechó de la instrucción
sino a medias, aprendiendo tan sólo a leer y escribir. En vano traté de dedicarle al cultivo
de mi pequeña chacra, pintándole la agricultura como la más noble de todas las
ocupaciones, como la más independiente, sujeta sólo a las mudanzas del tiempo. No me
gusta, fue su respuesta: prefiero mi caballo.

Siempre a caballo desde el venir del día, ocupábase exclusivamente de este animal; todo su
afecto parecía concentrado en él.

Salía de mañana, pasaba todo el día fuera de casa en correrías de un lado a otro, y con
frecuencia su madre le esperó inquieta hasta muy entrada la noche. Tales disposiciones me
sugirieron la idea de mandarle a alguna estancia; pero aquí intervino también la influencia
de la madre para pedirme no le obligara a marcharse lejos de nosotros, alegando mi buena
María que si su hijo no tenía virtudes tampoco tenía vicios, y rogándome esperásemos algo
más.

Entre tanto el tiempo pasaba, su cara se cubría de barba, y cada día su indiferencia por el
trabajo crecía, y con ella mis preocupaciones y temores.



Capítulo VI


Mi huésped se despide.- Acepto sus generosas ofertas.- Tristes recuerdos.-El hombre justo
debe ser resignado.



Nuestro huésped se marchó al cabo de dos días. Al separarse de mí me abrazó enternecido
diciéndome: “Envidio la tranquila dicha que ustedes disfrutan: quiera el cielo concederles
se prolongue hasta el fin de sus días. Yo no puedo ya imitarles, estoy casado en Inglaterra;
tengo allí hijos, y Dios sabe que en nuestras grandes ciudades el camino de la virtud es más
áspero y difícil. Recuérdenme ustedes algunas veces, amigos míos; tengo fe en esos
recuerdos.”

Prometile enternecido no olvidar aquellos dos días que tan gratos habían sido también para
nosotros, y como me rogaba le hiciese algún encargo, le pedí me nadase desde Mendoza
algunas bagatelas para mis hijas y los últimos números del Edimburg Revue que hacía
tiempo no recibía. Esas eran las solas noticias de Europa que me interesaban. Amo la
ciencia, lo confieso; a veces me acuso de ello como de una falta, porque yo también he
tenido mis horas de fiebre. En este oscuro rincón de la tierra me he sentido a veces
destinado a descubrir uno de sus más recónditos secretos. Yo me acuso, Dios mío, de
haberme creído por algunos, por muchos años, elegido por tu mano; de haber tomado el
fuego de mi alma ardiente por un destello de tu luz. ¡Bendito seas, y una y mil veces, Dios
poderoso! Mis labios y mi corazón repiten con creciente fervor esta acción de gracias.

¡ Me acuso! Mi secreto lo descubrió un alemán por acaso, cuando ya tocaba yo el logro de
mis esperanzas, la realización de mi sueño. ¡Aquí me faltaban tantas cosas indispensables! ¡
Ah, pero no me faltaste tú, dispensador de bienes infinitos! Mis hijas fueron siempre puras
y bellas, mi huerta se mantuvo frondosa, el pobre me bendecirá hoy como ayer, el pan no
ha escaseado nunca, la cosecha ha sido abundante. ¡ Dios de bondad, has descendido a mi
corazón! El mundo no acatará el nombre de James Wilson, nadie se acordará de él para
envidiarle una gloria perecedera. el pobre médico inglés morirá oscuro.

La jornada no ha sido siempre fácil, pero el valor no me ha faltado jamás.



Capítulo VII



Sinsabores y remordimientos.- En las tribulaciones debemos alzar nuestros ojos al Cielo Apenas han pasado ocho días y ya hemos visto turbada esa tranquila dicha que tanto nos
envidiaba nuestro huésped. El asiento de mi hijo está vacante, su madre llora todos los días
al decir la acción de gracias con que damos principio a nuestra comida y no olvida nunca
pedir a su especial bienhechora, la virgen del Rosario, proteja al hijo ausente.

El arpa está muda, las niñas ya no tocan; Jane quiere, a fuerza de rigor, consolar a mi pobre
María, reprochándole su falta de conformidad, y la buena de mi Santa se esfuerza en
reprimir su llanto materno, ¡por no ofender al que todo lo ve!

Juan se ha hecho soldado: se marchó dejando tan sólo una carta para mí; no dice adonde va,
ni con quien. Sólo me habla de su decisión por la Patria y de estar dispuesto a dar por ella
su vida; no se ha despedido porque preveía que nos opondríamos a su partida. Nada pide;
pero en cambio deja aflicción, llanto e incertidumbre tras de sí. Se ha llevado su caballo y
su apero. Si a lo menos lo hubiésemos sabido, algún dinero le hubiera dado; pero ni una
palabra, ni el más leve indicio que revelara su designio. ¡Pobre hijo mío, le miro ya
perdido! ¡Con tal que vuelva!

“Buenas tardes, maestro,” oigo desde mi cuarto decir a las niñas que están dando de
merendar a las gallinas.

“Buenas tardes –respondió Ño Miguel -, ya traigo noticias del pájaro. ¿Y don Jacobo?”

“Papá –replicó Lía- está en su cuarto; ¿pero que quiere usted decirnos con eso del pájaro?”

Digo, que ya me lo temía yo: en donde asoma el demonio, hace de las suyas. ¿Y la señora?
pobre madre, de esta hecha no sé, me parece...qué calor hace hoy...¿cierto niñas? mis
pobrecitas cabras no lo han pasado bien”.

“Pero Ño Miguel –agregó Lía -, usted se ha vuelto loco, o yo desde que estamos tan tristes
me voy atontando”.

“Ya, ya... –respondió el cabrero -, no es para menos, soldado y con el Ñato”.

“Qué quiere usted decir, maestro?” –preguntó Sara acercándose le y tirando con distracción
el último puñado de maíz a las aves que piaban a su alrededor -. “Déjale, déjale –decía Lía
que estaba arrancando mosquetas blancas para su madre -, no ves que viene con los
pájaros”

Don Jacobo –dijo entonces el ciego dirigiéndose a mí como si me viese, parado en la puerta
de la sala -, le traigo noticias, siento mucho que sean malas, pero noticias son.”

“¿Qué ha sabido usted de mi hijo, Ño Miguel? –le pregunté al punto -, dígamelo todo, todo
aunque sea desagradable”.

“Eso mismo pienso yo –replicó -. Ha de saber usted que el Ñato ha estado en los cerros de
Videla con una partida gruesa, y sé que han andado arreando cuanto han encontrado, y como ese demonio tiene una lengua capaz de embaucar al más vivo, el pobre Juancito, ya
se ve, tan muchacho”.

“Pero amigo mío –repuse yo -, ese hombre estaba con los indios el año pasado, si mal no
recuerdo, y aquí las autoridades lo perseguían.”

“Linda broma el perseguirlo, esas son cosas de Juez tuerto: ¿quién se le ha de animar al
Ñato, que es como cacique de muchos indios y más cristianos? Vea señor, ese hombre
aunque tiene el corazón atravesado y no se acuerda nunca de un Dios que lo mira, sabe
ganarse la gente y poner ley a los indios; a fe que lo respetan, y lo que es con los cristianos,
se fusila media docena por la argolla de un maneador que falte; la gauchada lo quiere
mucho; dicen que van a Córdoba a hacer cumplir la ley”.

En tanto que el cabrero hablaba, Sara y Lía, que escuchaban atentas, me preguntaron si
podían dar a su madre las noticias que traía Ño Miguel de su hermano; pero yo les observé
que era necesario esperar todavía a saberlo de un modo positivo; en seguida invité a Ño
Miguel a sentarse para que continuásemos nuestra conversación.

El rústico anciano me explicó, como pudo, que el caudillejo a quien llamaban Ñato,
después de haber pasado toda su vida en pugna con toda clase de leyes, iba a hacerse matar
por ellas.

“Sí señor –agregaba -. Dicen que tiene muy buenas intenciones y que recibe cartas de unos
hombres muy de bien, que quieren hacer felices a todos; por más señas, que el sargento
Benítez, ese que tuvieron preso tanto tiempo, anda viendo de ganarle opinión por acá; es la
Cuica, la que me lo ha dicho: ella todo lo sabe...¿ usted no ha oído nada? Es verdad que
usted no se mete nunca en opiniones, y hace bien, ya se ve...”

“Ño Miguel, yo soy gringo” –le dije sonriendo.

“No lo digo por eso –replicó gravemente el cabrero -. No lo tome a ofensa, porque ya sabe
que somos amigos.”

“Por manera alguna, amigo mío –respondí estrechándole la mano -, bien conozco lo que
usted nos quiere; sólo sé que como extranjero, si bien amo esta tierra hospitalaria donde han
nacido mis hijos y soy tan feliz, no debo mezclarme nunca en las cuestiones que
desgraciadamente se agitan de continuo; mi hijo es cosa diferente, él tiene otros deberes.
¡Pobre hijo mío! ¡mucho me temo que falte a ellos por exceso de celo!”

El anciano respondió:

“Hágase su santa voluntad” –y se despidió en seguida, dejándome solo con mis
pensamientos.

Era ya cerca de oraciones, el horizonte teñido aún por los reflejos del sol poniente
prolongaba la luz crepuscular. Las nubes agrupándose unas tras otras iban perdiendo por
grados los tintes dorados y carmesí que ha poco teñían la bóveda de cielo de un azul
transparente; se destacaban, por entre los claros que dejaban, unas nubecitas blancas y
esponjosas como capullos de algodón, que al juntarse unas con otras, se convertían en
celajes cenicientos; el aire era tibio y balsámico; el silencio de la naturaleza incitaba a la
meditación.

A medida que la luz disminuye parece aumentar la melancolía de mi alma. ¡Sentado bajo
los árboles que planté con mis manos, rodeado de las flores aromáticas y vistosas que tanto
amo, mi pensamiento huye al inmenso y desnudo llano que se abre ante mis ojos, pienso en
mi hijo tan querido disputado por tanto tiempo a la muerte, y véolo niño rodeado de los
cuidados de su madre, que con infatigable celo amparó su miseria con el dulce calor de su
corazón, semejante a la tórtola que cubre los implumes hijos con las sedas que arranca de
su pecho. Uno a uno van pasando ante mí esos años de afanes y zozobras, hasta llegar el
momento terrible en que se me aparece en medio del desierto, sin más amparo ni guía que
los seres más abyectos y desgraciados en pugna con la sociedad y las leyes. Mi espíritu se
entenebrece, se me figura que tengo en ello más culpa que mi propio hijo, y el dolor arranca
lágrimas a mis ojos. Échome en cara mi imprevisión, mi fatal condescendencia, y llego
hasta desconfiar de la bondad de aquel que juzga y prevé las aciones humanas. Triste hora
para mi corazón, imagino que la felicidad ha huido para siempre, y lloro sin esperanza por
él y por mí.

El silencio de la noche trae hasta mí un confuso rumor de voces; todo me alarma, todo me
parece sospechoso, ¡tan triste está mi alma! ¡Santo cielo! es la oración de la madre
cristiana, que llega hasta mí para confortarme, para volverme a mí mismo. Sus hijas, como
el eco de una voz del cielo, responden dulcemente: ¡Santa María, Santa María!

Madre de Dios, exclamo cayendo de rodillas. ¡bendita seas! ¡no abandones a los que en ti
confían, ruega por nosotros y vuelve el hijo pródigo a la casa paterna!





Capítulo VIII



Carácter de nuestros amigos.- Influencia de ciertos libros



Después de la oración y luego que se han dado gracias a Dios a terminarse el día,
pidiéndole igual favor para el siguiente, nos reuníamos todos nuevamente en la sala para
tomar el té.

Las niñas traen las tazas que colocan sobre la mesa que está en el medio, preparan el agua
caliente en una caldera de cobre que brilla como si fuera de oro, gracias a su constante
prolijidad, acercan sillas a la mesa, cortan el pan en rebanadas que untan con delicada
manteca de cabra y previenen a Aunt Jane que está todo pronto. el golpe de la muleta de mi
hermana que se venta gravemente para ir a hacer el té, prerrogativa de que era tan celosa,
como Ña Marica de su escoba, me advierte que es tiempo de dejar mi libro para acercarme
a la mesa en donde yo solo falto, pues han venido ya todos los tertulianos.

Mi tertulia diaria la componían un pariente de mi mujer, hombre de cuarenta años, con
alguna fortuna hecha en las minas de Copiapó; de carácter jovial aunque algo desigual,
susceptible de veleidades, siempre muy preocupado del atavío de su persona y del buen
efecto de sus chistes.

Dios me perdone el mal juicio: creo que tiene pretensiones sobre Lía y, si he de ser más
explícito, juzgo que piensa en las dos hermanas con igual terneza.

Trae siempre noticias de los recién llegados y de la crónica de la ciudad; es no obstante un
ser inofensivo, que no hace mal a nadie y que estaría dispuesto a hacer bien, siempre que no
se tratara de dinero o cosas que lo valgan. Viste a la última moda (de Mendoza), usa reloj
monumental, y si no fuese por sus pretensiones de dandy sería candidato para gobernador:
por lo demás, absolutamente ignorante en toda materia, porque su cara algo arremolachada
ostenta un par de ojos tan pequeñitos que parecen más bien dos ojales, y una nariz algo
aplastada y berrugosa; sin embargo, es garboso y bien plantado, y nadie entra a una sala o
saluda a una dama con mayor tiesura y gracia que don Urbano Díaz: nombre que parece
hecho a propósito y de cual saca él gran provecho.

Cariñoso con mi mujer, urbano en extremo con mi hermana; sólo con las sobrinitas observa
una elegante reserva, que aumenta cada día a medida que las niñas crecen en años y
encantos: jamás se permite tutearlas, llámalas mis señoritas, y a pesar de venir todas las
noches infaliblemente, al recibir su taza de té repite el eterno doy a usted las gracias, está
delicioso.

Su compañero es todo lo más opuesto, tiene por nombre Amancio Ruiz y cuenta sólo
veinticuatro años. Pálido y delgado en extremo, ofrece un contraste singular con don
Urbano: y como si la naturaleza se hubiera complacido en hacer a estos dos hombre
destinados a verse todos los días, el reverso el uno del otro, dio a este dos enormes ojos
negros, sombreados de largas pestañas e inclinados siempre al suelo, como si el peso de
ellas le impidiese levantarlos de continuo. Don Urbano todo lo sabe, todo lo ve, con sus
ojitos chicos e inquietos, mientras Amancio parece vivir ocupado exclusivamente de un
pensamiento oculto. No sabe nunca noticias, habla poquísimo, descuida su traje con exceso
y cuida sólo sus hermosos cabellos negros que caen ensortijados sobre su frente pálida y
desenvuelta. Pobre y sin más recursos que su trabajo, vive con el mezquino sueldo de
secretario y consejero del señor Juez de Primera Instancia, alias el Tuerto, sueldo que es tan
sólo de cuatro pesos fuertes, teniendo que mantener con tan módica suma a su madre
anciana y a dos hermanas tan vanas y pretensiosas como enemigas del trabajo.

Amancio viene todas las noches durante una hora durante una hora y en seguida se vuelve a
trabajar, copiando y escribiendo cuanto se le presenta para aumentar su escasa renta. Durante el tiempo que está en casa, si la conversación es general, él permanece callado, con
los ojos bajos mientras no se le haga alguna pregunta; y eso muchas veces es necesario
repetirla, porque parece siempre ausente de pensamiento; sin embargo no hay en su mirada
nada de torvo ni empacado; al contrario, cuando haciendo un esfuerzo, que le cuesta
siempre un suspiro, levanta su hermosa cabeza, demasiado grande para su cuerpo endeble,
o su cuello largo y delicado, sus ojos dejan ver claramente a través de su pupila inteligente
y ancha un no sé qué de misterioso y profundo que atrae, pero que hace daño y causa
miedo, pareciendo que aquella mirada nos transmite algún dolor oculto y misterioso.

¡Pobre alma enferma! Desde su entrada en la vida, se consume presa en la cárcel de sus
aspiraciones; su imaginación ardiente y voraz le pinta sin cesar otro mundo, otro campo a
su vasta inteligencia, mientras que la cruel realidad le oprime entre sus garras.

Hijo de un soldado que murió combatiendo en tanto nacía él huérfano, que había
participado de todas las angustias que agitaron a la esposa que llora al marido ausente, y a
la madre que ve a sus hijos sin pan, Amancio vino al mundo entre lágrimas y escasez: su
vida debía continuar del mismo modo.

a los diez años quiso la suerte viniese a establecerse en San Luis un tío de su madre, que era
sacerdote, el cual tomó la familia bajo su protección y se ocupó de la educación del
huérfano. Desgraciadamente ese tío murió pocos años después, legando a su protegido sus
libros y algunos papeles de familia por toda herencia. La madre pensó desde luego
deshacerse del legado, como inútil, por uno pocos reales, junto con los pocos muebles que
le habían tocado a ella en herencia; pero Amancio, a pesar de su corta edad, suplicó con
lágrimas le dejasen sus libros y vendiesen más bien el armario que los encerraba, que era de
buena madera tallada.

Consintió en hora funesta la buena madre, y el hijo conservó su tesoro. el primero de esos
libros que leyó el puntano y le hizo una extraña impresión, fue un tomo trunco del
diccionario filosófico que escogió al acaso; en seguida la Ruinas de Palmira pusieron su
espíritu en tortura, y para completar su educación moral hubo de leer las confesiones de
Juan Jacobo Rousseau.

Imaginad a este nuevo mártir del pensamiento, encerrado ocho horas del día en casa de un
lomillero, aprendiendo el oficio, a media ración de pan para venir en seguida a su casa a
devorar la biblioteca de su tío, echado en un mal jergón, con el estómago vacío, a la luz
incierta del crepúsculo.

Cuánto debió sufrir esa alma joven y ardiente; qué alimento para un espíritu puro y nuevo,
sin más guía que su propia inspiración, sin más ley que los movimientos de su corazón.

Pronto cobró Amancio aversión al trabajo, pareciéndole corto el tiempo para empapar su
espíritu en aquel veneno sutil, que gastaba tan temprano los resortes de su alma. Dejó el
oficio, engañó a su madre , y por tal de tener mayor libertad para entregarse ala meditación
de sus libros queridos, se pasó días enteros sin probar alimento. Un día por fin, trajéronselo
a la pobre madre desmayado de la calle; el infeliz tenía fiebre. ¡Quién sabe desde cuando no
comía ni dormía! Amancio no me hizo entonces ninguna confidencia; sin embargo, desde que penetré en su mezquina habitación, sembrada de libros por todos lados y falta de
aquellas comodidades más indispensables para la vida, todo lo comprendí no teniendo
límites mi asombro a medida que leía los títulos de esos libros, compañeros inseparables
del infeliz lomillero.

Gracias a mis cuidados, recobró la salud, y desde ese momento me propuse salvarlo. Le
hablé sin rodeos, descubrí sin piedad una a una las heridas de aquel corazón joven
envejecido y por una monstruosa experiencia, logrando me confiara sus penas y se
entregase a mí.

¡Pobre niño! ¡Cómo se enterneció mi corazón cuando al cabo de seis meses de vivir con
nosotros, como hijo y siempre a mi lado, me dijo!:

“Señor, voy a pedir perdón a mi madre y a mis hermanas; quiero trabajar. conozco que ha
llegado la hora de pagar mi deuda: ¡soy muy culpable!”

Al punto me ocupé de buscarle una ocupación más adecuada a sus disposiciones
intelectuales, comprendiendo que su organización delicada y eminentemente nerviosa, no
se prestaba a ningún trabajo grosero y puramente mecánico. A haber tenido yo fortuna le
habría desde luego mandado a Buenos Aires a estudiar, como él ardientemente lo deseaba;
pero esto era irrealizable, pues mi profesión no me daba a ganar nada, reduciéndose mi
clientela casi toda a gente muy pobre a la cual era necesario las más de las veces llevar
hasta los remedios. Nunca consentí en recibir el dinero del necesitado.

Difícil era hallar nada mejor que aquel empleo de secretario del señor Juez, y no me costó
poco trabajo conseguirlo de aquel a quien yo no conocía y que a la verdad era personaje
poco accesible.

Cordobés de nacimiento y tuerto por accidente, el señor Robledo se consideraba una
lumbrera capaz de deslumbrar con sus rayos a todo el continente americano. Habiendo
pasado sus primeros años estudiando la jurisprudencia en sus ciudad natal, se fue en
seguida a Mendoza. Así que se graduó el doctor, quiso su mala suerte tuviera mal éxito en
todo cuanto emprendiera, y sobre todo que la generalidad no participase de su convicción
respecto la propia ciencia y talentos, lo cual contribuyó y no poco a volverle aún más
huraño y descontentadizo de lo que la naturaleza le había creado.

Lanzado en la política, perdió en ella tiempo, afanes y uno de los ojos de resultas de una
expresiva demostración de parte de uno de sus contendientes. En fin, de desgracia en
desgracia, y de caída en caída, llegó el hombre a San Luis. Aquí los dados se vuelven y
helo hecho un nuevo Mecenas, con honores y prerrogativas de todo género, pues, según
aseguran, el Gobernador no le niega nada y no deshace nunca lo que el tuerto manda.

Vale la pena de serlo, ¿quién sabe si a eso no debe aquel todo su favor de que saca tan buen
partido?

No lo sé, y esto es mera suposición; pero lo que si puedo asegurar es que mi protegido
debió exclusivamente la posición que cerca del Juez ocupaba, a ese defecto, pues éste se fatigaba extraordinariamente de escribir con un solo ojo y no hacía sino poner su
complicada firma a todo cuanto dictaba a su inteligente secretario, con el cual parecía
entenderse admirablemente.



Capítulo IX



Don Urbano tiene una buena ocurrencia, y Amancio me da que pensar



Una noche que según costumbre nos hallábamos reunidos alrededor de la mesa del té,
haciendo ya rato que la conversación había cesado, don Urbano, que generalmente era el
que daba la señal de la retirada, dijo con voz compungida:

“Parece que no hay medio de alegrar esta casa; ya no hay música, todos están tristes y juzgo
que esto no tiene fin. ¿Hasta cuándo, señoritas, ha de durar este estado tan odioso?”

Y como su mirada se dirigiese a las dos hermanas alternativamente, Lía respondió.

“Mamá está triste, don Urbano, siempre triste, porque como aún no hemos tenido cartas de
Juan: por esa razón no tocamos el arpa. ¿No es cierto, Sara?”

Sara miró a su madre, y viendo que ésta llevaba el pañuelo a los ojos, se volvió a su
hermana con aire de reproche. Mi hija menor se puso encendida y bajó los ojos tristemente.
Yo me había apercibido de todo y deseaba salir de la penosa situación en que nos había
dejado la partida de mi hijo, dije a la confusa Lía: “Tiene razón don Urbano, estamos
demasiado tristes; y si la tristeza se prolonga, nuestros amigos huirán de nosotros. Templa
tu arpa, hija mía, y cántanos algo.”

Lía miró a su madre con duda, y me respondió:

“No sé si mamá...”

“Canta, hija mía –díjole suavemente María -, la música me hará bien pero ven antes cerca
de mí”.

Lía se acercó a su madre, y ésta la besó en ambas mejillas.

Don Urbano, encantado del buen éxito de sus palabras, acercó el arpa con amable solicitud,
ofreció la llave a Lía, colocó el asiento y permaneció de pie a su lado.

Lía tenía una voz hermosísima, fresca y ágil; yo había sido su maestro y como mis
conocimientos musicales sólo se reducían a leer la música con facilidad, no pude enseñarle sino lo poco que yo sabía; sin embargo, como desde sus primeros años se ejercitaba en
imitar el canto de todos los pájaros, llegó a adquirir en este ejercicio tan asombrosa
maestría, que se me ocurrió la idea de dedicarla al estudio de la vocalización, procurándole
ese género de estudios y siguiendo la inspiración propia. En efecto, en poco tiempo cantó
con gran facilidad los más difíciles ejercicios, acompañándose ella misma, siendo de notar
que prefería siempre cantar con las menos palabras posibles. Hacía un arpegio, corría las
manos por las cuerdas del arpa, y un torrente de notas cristalinas y metálicas brotaba de su
garganta, sin idea fija, sin regla ni método, pero con la más encantadora facilidad y gracia.

¡Esa noche estuvo admirable! ¡qué lujo de dificultades! ¡qué trinos! Su voz tenía una pureza
de timbre extraordinaria, las notas parecían gotas de agua. Con la cabeza echada hacia
atrás, con los rubios cabellos agitados por la brisa de la noche que entraba por las ventanas
entreabiertas, Lía parecía el ángel de la inspiración juvenil y caprichosa desafiando al arte
humano. Por momentos creía verla remontarse al cielo desplegando ocultas alas; todos
estábamos conmovidos, María lloraba; pero sus lágrimas dulces y abundantes eran un alivio
para el corazón.

Don Urbano parecía petrificado, Sara contemplaba a su hermana con la expresión con que
los niños miran una pintura sagrada, con esa mezcla de respetuosa admiración,
¡acompañada de tanto amor! Jane parecía completamente dormida, y sólo la constante
agitación de sus párpados demostraba todo lo contrario. Amancio no estaba ya en la
habitación, nadie había notado su salida.

Cesó el canto, Lía vino nuevamente a abrazar a su madre y salió de la sala poco después,
seguida de su hermana. Don Urbano sacó el reloj y viendo que eran las nueve, se despidió
de nosotros, asegurándonos que en su vida olvidaría tan deliciosa noche. Fue entonces que
echamos de menso a Amancio; Don Urbano criticó mucho su inoportuna fuga, recomendó
con repetición a mi mujer saludara a las niñas y se marchó diciéndonos el consabido hasta
mañana. No dejó de preocuparme algo la conducta de mi joven protegido, causándome
desvelo gran parte de la noche esa circunstancia insignificante al parecer, pero que
tratándose de Amancio, a quien tanto quería, tomaba para mí grandes proporciones.



Capítulo X



Carlos Gifford. –Sorpresa. – Es un deber perdonar las ofensas



Al día siguiente muy de mañana, cuando me preparaba a montar a caballo para ir a hacer
visita a mis enfermos, se me presentó con una carta un hombre que parecía peón de
carretas. Al momento imaginé sería de mi hijo, y me apresuré a abrirla; pero viendo que no
era su letra, le pregunté quién se la había dado, a lo cual respondió habérsela entregado el
mozo rubio que venía de Buenos Aires y leí el nombre de Carlos Gifford.
Después de tantos años, este nombre se me presentaba como una evocación del pasado.
Preocupado con recuerdos dolorosos, sorprendido mi espíritu por lo inesperado, fijaba los
ojos en la carta, sin poder leer una sola palabra, sacándome de este estado la voz del peón,
que me pedía respuesta. No puedo contestar ahora, le dije, yo mandaré después, más tarde,
y me dirigí a mi cuarto con la carta, sin saber lo que pasaba por mí.

¿Qué podía quererme Carlos Gifford después de treinta años? ¿qué había ya de común entre
el opulento propietario de Inglaterra y el pobre médico de San Luis?

Carlos a quien tanto había yo amado y que tan ingrato se había mostrado con el amigo ¿qué
podía decirme? Abrí de nuevo la carta y leí con creciente emoción lo que sigue:



“James:

Si no conociera tu corazón, nunca hubieras recibido esta carta; sé que al encontrarte con el
nombre de Carlos Gifford al pie de estas línea, tu alma no sentirá ningún mal movimiento.
Perdóname aunque no lo merezco, porque el camino de la virtud no es igualmente fácil para
todos. Ya no soy rico, James, y éste es el mejor título que tengo a tu amistad.

Como vino mi fortuna así se ha marchado, he perdido casi todo en especulaciones
descabelladas. Hoy ya viejo y enfermo cuento apenas con lo necesario para concluir mi
vida.

Tengo un hijo, un hijo que es la única criatura que me ama; por él hubiera dado mi propia
existencia, por su felicidad sacrifico hoy mi orgullo, que sabes cuánto poder tiene sobre mi
corazón; ámale en nombre de lo que fui en otro tiempo para ti, guíale con tus consejos. Él
nada sabe de mi falta, tu harás a este respecto lo que halles conveniente, confío en ti y no
temo ya la muerte. Ya no nos volveremos a ver en la tierra. Pobre Jane, sírvale de consuelo
mi vida desgraciada siempre y sin amor. Todo se compra menos la felicidad.

Adiós

Carlos Gifford”

Londres, 27 de marzo de 185...



Cuando acabé de leer esta carta mi cara estaba bañada en lágrimas, el corazón me latía con
violencia; mi primer movimiento fue correr en busca del hijo de Carlos. ¡Joven, en tierra
extraña, lejos de su padre! Pensé en mi hijo y me dirigí a la puerta.

El recuerdo de Jane clavó mis pies al suelo. ¿Cómo recibiría ella al hijo de culpable
Gifford? ¿ Cómo anunciarle aquella extraña noticia? La idea de renovar tan amargos recuerdos en su corazón me hacía daño. Decidí consultar a María. ¿ Quién mejor que una
mujer podía fallar en cuestiones de sentimiento? ¿No son ellas la parte sensible del
universo? Mi mujer oyó leer aquella carta con extraordinaria emoción, y con una confianza
verdaderamente sublime exclamó:

Si Jane amó a este hombre, recibirá bien a su hijo, no lo dudes, ¡pobre Carlos! ¡pobre Jane!
Yo le hablaré, amigo mío; ve en busca de ese joven, no podemos cerrarle nuestros brazos.
Anda, dios me inspirará.

Poco rato después me dirigía yo en mi tordillo a la posta, avivando cuanto podía su andar
que nunca me había parecido más lento y acompasado; a mi llegada vi un grupo de
personas de diversos trajes y edades examinando un avestruz de clase rara, que hacía
esfuerzos por salirse de un pequeño corral en que estaba encerrado. En el momento
reconocí entre ellas al hijo de Carlos Gifford; la semejanza con su padre era completa, la
misma belleza de formas, el mismo rostro; le hubiera reconocido entre mil. Al punto me
dirigí a él, y aún me conmuevo al recordar la expresión de sus bellas facciones al tenderme
la mano diciéndome:

“Yo soy el que usted busca, porque usted debe ser amigo de mi padre, el doctor Wilson, a
quien vengo procurando desde Inglaterra”. Le abrí mis brazos y le besé como a mi hijo.

Bien hubiera querido volverme con él al instante; pero aunque había sólo media legua de la
posta mi hacienda, él insistió con tierna solicitud en que descansase, y yo juzgué muy
conveniente dar tiempo a mi buena María para preparar a mi hermana.

A medida que hablaba con el joven Gifford, le cobraba más afecto, apreciando por su
conversación sensata y franca las prendas de su corazón. Me habló con enternecimiento de
su padre, aunque, según me dijo, hacía poco tiempo que le había conocido, habiéndose él
educado en Escocia al lado de una hermana de su madre, que había muerto hacía dos años,
dejándole heredero de s pequeña fortuna.

Con una delicadez que acabó de ganarle mi corazón, me dijo que habiéndose arruinado su
padre en sus especulaciones en la India, él le había propuesto venirse a América a buscar
fortuna, debiendo el padre anciano disfrutar de aquella herencia que él le cedía sin reserva,
tomando estrictamente lo necesario para el viaje.

Tan noble rasgo debió conmover el corazón del ambicioso Gifford, recordándole los
buenos días de su pasado. La virtud del hijo inspiróle sin duda esa carta: ¡dichoso padre!

Jorge Gifford era un hijo modelo: más respeto, más desinterés no era posible tener. Durante
el camino me dijo que su padre le había hablado de nuestra antigua amistad, y que la
pintura que le hacía de mi carácter le había decidido completamente a venir a América. Me
pidió noticias de mi familia, y yo, que en llegando a ese punto me siento flaquear, creo que
pasé más de la mitad del camino hablándole de mis puntanitas. También le hablé de mi
hermana exagerando casi sin darme cuenta la esquivez de su genio; temía
extraordinariamente hiciese mala acogida a mi nuevo amigo, en cuya grata compañía hallé
corto y ameno el camino.


Capítulo XI



Llegada de Jorge Gifford. –Jane se muestra generosa. –Diferentes opiniones sobre un
mismo punto.



Las niñas se han puesto sus trajes de día de fiesta, y en compañía de su madre que ha
estrenado un vestido nuevo nos esperan en la puerta de la sala. Qué hermosas estaban, y
sobre todo qué idénticas. Gifford las saludó con una mezcla de admiración y de sorpresa
que dio motivo a que yo le dijese: “Qué tal, amigo mío; ¿las encuentra usted muy
semejantes, idénticas? Y hará usted la diferencia, ya se acostumbrará usted a distinguirlas.”

En ese momento María con un semblante muy alegre que contrastaba con sus palabras y
daba a su fisonomía cierto reflejo de juventud que me trajo días pasados a la memoria, dijo
al recién llegado: “ Mi hermana Jane está algo indispuesta, pero me ha prometido
acompañarnos a tomar el té; discúlpela usted caballero”, dirigiéndome en seguida una
mirada de inteligencia que alivió mi corazón de un enorme peso.

Las niñas ofrecieron a Gifford mostrarle sus plantas, sus pájaros y sus libros; sí, sus libros:
¡oh! no eran estos muy numerosos, pero no faltaba entre ellos ni Cooper, ni Milton, ni el
Vicario de Wakefield, sin olvidar las obras de mi compatriota Walter Scott muy bien
empastadas y colocadas con simetría alrededor de la mesa. “Mis hijas leen, gustan mucho
de esa distracción –le dije -, y yo no me opongo a que su imaginación se alimente con las
bellas ficciones de los grandes maestros; pienso que en la juventud es tan necesario dirigir y
distraer la imaginación, cuanto es útil robustecer y adiestrar los miembros en la infancia.
Gracias a Dios, por aquí no nos llegan fácilmente las novedades literarias, ventaja inaudita,
pues de ese modo leen y releen sus mismos libros, que buen cuidado he tenido de encargar
yo mismo a Mendoza y a Chile.”

Así que pude hablar con mi mujer, me dijo que Jane la había asombrado, pues desde el
primer momento, y sin resistencia, luego que leyó la carta, había dicho: “Perdono, porque
también es desgraciado; venga su hijo, no caiga sobre él la falta del padre; el sacrificio está
ya consumado. dirás a mi hermano que esta noche deseo me presente al hijo de Carlos
Gifford. siento necesidad de estar sola: déjame leer mi Biblia, que no me llamen a comer.
Hasta luego.”

“Comprendo lo que ha debido pasar por su corazón –dije a María -; pero, gracias a Dios,
tiene muy cerca de cincuenta años; lo que le queda de vida, es ya más fácil. Bendigamos a
la Providencia, amiga mía: este día es un día feliz”. La madre enjugó dos lágrimas que
corrían por su mejilla al recuerdo de su hijo ausente, y yo, adivinando su pensamiento, le
dije: “María, cuando alcanzamos un favor de la Providencia no es justo recordar nuestros dolores. Eres una buena madre; esposa, seca tus lágrimas, ¡todo lo puede aquel que vuelve
las hojas a los árboles y el verdor a los campos!”

Se me figura que nuestro amigo don Urbano no puso muy buena cara al recién llegado;
sospecho que en gran parte fue esto debido al buen corte de su levita y al gracioso nudo de
su corbata. Imaginé al momento que el elegante puntano echaba de menos un bellísimo
alfiler de oro y topacios que ostenta en su corbata en los días de gala, el cual realza
cumplidamente sus méritos personales. ¿Habrá quién le acuse de debilidad? Fuera esto
cruel. ¿Acaso en la vida los juicios que hacemos de los demás no están siempre en razón
directa de aquello que a nosotros nos falta o nos sobra? ¿Qué importa que se trate de una
corbata, mueble indispensable o de una calidad más o menos útil? La medida es siempre la
misma, el resultado idéntico.

Poco a poco la conversación se hizo animada, Jane cumplió su promesa, y sólo pudo
notarse en el cordial saludo que hizo al hijo de su prometido cierto temblor imperceptible
en la voz, que me llegó al corazón. Por lo demás desempeño su tarea diaria con la misma
exactitud y tino que acostumbraba, asegurándole Gifford que desde su salida de Inglaterra
no había tomado tan buen té.

-¿Piensa usted señor don Jorge quedarse algún tiempo entre nosotros? preguntó don
Urbano con especial cortesía al recién llegado.

- No lo sé, caballero –respondió Gifford -; eso dependerá del resultado de un pequeño
negocio que no sé si podré realizar.

- Ah! –exclamó don Urbano - ¿Usted trae consigo algunos efectos?

- No, señor –contestó Gifford -, tengo, o mejor dicho, tiene mi padre por aquí algunos
terrenos y vengo a ocuparme de utilizarlos; para ello cuento con los consejos de nuestro
respetable amigo.

- De todo corazón –respondíle -: disponga usted de mí.

- Les aseguro a ustedes –agregó Gifford -, que me sería muy agradable vivir en San Luis; se
respira por aquí cierto aire de tranquilidad y de bienestar envidiables; se me figura que
todos deben ser tan dichosos. Es verdad que después de haber pasado casi toda mi vida en
una pequeña ciudad de provincia, el ruido de las grandes capitales se me hace insoportable.
Ustedes deben pensar como yo, ¿no es verdad?

Don Urbano sonrió maliciosamente por no saber qué responder, y se volvió a Amancio
diciéndole:

- ¿Y usted qué dice de las pequeñas ciudades, señor secretario?

- Yo, caballero – respondió Amancio con acento amargo -, no conozco sino a San Luis, no
tengo opinión. Gifford, sin apercibirse del mal efecto que sus palabras hacían, continuó:

- ¡Oh! ustedes no pueden apreciar la felicidad de que disfrutan: en las grandes ciudades el
hombre no es dueño ni de su pensamiento; cuántas veces se imagina uno escuchar
puramente la voz de su razón, el eco de sus propios sentimientos, y no hace sino ceder al
impulso general, al espíritu de la mayoría. ¡Oh! no hay peor tiranía que la tiranía de la
opinión, y nada hay que más aleje al hombre de sí mismo que el culto de las
preocupaciones.

- Sí –exclamó Amancio con vehemencia fijando en Gifford sus hermosos ojos llenos de
inteligencia -, ¡vivir de la vida común, sentirse arrastrado por el torrente luminoso de las
ideas, aspirar con delicia esa atmósfera cargada de grandes pensamientos, vivir en una hora
un siglo, poder comunicar nuestras más íntimas aspiraciones con sólo una mirada, ser
comprendido por esa masa inteligente y fuerte que arrastra y que guía a los hombres de
corazón! ¡oh! ¡eso es vivir!

- Error, amigo mío –replicó Gifford -, esa masa inteligente y fuerte se compone de hombres
inteligentes, es verdad; pero débiles y egoístas, llenos de mezquinas envidias y torpes
preocupaciones. De hombres que en vez de tendernos la mano para guiarnos en el laberinto
de sus intrigas y amaños, apagarán el fuego de nuestra alma, el calor de nuestra inteligencia
con el contacto de sus miserias y desencantos, y harán que dudéis de vuestro talento, y os
parecerá que la luz huye de vuestro espíritu, y moriréis de sed al pie de la fuente. Créame
usted, caballero, y esto se lo digo a usted con toda la verdad que me inspira el noble ardor
del que le creo poseído; los pensamientos nacen, crecen y maduran en el retiro, en el
silencio de las pequeñas ciudades; por más que por momentos se sienta uno
desagradablemente sorprendido por alguno, porque muchos no nos comprendan. ¿Cree
usted acaso que la inteligencia solamente es el punto de contacto, el eslabón que une a la
gran cadena humana? ¿En dónde encontraremos quien aprecie mejor nuestra alma, los
rasgos de nuestra inteligencia, que un corazón que no lata sino por nosotros, que nos
consagre todos sus momentos, que no viva sino para nuestra dicha?

- Ustedes perdonen –dijo enseguida volviéndose a las señoras –, haya tomado la libertad de
expresarme con tanta franqueza; pero por más que mi memoria me recuerde que hace pocas
horas que conozco a ustedes, mi corazón me dice que nuestra amistad es de más larga fecha
y que durará siempre.

Había tal acento de verdad en sus palabras, que María le respondió a pesar de su natural
timidez:

- No se equivoca usted, Jorge, somos sus verdaderos amigos.

- Amancio, ¿se da usted por vencido? –dijo entonces don Urbano con una sonrisita burlona.

- Confieso –replicó aquel -, que creo al señor más competente que un oscuro provinciano
para decidir en tales cuestiones; pero a pesar de todo, la convicción no ha penetrado aun en
mi corazón. Pareciéndome mostrar acritud en el tono con que fueron dichas estas palabras, y temeroso
de que mi nuevo amigo mortificase sin quererlo al pobre Amancio, tomé la palabra en estos
términos:

- Aunque hace muchos años que vivo tranquilamente y feliz en esta ciudad, no por eso he
olvidado completamente lo que era la vida en esas ciudades a que usted se refiere, y sin
irnos muy lejos hablaré de Buenos Aires, en donde está resumido el mayor número de
habitantes y de civilización de toda la República.

Casi no hay una inteligencia aquí en las provincias, que no aspire como al supremo bien a
engrosar las filas de los hombres inteligentes que allí figuran; los padres piensan, como en
un deber, en mandar a sus hijos a educarse allí y aprender a ser hombres. ¿Se creerá acaso
que sea con la idea de que vuelvan a sus provincias a ser felices, contribuyendo al bien
general con el contingente de luces y talentos adquiridos? Ciertamente no es otro el móvil
que decide a estos buenos padres a separarse de sus hijos a costa de grandes sacrificios las
más veces; pero desgraciadamente rara vez recogen el fruto de sus afanes; porque sus hijos
o se quedan a vivir en Buenos Aires, aporteñándose lo más que pueden y cobrando singular
desapego a la tierra que les vio nacer, o vuelven a su provincia, con ideas inaplicables al
grado de civilización de la mayor parte de sus compatriotas y sin el tino ni la prudencia
necesarios para ir por grados mejorando y perfeccionando las costumbres y las ideas. y
creen que todos han de ver tan claramente como ellos los defectos, los males que les
aquejan, y que infaliblemente habrán de recurrir a ellos como a un puerto de salvación
acatando la superioridad adquirida. ¿Pero qué sucede? La ignorancia, la sencillez de la
gente inculta, desestima verdades que no entiende, y de aquí a odiar a los que empiezan por
despreciar su ignorancia, atacándola por medios violentos, no hay sino un paso. Ábrese la
lucha de estos dos poderes igualmente fuertes y tenaces, llámasele hoy de un modo y
mañana de otro, no es siempre sino la lucha de la civilización contra la barbarie, o mejor
dicho, de la barbarie contra la civilización. ¿Y qué remedio amigos míos a este mal, a un
mal que, por más duro que sea decirlo, es causado más por la impaciencia de los civilizados
que por la barbarie de los incultos? ¿Cómo es posible aplicar teorías gubernativas hechas
para sociedades que han llegado al más alto grado de civilización, a pueblos que ni siquiera
tienen ideas de sus deberes? ¿Acaso tienen mayor importancia los derechos del ciudadano,
que los deberes del hombre social y privado? Cómo es posible que sin un sentimiento
profundo y serio de la moral un individuo no abuse de sus pretendidos derechos? ¿Será
lícito exigir de los demás aquello que nosotros no somos capaces de cumplir? Aún no es
tiempo de embellecer ni pulir, apenas si los cimientos son suficientemente profundos para
resistir el enorme peso del edificio social. Júntense los hombres inteligentes y racionales,
los hombres de corazón, en su ciudad, en su provincia, dedíquenle sus esfuerzos y
sacrifíquense por ella, ya se llame San Luis, Córdoba o Buenos Aires. Entréguense con fe,
con perseverancia a bien general; nada de impaciencia y sobre todo nada de intolerancia
soberbia y orgullosa; practiquen las virtudes que quieren enseñar al pueblo, educándolo,
con el ejemplo, con la tolerancia. El desprecio por el que creemos inferior a nosotros es un
arma de dos filos: tal hombre que sabe menos que yo, tiene un alma más grande. un
corazón más generoso; en una palabra, y para resumir mi pensamiento, el mayor mal de que
adolecen los argentinos, es la impaciencia, el descontento general que mina esa sociedad
que marcha a pasos de gigante sin el sentimiento de un deber que llenar. Pero basta ya de
cosas serias; niñas, al arpa, ¡oh! ya veréis, señor civilizado, lo que son mis puntanitas.
- Papá –respondió Lía ruborizándose -, si empieza usted así, no me animaré nunca a cantar;
el señor que habrá oído tan buenas cantoras...

- Le aseguro a usted que... –respondió Gifford.

- ¡Oh! –interrumpió don Urbano -, en cuanto a eso no tiene usted nada que envidiar,
señorita.

- Sí: pero mucho que aprender –replicó Lía sonriendo y corriendo de muy buena gana al
arpa.

En seguida Sara nos cantó una balada inglesa a la soledad, contrastando su contralto grave
y velado con la agilidad del canto de su hermana. Para definir el efecto que producían una y
otra cristalina hermosura diré: que el canto de Lía asombraba como la manifestación de un
ser casi sobrehumano. Pero la voz, el decir de Sara puramente humanos, alzaban al corazón
conmovido sus más recónditas fibras.

Cuando llegó el momento de separarse, Jorge tendió su mano a Amancio y con una
cordialidad que pareció asombraba a éste le dijo:

- Seamos amigos; cuento nos veamos con frecuencia.

Don Urbano ofreció sus servicios y su amistad al simpático joven, en términos expresivos,
y se retiró muy satisfecho de su arenga. Pocos momentos después conduje a Jorge al cuarto
de mi hijo, deseándole una buena noche.



Capítulo XII



La miseria y la muerte del pobre. - Misión del médico



Al día siguiente Jorge me pidió permiso para acompañarme en mis visitas, con la idea de
conocer un poco aquellas gentes. Consentí gustoso y emprendimos la marcha después de
almorzar.

Mi primera visita era siempre para una buena mujer en extremo pobre, que tenía su rancho
a la entrada del pueblo y que estaba en el último grado de tisis.

Cuando entramos en la habitación única que tenía el rancho, un espectáculo enternecedor se
ofreció a nuestras miradas. Sobre un catre de cuero sujeto al suelo por cuatro estacas de
madera estaba acostada la enferma, cubierta con una frazada de lana blanca y colorada, agujereada en varias partes, que le subía hasta el pescuezo, dejando ver tan sólo su cabeza
con los cabellos en desorden y un rostro pálido y desencajado con dos chapas encendidas
en las mejillas.

La enferma dormía; su respiración anhelosa agitaba de continuo la frazada, imprimiéndole
un movimiento cadencioso.

En el cuarto no había más muebles que una silla pequeña con asiento de cuero, una mesita
baja de madera oscura, lustrosa a fuerza de uso, con algunos manojos de tabaco a medio
torcer, que era el oficio con que ganaba la vida aquella infeliz y que le había ocasionado la
enfermedad de que se moría.

Las paredes de barro y paja dejaba filtrar la luz y el aire por multitudes de grietas, habiendo
sido algunas de ellas remendadas en varias partes con vellones de lana blanca y negra. En
un clavo había colgado un vestido de zaraza negro, con pintas blancas, una enagua y
algunos otros trapos de un blanco amarilloso. Veíase en un rincón una olla de fierro puesta
sobre dos astillas de leña que ardían apenas, cubiertas por la ceniza, y algunos carbones
apagados y por último en el extremo opuesto distinguimos una criatura que parecía apenas
tener siete años, en cuclillas en el suelo, lavando una especie de sábana, en un lebrillo de
barro roto. La niña, al vernos entrar, interrumpió su trabajo y se acercó a nosotros
levantando con una mano los cabellos que le caían sobre la frente y poniendo un dedito en
la boca, para recomendarnos silencio.

- Está durmiendo – dijo en seguida en voz baja echando una mirada cariñosa a la enferma-
y yo aprovecho para lavarle la sábana, porque toda la noche ha tosido y tosido por la
mañana, habiendo muchas manchas de sangre en le suelo y en la sábana.

- ¿Desde cuándo se ha empeorado tu madre, hija mía? ¿Por qué no has ido a avisarme?

- Es que –respondió la niña mirando a su madre -, ella no ha querido, y como Ño Miguel no
ha venido hace dos días, no he tenido a quién mandar.

Acerquéme a la cama; la pobre Águeda tenía una fiebre violenta, y en su rostro había
síntomas mortales.

- Es necesario, hija mía –dije a la niña -, que vayas en el momento a casa y digas a mi
mujer que tu madre está muy mala y que la espero aquí.

Mi compañero se ofreció a ir él mismo; pero yo le di a comprender con una mirada que
deseaba que se quedara.

La niña salió luego, no sin haber antes torcido la sábana lo mejor que sus manitos se lo
permitieron, y haberla en seguida extendido sobre la mesa que acercó al fuego, para que se
secase, recomendándome cuidase no se quemara. Luego que hubo salido pedí a Jorge fuese
en busca del cura y le dijese de mi parte, que era necesario viniese a auxiliar a aquella
infeliz, sin perdida de tiempo. He visto la muerte en casi todas su formas; he contemplado la agonía del hombre robusto y
vigoroso que va cediendo por grados sus derechos a la muerte; he sentido helarse la sangre
en las venas del anciano en el último tercio de su vida; la he visto sorprender al tierno niño
sonrosado y risueño en los brazos de su madre; pero nunca he experimentado lo que en
aquella media hora.

Águeda abrió los ojos y fijándolos en mí sin asombro, me dijo con voz trémula y apagada.

- Bien sabía que usted había de venir, ¿y la chica?

- Ha salido un momento, yo la he mandado: no puede tardar. ¿Cómo se siente usted, hija
mía?

- Mejor, señor; ya esto es hecho, me voy sin remedio. Cuídeme mucho la chica, dígaselo a
la señora, y que Dios se lo pague. Tengo mucha sed; allá en el rincón hay un jarro con agua,
hágame el favor.

Le alcancé el jarro, bebió con avidez, y en seguida cerró de nuevo los ojos. Poco después
entró el cura seguido de Jorge; la enferma al verle hizo la señal de la cruz, me miró por
última vez y cayó en un sopor precursor de la muerte.

Mi misión había concluido; apenas le quedaban algunos instantes. el sacerdote le puso la
extremaunción y se arrodilló cerca de la cama.

- Amigo mío – dije a Gifford – tengo otros enfermos que visitar; el día empieza mal; pero
mi deber es disputar su presa a la muerte, mientras haya esperanza. Ruego a usted se quede
aquí hasta la llegada de mi mujer. Pronto vuelvo.



Capítulo XIII



Amancio es feliz. –Un corazón noble y generoso no puede transigir con el crimen. –Es
necesario ayudarle, salvarle.



Luego que se dio sepultura al cadáver de Águeda, mi mujer que había traído en su
compañía a sus hijas, para que la ayudasen en aquella piadosa tarea, se llevó consigo a
Aguedita que lloraba y se desesperaba por seguir a su madre.

A fuerza de halagos y cariños consiguieron al fin las niñas apaciguarla, ocupándose en el
momento de cortarle y coserle un trajecito de luto. Jorge, que se interesaba vivamente por la huerfanita, se ofreció a enseñarle a leer, a pesar
de no hablar aún bien el castellano; poniéndose a la obra desde el día siguiente.

Parecióme esa noche notar que Amancio estaba más preocupado que de costumbre; le
llamé aparte y le convidé a que diésemos un paseo por la quinta. Hacía una luna magnífica,
y un airecito fresco pero suave agitaba mansamente ñas hojas de los árboles.

- Hijo mío –díjele apoyándome en su brazo -, ¿no admiras como yo la infinita bondad del
Creador, que con tanta profusión nos prodiga sus tesoros? Mira ese cielo azul y
transparente, ¿dime si hay corazón que resista a tan sublime espectáculo? Habla Amancio,
dime qué es lo que trabaja tu espíritu, ábreme tu pecho. ¿Qué deseas? ¿Cuál es tu oculto
pensamiento?

- ¡Ah!, señor! –dijo Amancio tristemente -, ¿qué deseo? ¿qué busco? yo mismo no lo sé;
cuántas veces he venido decidido a contar a usted mis pesares, mis tormentos, y en el
momento de hablar, las palabras me han faltado; ¡soy muy desgraciado!

Y al pronunciar estas palabras se echó en mis brazos llorando.

- Bien, hijo mío, llora, eso es mejor, las lágrimas que no se vierten secan la savia del
corazón; trata de coordinar tus ideas, háblame con franqueza; sabes cuánto me intereso por
ti.

- Amigo mío –respondió Amancio -, es necesario que me aleje de estos lugares. Tengo
absoluta urgencia de dejar a San Luis, mi vida aquí no es vida; consumo mis mejores años
sin ver claramente delante de mí la senda que debo seguir, sin encontrar quién me
comprenda, quién me tienda una mano amiga. Si supiese usted qué horribles noches paso
pensando en ese porvenir oscuro y confuso del que nada percibo hasta ahora; ¿cómo es
posible que esté destinado a vivir y morir sin haber saciado esta sed que me abrasa? ¡Qué
mezquino, qué pequeño es cuanto me rodea! Todos los hombres en esta miserable aldea
pasan la vida ocupados exclusivamente en sus intereses materiales; nadie piensa sino en sí
mismo, en la cosecha, en los frutos. Esta atmósfera acabará con mi razón; el contacto de ese
hombre odioso dará en tierra con la nobleza de mi corazón; siento ya germinar en mí
instintos de odio. ¡Oh! antes de daré muerte cien veces, me quitaré esta miserable vida.

Amancio se pasó la mano por la frente y guardó silencio.

- Escucha, joven –le dije, después de un rato -, no voy a dirigirme a tu corazón no, aunque
conozco bien el camino que a él conduce, y sé cuán fácil es conmoverlo; sin embargo, dudo
ya de la estabilidad de tus propósitos. Voy a hablar a tu razón, a tu inteligencia.

- ¿Por qué si estás descontento de la ocupación que tienes, no tratas de buscar otra que más
te convenga? ¿Por qué no me lo has dicho mucho antes? Hiciste mal, yo no conozco a ese
hombre que me pintas con tan negros colores, y quizás sólo tengo yo la culpa de tu
padecimiento. - Generoso amigo –exclamó Amancio con vehemencia -, no culpe usted sino a mi negra
estrella; nací para sufrir sin tregua ni esperanza. Quiero pintar a usted el cuadro de mis
dolores. Desde el día en que por vez primera me acerqué a ese hombre, un instinto
repulsivo me alejaba de su lado, y sólo por un gran esfuerzo de voluntad consentí en
quedarme a su lado. Sin embargo, en el primer tiempo no podía yo quejarme sino de la
vulgaridad de sus maneras, de sus groseros chistes y de una socarronería jesuítica con que
trataba los asuntos de su juzgado, afectando siempre una compasión tan exagerada y mal
dirigida, que producía en mi el efecto opuesto. Mi trabajo se reducía entonces a buscarle en
algunos libros de derecho civil y criminal, textos en qué fundar la justicia de sus sentencias,
siendo de notar que ponía en ello especial esmero a pesar de que al propio tiempo, me
hablaba del derecho y de la justicia, con el más alto desprecio. Más de una vez le objeté no
comprendía cómo teniendo esas ideas se daba tanto trabajo para redactar sus sentencias y
calcarlas según la letra de la ley; a lo que me respondía riendo: “ Es necesario, mi joven
amigo, que se convenza usted de que la mejor regla de moral pública y privada es dar a
nuestros actos por arbitrarios e injustos que ellos sean, cierto carácter de legalidad y
justicia, que nos gane el buen concepto de los tontos, que son los que más abundan.”

El trabajo no tenía para mí nada de pesado, al contrario; como él tiene muchos libros de
derecho que no ha leído jamás, yo los estudiaba con gran placer, sacando de ellos todo el
provecho posible; habiendo llegado, según sus expresiones, a ser un pozo de ciencia.

Poco a poco fue el malvado mostrando sus vicios. Una vez seguro de la influencia completa
que hoy ejerce en el ánimo del Gobernador, su conducta fue muy diversa. Defraudó al
huérfano de su modesto patrimonio; anuló en provecho propio toda clase de contrato o
sociedad en la cual veía alguna probabilidad de ganancia; condenó, encarceló a todo aquel
desgraciado que cometía el crimen de ser un poco más rico que los demás; llegando la
infamia de su proceder hasta introducir en las familias la vergüenza y la deshonra para
satisfacer sus brutales apetitos.

En vano quise contener el desborde de sus pasiones, oponiendo para ello aquellas mismas
palabras de justicia que antes habían sido para él de tanto valor; se burló de mis escrúpulos,
me acusó de cándido; aconsejándome me deshiciese, como de un ropaje viejo y usado, de
tan ridículas aprensiones.

Llego un momento, no obstante, en que mi honor, mi razón, se oponían a tan horrible
complicidad; las lágrimas de las madres, de las esposas, de esos infelices encarcelados,
azotados y sacrificados al más leve capricho del déspota, me seguían a todas partes.
Entonces probé a suplicar a mi vez; pero el tigre se burló de mí y legó a llamarme cobarde,
afeminado. Viendo que nada podía contra aquel torrente desenfrenado, le anuncié haber
resuelto separarme de él y que podía buscar quien me reemplazase. Entonces su furor no
tuvo límite; me trató de traidor, me aseguró que jamás permitiría que me separase de su
lado para revelar sus secretos, amenazándome de todos modos, y lo que es aún peor,
mirándome con la cruel perspectiva de vengarse en las personas que me son queridas.

Con fría dureza me tendió en seguida su mano, que rechacé con horror, diciéndome: “Nos
entendemos; si me sirves fielmente podrás sucederme, pero si no, cuenta con lo prometido;
conozco a todos tus amigos.”
Ya ve usted cuál es mi posición; soy su esclavo, le pertenezco hasta la muerte.

- Pobre hijo mío –exclamé estrechando su mano -, cuánto has tardado en abrirme tu
corazón: no te sorprendas de que ignore lo que quizá es aquí conocido de todos; pero ya
conoces mi aversión a mezclarme en los asuntos ajenos, y la vida retirada que llevo.


- Oh no, señor, no es sólo eso –agregó Amancio, con amargura -; me creen su cómplice,
¡ay, no se engañan! y como saben que es usted mi protector, no se han atrevido a decírselo.
¡Dios mío, qué he hecho para merecer tan triste suerte!

- Tranquilízate, hijo mío. Yo mismo iré a ver a ese hombre tan temible; no me impone su
gran poder; aún puedo salvarte, creo, con el auxilio de Dios. No ha de decirse que triunfan
siempre los inicuos. Sin embargo, te pido no digas a nadie una palabra de esta
conversación. Mañana mismo hablaré al Juez, y le pediré tu retiro. Confía en mí.

Amancio me suplicó con lágrimas no me expusiese a tan terrible adversario; pero no
consiguió hacerme cambiar de propósito, pues ni siquiera quise admitir el que me
acompañase a la entrevista, asegurándole que si me iba mal, de mayor utilidad podría serme
fuera del alcance de su poder.

- Por otra parte –agregué -, no debo permitir por mayor tiempo que tu razón se desvíe con
perniciosas ilusiones.

Aléjate en buena hora del malvado, no participes ni indirectamente de sus crímenes; la
tolerancia debe ser limitada, debemos tender la mano al que se arrepiente; pero jamás
ayudar al que insiste en el mal y cierra sus oídos a la justicia. Pero antes de tomar una
resolución oye la voz de mi experiencia. Tú, Amancio, reúnes a una inteligencia clara y
rápida, un corazón sensible y apasionado; no se alarme tu modestia, esos son dones que el
cielo hace a sus escogidos. Sin embargo, hijo mío, es necesario, para que un hombre pueda
aspirar a lo que aquí abajo se llama perfección, que esas preciosas dotes vayan
acompañadas de otras no menos preciosas, que se adquieren con el estudio de sí mismo en
primer lugar, con la constante observación de los demás y sobre todo con el dominio de
nuestras pasiones.

Muy duro es para mí arrebatar a tu corazón las gratas ilusiones que abriga; pero es forzoso
te hable con franqueza. Hay en ese mundo que tanto te seduce, y al cual vuelves sin cesar
ávidas miradas, un soberano absoluto, cuyo despotismo no se parece a ningún otro. Por él
se desoye la voz de la amistad, se sacrifica el amor, se atropella todo sentimiento de
humanidad y se olvidan los más sagrados deberes. Nada puede contrarrestar su influencia
poderosa; ella convierte al inteligente y a honrado en torpes y despreciables aduladores de
su imperio; levantando al criminal y al estúpido a la cumbre de sus favores, pues todos le
acatan, le rinden culto; el sabio le sacrifica sus esfuerzos, sus tareas, hasta su genio, y el
ignorante adquiere fama y honores con su ayuda. Ese señor, ese dios que rige hoy las sociedades humanas, Amancio, ese móvil de cuanto se
hace o dice, ese dios, es el dinero; sin él, amigo mío, puedes tener el corazón, la inteligencia
más perfecta, el mundo no se ocupará de ti, sino para sacrificarte a la ambición, a la sed
general de riquezas y de poder.

En las sociedades democráticas en donde por medio del dinero se alcanza poder y se llega a
los primeros puestos, la necesidad del dinero llega a ser una fiebre. y ¡ay del que sigue tan
resbaladiza pendiente! pues transige con su conciencia, le sacrifica hoy un ligero escrúpulo
y mañana se echará en brazos de los más espantosos abusos; porque el que es rico es
respetado, y ese respeto hace que todos olviden los miserables medios que empleó para
hacer fortuna.

No, hijo mío, tú no te verás nunca en ese caso. Escucha mis consejos. Lo que importa por
ahora es que evitemos a ese maldito juez, y eso corre de mi cuenta. En cuanto a los demás,
ya veremos. Pon tu confianza en Dios.

Siempre he pensado que una de las grandes muestras de sabiduría que puede dar el hombre
es conformarse con la suerte que le ha cabido, evitando prudentemente salir de la esfera en
que fue colocado por la Providencia. Cierto es que hay grandes ejemplos en el mundo que
acreditan lo contrario; sin embargo, esas son excepciones que en nada debilitan mi
proposición, especialmente si nos damos cuenta del mayor o menor grado de felicidad que
han alcanzado. La yerba del campo crece humilde y frondosa en el prado, sin afamarse por
el cultivo y encierro de los jardines; la ley del perfeccionamiento moral es otra.

¿Por qué afanarte entonces? Esa sociedad medirá tu inteligencia por el corte de tu vestido y
el lustre de tus zapatos. De tu corazón nadie se ocupará, nadie te ha de pedir lo que no está
dispuesto a darte. Si llevas dinero todo lo podrás, si no, no...

Me dirás entonces que el mundo se compone de malvados, y que Dios ha sido injusto: ¡no,
hijo mío, Dios no tiene en ella la menor culpa; el hombre es dueño de sus acciones y puede
descarriarse, lo mismo que seguir la senda de la virtud!

- ¡Qué quiere usted que crea entonces, señor! –exclamó Amancio con desaliento -, ¡todos
son malos, todos son iguales! ¿en dónde encontraré quien me comprenda?

- Ingrato –díjele con emoción -, ¿ en dónde? ¿y tienes aquí a tu viejo amigo que llora
contigo y sufre viéndote sufrir?

- Soy un monstruo –replicó Amancio con exaltación -, no merezco ni la compasión de
usted, abandóneme usted a mi triste suerte.

- Huye de la exageración amigo mío –díjele tomando nuevamente su brazo- como de tu
mayor enemigo. La generalidad de los hombres no es buena; pero los hay, gracias a Dios.
Mira este noble joven que acabas de conocer; nacido en la opulencia y en medio de la
abundancia, hoy que su padre, a quien apenas conoce, es desgraciado, abandona a ese padre
cuanto posee y se lanza a un mundo nuevo, sin más apoyo que su razón, y sin más guía que
sus nobles sentimientos. Te ve por primera vez, y ya te tiende una mano amiga,
mostrándote los tesoros de su alma. Mírale tranquilo y feliz sentado en muestra modesta
mesa, sonriendo a todos, teniendo para todos una palabra amable. Todo en él revela una
educación esmerada, una elegancia de maneras, adquiridas desde la cuna; y sin embargo, no
le chocan las vulgaridades de don Urbano, ni le ofenden las confianzas de Ña Marica. El
secreto de su dulzura, de su benevolencia, está en la tranquilidad de su alma, en la sencillez
de su corazón; la propia felicidad no le preocupa incesantemente y no se afana por alcanzar
esa sombra, que huye de aquel que más la persigue. Deja venir las cosas como vienen, sin
impaciencia ni cólera, confiando en la rectitud de tus miras y en la misericordia divina.

¡Oh! si todos los hombres fuesen como él, pronto se olvidaría en el mundo hasta el nombre
del egoísmo y este planeta sería un paraíso!

Entremos, hijo mío, se hace tarde, creo que nos hemos demorado demasiado. Mañana
sabremos a qué atenernos; entre tanto, no alteres tu conducta en lo más mínimo.








Capítulo XIV



Amor naciente. – Celos. – Proyectos, horas melancólicas. – El espectáculo de la verdadera
miseria es un consuelo para las almas bien templadas



El hombre propone y Dios dispone. ¡Cómo imaginar que mis piernas habían de jugarme tan
mala treta! El reumatismo me ha cargado con una fuerza extraordinaria y no puedo ni
moverme de un lado a otro en la cama.

Es cosa hecha: habré de dejar mi excursión a la casa del temible Juez para otro día; porque
lo que es hoy y quizá mañana y muchos otros días , la cama me reclama, y la casa está toda
en alarma.

Jane no abandona la cabecera de mi cama, María ocupa el asiento opuesto, cediendo a su
hermana el preferente, que ésta no reclama pero acepta; las niñas van y vienen de continuo,
semejantes a dos blancas visiones; tal es el escaso ruido que hacen con sus piecesitos,
trayéndome de continuo una flor del jardín, una fruta madura o noticias importantes del
canario que parece echarme de menos, mientras que el cardenal con estoica indiferencia
canta como si tal cosa.

¡Oh! esta vez hay un personaje más en el cuadro; Jorge reemplaza de vez en cuando a
María, y con su conversación variada me ayuda a soportar los agudos dolores que me
cargan especialmente en la pierna izquierda. Decididamente yo tengo la culpa; Jane me lo
repite hoy por cuarta vez; ¡pasar toda la noche en el jardín, recibir el aire húmedo! Pero qué
remedio, cuando uno se pone a echarla de hombre superior, no tiene cuando acabar. ¡A
quién no le gusta sermonear! es debilidad muy general: pero debilidades, y si sólo tuviera
yo esa...¿ Pero qué es esto? ya viene Ña Marica con su agua de sauco; ¿ y qué hacer? pobre
mujer, ¿habré de echarla con ella de sabio? No, que la lección me cuesta ya muy cara; me
echo el brebaje al pecho, que aunque no me cure el reumatismo, conservará por lo menos su
ilusión a la pobre vieja, que se quedará tan hueca y asegurará que me ha curado a mí ¡a
todo un médico! Guarde tan dulce creencia, vale más mucho creer que mucho dudar.

El pobre Amancio llega más temprano que de costumbre, ve luz en mi cuarto y todo lo
comprende; cambiamos una mirada y estamos ya entendidos.

El reumatismo dura muchos días; dejo la cama, pero apenas si puedo dar algunos pasos
hasta la sala.

Observo durante este tiempo un pequeño drama que se desarrolla a mi alrededor, y tengo en
ello gran placer. Indudablemente Gifford ama a una de mis hijas, no puedo equivocarme,
no. Por muy lejos que estén ya del corazón esas expresiones, la huella que en él dejan es
imborrable. Pero no acierto a comprender cuál sea de mis hijas la preferida. Tan pronto
véole seguir con ojos apasionados la graciosa figura de Lía, como fijarlos tiernamente en el
talle gentil de Sara.

¡Oh! de lo que sí no tengo duda es de que ya no las equivoca; pero esto no es bastante,
necesito observar más hasta descubrir algo.

En cuanto a ellas, pobres tórtolas, creo que ni se dan cuenta del inusitado afán con que
arreglan y dan lustre a sus ensortijados cabellos, ciñendo la cintura virginal con cintas de
variados colores, que cambian a cada paso. su traje es siempre blanco en verano, y en
invierno lo más claro posible; su madre dice que no sienta otro color a las niñas y no les
permite ejercitar su capricho sino en la cinta con que lo ajustan.

Amancio, víctima siempre de sí mismo; sufre una extraña tortura; su naturaleza delicada e
impresionable se presta admirablemente a ello. Véolo de continuo lanzar tristes miradas a
las relucientes y sonrosadas uñas de Jorge, fijándolas en seguida a las suyas incultas y
maltratadas; poco a poco va pasando revista a todo el ajuar del elegante inglés, y se me
figura que ahoga un suspiro de despecho al ver su chaquetilla raída y arratonada. Qué
horrible consejera debe ser la envidia; me parece por momentos que veo en los ojos negros
del puntano ciertos destellos de odio, que me dan miedo...

Torpe de mí, tengo sesenta años pasados, bien lo veo: Amancio, pobrecillo, está salvado, no
me cabe duda, ¡oh! no haberlo pensado antes: es que quizá él mismo no se daba cuenta,
hijo mío, ¡qué suerte!

- Pero de qué...de qué... –exclamó María impaciente.

- Vamos, pero qué no lo he dicho...está... ¡habrá suerte igual!
- Pero amigo mío, explícate.

- Sí, sí, está enamorado de Lía.

- Oh, lo que es esto no me cabe duda. ¿Y sabes tú si ella le corresponde? –me preguntó mi
mujer con su prudencia habitual

- En verdad que no lo sé; pero cómo no se han de querer, jóvenes...criados juntos.

- Por lo mismo, por lo mismo.

- En fin, allá veremos. Hay tiempo aún de pensarlo. Son jóvenes, allá veremos.

Decididamente, no pierdo de vista a los muchachos. Jorge está sentado a mi lado
hablándome seriamente de aquellos famosos terrenos de la Carolina que tenía de su padre y
que tan fatales fueron a la pobre Jane; tiene la idea de explorarlos, mediante una sociedad
que cree poder realizar con un comerciante fuerte de Buenos Aires. Y me explica su plan y
me dice que cree que don Urbano tomará parte y qué se yo...Se me figura que estoy
distraído, que no atiendo sino a medias. Ya lo creo, como que veo una figura blanca de
cabeza rubia sentada, del otro lado de la ventana de la sala, que cae al jardín, ocupada en
escribir, al parecer, muy afanada. Sin embargo, levanta de continuo la cabeza y por entre
las ramas de la madreselva mira con atención; se diría que está dibujando. ¡Oh! no me cabe
duda, es un lápiz lo que tiene en la mano y veo claramente que mide las distancias y
observa...y rompe descontenta su obra y se va sin que yo pueda saber cuál de las mellizas
es, ¡oh! pero dibujaba, retrataba, ¿a quién? a Jorge. ¡Vaya un descubrimiento! ¿Será Lía?
¿Será Sara?

Sin querer pronuncio estos dos nombres y veo al pobre Jorge ponerse más encendido que
un carmín y decirme:

- No lo sé, señor.

¿Qué? ¿Habrá él observado también? Eso no me gustaría. Antes que su corazón se
pronuncie, me sería desagradable que supusiera había cálculo en ellas, en mí...

¡Bah! si no ha podido verla; ya le hubiera conocido yo en su cara; qué cambió de color a la
menor impresión. Doile el primer pretexto que me ocurre y volvemos a los terrenos.

De día en día hace rápidos progresos Aguedita, gracias a la contracción del maestro y sus
dos ayudantes.

Mi reumatismo lleva ya más de ocho días y en los ratos que no leo me lo paso conversando
con Jorge, tomando la lección a la huerfanita y preocupado con lo que pasa a mi alrededor,
sin avanzar gran cosa en mis descubrimientos. Tengo también mis horas melancólicas: de continuo la pobre madre me habla de su hijo
ausente; el tiempo pasa y nuestra incertidumbre aumenta.

El cabrero me ha prometido tenerme al corriente de cuanto sepa. Hoy, sin saber por qué, me
siento más triste, más abatido, tengo necesidad de ver a mis pobres enfermos, que me son
de tanto provecho; los he hecho visitar por tío Juan, llevándoles algunos socorros y varios
remedios; pero eso no es bastante, necesito verlos, escucharlos; ¡ay! en ninguna parte se
aprende mejor a ser resignado, que en la cabecera del enfermo pobre. El rico, dentro de sus
vistosos cortinados, se lamenta, se desespera, acusando al cielo de sus males, en tanto lleva
a sus labios en taza de plata el delicado manjar con que distrae su fastidio. Todo le
importuna, nadie le contenta. Mientras que el pobre, abatido por el sufrimiento, consumido
por la fiebre, rodeado de sus hijos hambrientos y desnudos, pide con tiernas expresiones a
su Padre celestial, ¡que le levante de la cama, para poder trabajar y dar de comer a sus
hijos!

¿Quién no se creerá dichoso al lado de tanto infortunio? ¿quién no alzará sus ojos al cielo
para darle gracias?

Madres ricas, llevad vuestros hijos a la casa del pobre, mostradle esa resignación santa,
superior aun a la misma miseria, y habréis hecho más por ellos que rodeándoles de
profesores y de libros de ciencia. Mirad esa madre afligida, doliente, imagen de la madre de
los desamparados, sola, con su tierno infante que aplica en vano al tierno pecho; observadla
atentas; amargas lágrimas brotan de sus ojos, alza al cielo tristes miradas pidiendo
misericordia; vedla, ni una palabra amarga sale de sus labios sedientos, ni un reproche;
quizá no llegue a mañana ni ella, ni su hijo. No se queja, en su corazón no hay odio,
suplica, ¡ama! Acercad vuestros hijos, conducidlos vosotras mismas de la mano, no temáis
que sus blancos vestidos rocen las sucias ropas de la enferma; más duradera habrá de ser la
impresión que conserve su alma inocente, más ganará la rica que la pobre, acercáos!

Me siento agitado, tengo dolor de cabeza, esta noche no asistiré al té, pido a mis hijas que
me preparen la cama, las bendigo y después de dar gracias a Dios Todopoderoso, trato de
conciliar el sueño.



Capítulo XV



Doña Fulgencia y sus hijas. – Diplomacia femenina.



He sabido que Amancio no ha venido anoche. ¿Qué será? Pero aquí viene su madre con sus
dos hijas, más adornadas y vistosas que ramillete de día de San Juan.

- Señor Dotor –díceme la vieja -, tanto gusto.
- Para servir a ustedes, señoras. ¿ Y cómo va Amancio?

Cambian visitantes y visitadas el consabido beso, las palabras de orden, de cómo estás hijita
y picarona, y doña Fulgencia me responde tosiendo:

- ¿Amancio, señor? Pobre muchacho.

- Madre –exclama Benita, la hermana mayor, especie de Benjamín femenino de treinta y
cinco abriles, con voz de falsete y poniendo en blanco uno de sus ojos que medio bizquea -.
Cualquiera creerá que le ha pasado algún pasaje; ¿tonto igual?

- Así será –responde doña Fulgencia, y limpiando el sudor de su arrugada y negruzca
frente con su pañuelo de algodón, se vuelve a mi mujer y le dice con interés -: Mariquita, ¿y
tus pollos?

María le da minuciosos detalles de su gallinero y la conversación promete ser larga.

Generalmente llegando a ese punto yo tomo mi bastón y mi sombrero y después de decir:
con el permiso de ustedes, me marcho, pero hoy en primer lugar me duele aún esta pícara
pierna, y en segundo lugar deseo saber qué es de Amancio, sin chocar a la cartilaginosa
Benita.

Benita mira para todos lados, pasea sus ojos parduzcos de arriba abajo, como buscando una
idea que no se aparta de su frente prominente, adornada con vastas entradas, y por último,
arreglando un pliegue que no sueña e perder la forma que un planchazo maestro le ha dado,
dice:

- ¿Y no era que ustedes tenían un huésped?

Rubor general; las mellizas se miran y responden a un tiempo, mirándome sin que yo sepa
por qué:

- Ha salido.

Ya está roto el fuego, alerta.

Casimira, la hermana menor, aunque mayor que Amancio, es muy diferente de su hermana:
pequeña como aquel y delgadita, casi me atrevo a decir que sería bonita, si su hermana se lo
permitiera. Pero qué, si apenas se atreve a levantar la cabeza, fijos siempre sus tímidos ojos
en la mirada de aquella Juno bizca que parece producirle el efecto del basilisco; insiste
Benita en decir que su hermana es enana y raquítica como Amancio. Extraño fenómeno;
creo que al fin conseguirá que su víctima se vuelva jorobada, tal es lo que la pobrecilla se
agacha y achoca para dar razón al tirano: adulación más común de lo que se cree, en los
súbditos de los soberanos absolutos. Creo que trae enseñada la lección la pobrecilla; de otro modo nunca se hubiera atrevido a
decir mirando a su hermana:

- ¿Dicen que es muy buen mozo?

- Sí. así dicen –agregó Benita -, ustedes nos dirán, que lo tratan, que viven con él.

Las muchachas están en espinas, pero yo las saco de apuros respondiendo:

- Es cierto, señoritas, Jorge Gifford tiene una figura tan hermosa como su corazón; creo que
no puede tardar, tendré mucho gusto en presentárselo a ustedes.

Benita me muestra su boca desportillada y me responde a manera de eco:

- Con mucho gusto.

Aprovecho su buen humor y pregunto por Amancio. Frunce el ceño, engrósanse las venas
de su pescuezo y responde con acento agrio:

- Ese muchacho ha de matar a mi madre, es un ingrato, un desagradecido, un pícaro;
después que lo mantenemos, que le cuidamos la ropa y lo tenemos siempre como una
espuma, atreverse...

Aquí la cólera le cortó la palabra; y yo pude decirle:

- ¿Pero qué es lo que ha hecho? cuénteme usted, no se altere.

Un torrente de lágrimas debió brotar aquí de sus ojos; pero como así no fuera, los pucheros
suplieron el beneficio líquido; observando yo que Casimira lloraba de veras y limpiaba con
los dedos sus lágrimas porque no traía pañuelo.

- Querer darnos este mes medio sueldo, con achaque de que su chaqueta está muy vieja y
que necesita camisas, como si no tuviese dos que se muda jueves y domingo, ah, y su
madre en la miseria y sus hermanas...tendremos que matarnos a trabajar; ¡su pobre madre
morirá de pesar!

sin querer volví mis ojos a doña Fulgencia y la vi en ese momento hincar sus dos dientes en
un bollo que María le ofrecía; haciendo una mueca de contento.

Tranquilizado por ese lado, me fijé en las hermanas, y si exceptúo los zapatos descosidos
de Casimira y la falta de pañuelo en las manos, estaban aquellas pobrecitas tan bien
vestidas como mis hijas; que pasan aquí por ricas.

Como buen piloto, observo los más insignificantes movimientos de mi nave. Veo con dolor
que Lía presta oído distraído a la conversación, sin comprender cuántas lágrimas ha debido
devorar en silencio en su mezquina habitación el celoso Amancio, recordando las elegantes
galas de su inocente rival.
El corazón de la mujer es un piélago insondable, Lía, sensible y caritativa con los que
sufren, no parece conmoverse por las palabras de aquella harpía que revelan un mundo de
aflicciones, de dolores para el pobre amante. Es que la hermosa Lía mira de continuo por la
ventana del jardín, en tanto que Sara no quita los ojos de la puerta; ¿será que las dos le
aman? Esto sería una desgracia terrible.

me parece que sin querer, un sentimiento extraño se desliza en mi pecho. Es imposible
escapar a la superstición, y raro es el hombre que en un momento dado no siente el ataque
de este cruel enemigo. Se me figura que el nombre de Gifford es fatal para mi familia, y no
sé cuanta imagen triste se agolpa ante mis ojos. ¡Señor, no nos abandones!

Benita sigue entretanto charlando y acumulando dicterios sobre su infeliz hermano, y sin
querer escucho sus palabras.

- Figúrese usted, señor, que nos amenazó con echarse a la acequia, como si perdiéramos
mucho con su muerte: ¡valiente personaje!

- Cómo –díjele -; pobre muchacho, a veces esas palabras imprudentes arrancan más
lágrimas de lo que se piensa. – Me parece que Lía presta atención a mis palabras. Continuo
con calor:

- Pobre Amancio, es desgraciado, bien merece que se le ame un poco...

¡Oh! qué cambio en la fisonomía de Lía; brillan sus ojos, enciéndense sus mejillas; ya no
me oye; Gifford está en la puerta de la sala. El mágico ha hecho cambiar con su presencia
la expresión de los semblantes.

¿Quién me mete a mí a echarla de corredor de corazones, allá se avengan ¿quién lucha con
los muchachos? pero es lástima, es lástima, serían dos parejas; ¿pero cómo formarlas?
¿cómo?

Felizmente doña Fulgencia se va temprano, y a pesar de las señas de la gentil Benita no
acepta nuestra invitación a comer, a Dios gracias, pues la bizca me altera la sangre, y su
víctima me entristece. Pobre Amancio, ¡qué familia!

Indudablemente una de las grandes felicidades de la vida es tener una familia homogénea y
sin disonancias, y cuando digo familia, hablo de aquellos parientes íntimos del corazón.



Capítulo XVI



Amor, despecho, inocente coquetería

Hace una tarde hermosísima; la familia toda está reunida debajo de un montecito de peros
que hay a la izquierda de la casa, como a distancia de veinte varas. Desde allí se distingue,
como una faja blanca en el horizonte, la cadena que forman los Andes hacia el lado del
poniente, y hacia el naciente vemos una campiña verde cubierta e árboles en flor. Estamos a
principios de la primavera, las flores de los peros dan a al aire un perfume suave que se
armoniza perfectamente con el de los duraznos y las rosas.


Yo, gracias al buen estado de mis piernas, me encuentro cómodamente sentado e mi sillón
de baqueta.

Sara y Lía, sobre la yerba, escuchan muy atentas una historia de montañeses que cuenta
Jorge; María está tomando su mate Y Jane teje la interminable calceta.

Más blandura en el aire no es posible imaginar: el cielo presenta una admirable variedad de
tintes, el azul más puro y transparente parece luchar aquí con un dorado oscuro, mientras
que el rojo y el morado hacen contraste con la blancura de las vaporosas nubes.

Los pájaros alborozados saludan la naciente primavera volando de rama en rama en vueltas
y revueltas, acariciándose tiernamente.

Desde mi asiento alcanzo a distinguir las cabras de Ño Miguel que van brincando acá y allá
en dirección a su corral, seguidas del vigilante Chocolate, que con paso lento y ojo alerta
contrasta singularmente con las locuelas que custodia. Y se detiene una a arrancar una
matita verde que no han visto sus compañeras, ya otra salta sin motivo un terrón de tierra
que hubiera podido evitar, y las demás se alborotan y desparraman poniendo el grupo en
dispersión; pero el paciente capitán vuelve su tropa a la disciplina y va poco a poco
acercándose adonde su amo le espera.

Es necesario que Jorge dé una vista a sus terrenos; pero deseo antes arreglar los asuntos de
Amancio; podrían ir juntos con mutuo provecho, y así he pedido a aquel demore su viaje
para la próxima semana.

Don Urbano está muy prendado del inglesito y parece que tiene deseo de emprender
nuevamente su antiguo negocio, origen de su fortuna. Aquí está ya, saludo general; Jorge
ha concluido su historia y va a dar una vuelta con las niñas. Don Urbano no sabe si irse o
quedarse; ¡pobre hombre!

- Lía, Lía, ven que el señor quiere ir contigo.

Don Urbano me lanza una mirada reconocida, y helos ya en marcha.

El paseo dura como media hora: cuánto debe haberse fastidiado Lía, qué cara trae tan
descontenta; qué contraste con su hermana; Sara así que llega viene a abrazar a su madre,
dirige amistosas palabras al caballero que está ya sentado a mi lado en la sala, porque buen cuidado ha tenido esta vez de entrar temprano para evitar la humedad, y se sienta al arpa,
mirándonos a todos con amor, menos a Jorge, cuyas miradas evita con marcada intención.

-¿ Qué es de tu hermana? –dice Jane, mirando a Sara por entre sus anteojos.

- No sé tía, voy a buscarla.

Sara vuelve diciendo que Lía tiene dolor de cabeza, y ya la madre quiere que la vea y le
recete qué sé yo...Penas de amor que poco duráis a los diez y seis años.

Lía ha tomado su partido: aquí está ya, más linda que nunca, con las mejillas encendidas y
los ojos brillantes. No tengo duda: ha llorado; esos ojos han sido lavados y lavados con
tesón; no importa, viene contenta, entra cantando. Despecho y no más, ¡qué idea! miren la
coqueta, y fíese usted de las niñas criadas en una aldea.

Las mujeres aprenden a amar como los pájaros a volar, casi desde que nacen.

- Amancio –dice al mustio secretario, con su acento más dulce -, ¿no podría usted decirme
cuál de estas dos A es más de su gusto?

¡Qué metamorfosis! Amancio vuela, corre quería decir; pero no voló, ni corrió al lado de
Lía; mas estoy seguro que su corazón dio mil vuelcos en un segundo, e hizo más camino
que una locomotora.

Allí están juntos cerca de la mesa, sus cabezas se tocan, confúndense los negros cabellos
del uno, con los rizos dorados de la otra.

¡Oh! es imposible que Lía no ame a ese hombre, la dicha inesperada que éste alcanza da a
sus facciones una expresión bellísima; sí, el amor, la felicidad embellecen. Rayos de luz, de
amor, de esperanza, lanzan los ojos negros del enamorado joven, y envuelven a Lía en una
atmósfera tibia y vaporosa, que la hace participar, sin darse cuenta, de una dicha que emana
de sí misma.

¿Qué los ocupa? tienen ya tiempo de sobra para haber escogido una A y muchas A en todos
los alfabetos conocidos. No alcanzo a verles bien; sin embargo, todo lo adivino. Bendito
Dios, creo que Lía ha olvidado su venganza y que escucha con gran placer no sé qué;
Amancio habla, qué hermoso está, y sin embargo, conserva la misma chaqueta raída y
descolorida, pero una camisa blanquísima y una corbata nueva graciosamente atada le
prestan ayuda y le dan valor.

La dicha es cosa pasajera, así no más no puede un hombre fiar en ella durante media hora.

- Niñas –dice Jane -, qué, ¿hoy no tomamos té?

El encanto se rompió; Sara dejó el arpa cuyas cuerdas agitaba con distracción, mientras
Gifford le contaba sabe Dios qué historia, y Lía abandonó al dichoso secretario mudo
como el arpa; per con un destello de esperanza en el corazón.
Sin saber cómo, henos hablando de minas. Don Urbano se está luciendo; no hay hombre
por infeliz que sea, que no entienda de algo.

Don Urbano está inspirado, suda, se arremanga, deja su silla, se inclina al suelo; vaya una
mímica. Yo no entiendo ni jota de minas, pero aseguro que el pariente no desatina y que
habla por propia experiencia.

Ño Miguel parece que también es conocedor de la materia, porque le replica, discuten
concluyen por entenderse.

Es cosa hecha, el cabrero va a contar una historia de minas, verdadera y muy interesante.

Las sillas se acercan, Gifford está entre las mellizas, Amancio enfrente de Lía; pero las
cosas han cambiado: ésta no le perdona el buen rato que le ha dado sin pensar, y hace
cuanto puede por evitar el fuego de su mirada. Don Urbano es todo oídos, el cabrero tose,
se aclara la voz y el cuento empieza.

- Pues señores: han de saber ustedes que allá por el año de 1819, solía venir por Mendoza,
de cuando en cuando, para aviarse de vicios, un mozo chileno llamado Virgola, que decía
ser peón de cordillera y que tan pronto venía como se iba, sin saber cómo ni a qué.

De repente se perdió de Mendoza y nadie se acordó más de él.

Por el año treinta volvió a aparecer y trabó relación con un platero francés llamado don
Edmundo, con motivo de traerle varias piedras de plata de la mejor calidad posible, que le
vendió por poco más que nada.

Diz que poco tiempo después sus venidas eran cada vez más repetidas, trayendo siempre las
mismas piedras riquísimas, que el francés le compraba a precio bajo, sacando doble
provecho de su compra.

De la noche a la mañana tienen ustedes que Virgola compra una casita en la cañada y
empieza a echar lujo.

Nadie sabe de dónde sale el dinero con que Ñor Virgola hace bailes y regala a los amigos;
pero nadie se inquieta por esto, porque Ñor Virgola es honrado, paga bien y gasta mano
ancha con los conocidos.

Sólo don Edmundo sabía el secreto de la fortuna de Ñor Virgola; pero muy a su pesar no lo
sabía sino a medias, porque cada vez que éste le traía aquellas riquísimas piedras de plata
de ocho mil marcos el cajón, el francés abría tamaños ojazos y sin pérdida de tiempo se las
compraba, temeroso de que fuese a otro y perdiese él tan generoso marchante.

Eso sí, Ñor Virgola siempre que el platero le hacía algunas preguntas referentes a las
piedras, le respondía que las encontraba en canchas abandonadas; tan pronto en un lugar
como en otro.
El francés no le creía; pero no había medio de hacer hablar a aquel hombre; le pagaba sus
piedras, y Ñor Virgola se despedía hasta otra ocasión.

¡Oh! Ñor Virgola era hombre que se daba buena vida; no trabajaba en nada, estaba siempre
alegre. Generoso como el mejor, no le faltaban nunca pañuelos de seda o algunas buenas
prendas con que obsequiar a sus conocidas, de modo que las pretendientas no escaseaban.
Pero asó no más no se casa un chileno en tierra extraña, y por consiguiente Ñor Virgola no
pensaba en tal cosa. Pero como sus medios se lo permitían, se daba buena vida y tenía
quien le sirviera al pensamiento.

La casa, situada en la cañada, como dije antes, era un buen rancho de pared corrida, con un
lado que daba sobre la calle y en ese lado había una ventanita de reja que le servía para
observar la Policía cuando pasaba; porque Ñor Virgola desconfiaba siempre del Gobierno
como de un enemigo natural, no porque él fuera hombre malo ni barullero, sino porque la
Policía persigue a los pobres y aunque él tenía plata, era pobre. No había más que verlo con
el mismo traje que usaba cuando era peón: sombrero puntiagudo sin alas, con un calzón
ancho, a la pantorrilla, su ceñidor colorado y su poncho corto. ¡Hace bien, que ser orgulloso
es pecado a los ojos de Dios y él no tiene por qué quejarse!

El chileno no era desconfiado, pero dejaba siempre bajo llave sus pellones, y encerraba el
grano para que no se lo comiera su bestia. Sólo en un punto es reservado; se ausenta con
frecuencia, porque sus gastos van en aumento; pero nadie sabe dónde va ni en qué
dirección; Ñor Virgola es un viejo trucho: de repente se escabulle a lo mejor de un baile y
vuelve siempre a los tres o cuatro días con las alforjas repletas de plata, después de haber
hecho su visita al platero.

El pobre don Edmundo no había medio que no tentase, soñaba con Ñor Virgola, porque las
piedras eran siempre riquísimas y parecía que el marchante no se daba gran trabajo para
encontrarlas.

- Amigo –le decía una día -, usted y yo podemos hacernos ricos, dígame sólo dónde está la
mina y la trabajaremos en compañía, y yo pondré los gastos y usted no tendrá más que
ayudarme.

- Pero Ñor –le respondía Ñor Virgola -, cómo quiere que yo le diga eso, si la mina no es
mía; yo no puedo, no es mía y cómo quiere.

- Pero hombre –respondía el platero entusiasmado -, si con una sola palabra puede usted
hacerse tan rico.

- No, Ñor, yo no necesito más que lo que tengo -, y sobre todo la mina no es mía y no
puedo.

Por supuesto que el francés no se descuidaba, y le ponía espías y espías por todos lados.
Pero qué... - Si, Ñor Virgola era hombre vivo, se le escapaba como una liebre, y ni los polvos...Hasta
que un día fue a ver al platero y le dijo: mire, si usted sigue poniéndome espías y
cansándome la paciencia, ya no vuelvo más por aquí, y estas son las últimas piedras que ve.

Se asustó el compadre y aflojó. Ñor Virgola le siguió vendiendo sus famosas piedras, y el
negocio iba adelante.

El platero cada vez más desesperado por saber algo, y Ñor Virgola cerrado como una tapia.

Malo cuando el hombre se hace viejo; Ñor Virgola cada vez hacía menos viajes, y el
platero tenía más curiosidad que nunca.

Un día Ñor Virgola se sintió malo, le pareció que la cabeza se le iba para todos lados: se
echó en la cama y se quedó dormido. Cuando se despertó se encontró con el señor cura
sentado a su lado y su marchante el francés mirándolo con unos ojos tan tristes.

- Hijo –dícele el cura -, estás de muerte y es necesario que te confieses.

- Sea en hora buena –respondió Ñor Virgola -, no tengo miedo a la muerte, gracias a Dios.

Ñor Virgola dijo sus pecados al señor cura; pero parece que este señor tenía interés en saber
un pecado del chileno que éste no le decía, sin duda por no creerlo cosa que incumbiese a la
iglesia; pero ellos saben más que nosotros que lo han estudiado, y el cura llamó en su
auxilio al platero. Aquí fue lo bueno. Como dos perros rabiosos azuzaban a Ñor Virgola
para que les dijese en dónde estaba la mina; pero Ñor Virgola les respondía que la mina no
era suya y que no podía decirlo.

Viendo que nada conseguían, el señor cura hubo de acudir al diablo, y empezó a hablar al
pobre Ñor Virgola que estaba ya poniendo los ojos en blanco, de las calderas y sartenes del
infierno y de los demonios con colas y cuernos, que debía ser como para asustar a todo un
señor comandante. Ñor Virgola decía muy triste:

- ¡La mina no es mía! ¡la mina no es mía!

El cura sudaba a mares y el platero se arrancaba la mechas de rabia. Ñor Virgola se iba
acabando como una vela.

- Padre –dijo al fin el pecador, con la voz más delgada que un hilo, levantando apenas las
manos -, écheme su bendición que me voy.

- ¡La mina! ¡la mina! ¿En dónde está la mina? –gritaba el cura más colorado que cresta de
gallo -: te vas a los infiernos si no lo dices, te condenas.

El platero, por su lado, no lo hacía mal, imitando con la boca el zumbido del trueno y
arañando la puerta a modo de demonio. - ¡Estás condenado! habla, pecador, gritaba el padre al oído de Ñor Virgola medio muerto;
y ya lo que quedaba de Ñor Virgola era como el pabilo cuando se derrite el sebo de la vela,
humo, humo y que se apaga. Al fin dice Ñor Virgola tan quedo que apenas se le oye:

- La mina. . .

Y el cura y el platero, por escuchar lo que dice, se echan sobre él y casi lo ahogan.

- ¿En dónde? ¿en dónde? –le preguntan a un tiempo.

- Está en el cerro Bayo y la dejé tapada con una cruz de junco y dos piedras lajas. La
bendi...

No dijo más, revolvió los ojos y se murió; el cura y el platero bailaban de contento al lado
del muerto calentito.

- ¡Oh! si había por qué - exclamó don Urbano interrumpiendo al cabrero -, semejante mina
de setecientos marcos al cajón, vaya un bocado, se harían ricos; no cabe duda, ¡raro
capricho!

Ño Miguel respondió:

- Aguarde usted el fin del cuento, y verá.

Yo dije a una de mis hijas que trajese un vasito de caña de la Habana, que nunca me falta
para estos casos, y el cabrero después de apurarlo a traguitos cortos continuó en estos
términos:

A Ñor Virgola lo enterraron como a pobre en el zanjón, las calandrias se volaron
desplumándose lo más que pudieron las unas a las otras, y el cura y el señor platero se
echaron a buscar con gran contento y mayor secreto el cerro Bayo. Pero acontece
casualmente que en la cordillera hay más cerros Bayos que estrellas en el cielo, así es que
busca aquí, cava más allá, el platero fundió su tienda y el señor cura aumentó el precio de
los bautismos y casamientos.

La gente se guardó de aportar por la iglesia por la carestía, y cura y platero se murieron sin
haber encontrado la famosa mina de Ñor Virgola, que todos tenían más ganas de encontrar
que las que nunca tuvieron los difuntos. Y aquí el cuento se acaba, pero falta la cola, que
cuento sin cola diz que no tiene mérito.

Hace dos, tres o más años, mejor es no decir cuántos, iban un tal don Estratón y don Delfín,
el uno comerciante y el otro militar, por los cerros de la Estancia de Platas, propiedad de los
Masas, cateando minas sin encontrar cosa que valiese la pena, hasta llegar al puesto de
faldeo del Toro, dónde vivía un viejo llamado Joaquín que cuidaba un ganadito a medias
con los Masas. El viejo no sabe qué hacerse con ellos, los obsequia lo mejor que puede porque es muy
pobre, les ceba mate y se sienta en el fogón para hacerles conversación. hablan de minas, y
le cuentan lo mal que les ha ido en el cateo.

- Oh –responde Ñor Joaquín, sus mercedes debían haber traído en su compaña a mi
compadre Virgola que es baqueanazo para catear: ese sí que es buen peón. don Estratón y
don Delfín le dijeron que Ñor Virgola hacía mucho tiempo que había muerto, y le
preguntaron cómo lo había conocido, y si sabía algo de la mina.

- Vaya, si lo sé –respondió Ñor Joaquín -; pero la mina no era suya.

- Pero entonces ¿de quién era?

- Era de su patrón, de don Juan Caparota.

Cada vez más se iban interesando en lo que les dice Ño Joaquín, hasta que le pidieron que
les contase todo lo que supiese de la mina de Ñor Virgola.

- Ñor Joaquín vivía solo, y cuando encontraba con quien conversar lo hacía de mil amores.
don Juan Caparota –dijo -, era un joven oficial del ejército español que en la derrota de
Chacabuco se cortó hacia el sud para ganar el reino de Chile. Mi compadre Virgola que era
peón de don Juan lo acompaño hasta la quebrada del cerro Bayo, en donde vivieron juntos
algún tiempo. Todo esto lo sé por mi compadre; allí dieron un pique, y don Juan mandó
vender las piedras a Mendoza con el peón que era de toda su confianza. Después me
compró un macho en seis pesos, y tomó para los lados de San Juan sin querer entrar en el
pueblo. Antes de irse le dijo a mi compadre que pronto volvía para trabajar la mina, y que
él podía sacar de ella lo que necesitase. Le recomendó el secreto y se fue. Mi compadre lo
esperó en la quebrada del cerro Bayo tanto tiempo que la vaca lechera que tenía dio tres
crías, hasta que se dio de vivir solo y se fue a Mendoza. Desde allí venía siempre
trayéndome tabaco y vicios, y después se iba a la mina y volvía con la alforja llenas de
piedras de plata.

Los cateadores al oír lo que decía Ñor Joaquín, le preguntaron si él sabía el lugar en dónde
estaba la mina.

Ñor Joaquín respondió que sí, y que por más señas tenía una cruz de jume y dos piedras
lajas: pero que era un secreto, y que él no podía decirlo.

Al momento trataron de convencerlo de cómo habiendo muerto Ñor Virgola él no tenía
compromiso, y que respecto a don Juan Caparota, el verdadero dueño, era más que seguro
que habría muerto en la travesía, a manos del ejército nacional.

Ñor Joaquín tenía sus escrúpulos; pero era racional, escuchaba razones y sobre todo como
ya su compadre había muerto, no veía inconveniente en complacer a aquellos amables
jóvenes. La impaciencia de los cateadores era grande; querían ir al cerro Bayo en ese mismo día,
pero Ñor Joaquín les dijo que por allá el camino era muy áspero, y que era mejor que
fuesen el día siguiente por el faldeo del cerro Bayo que está cerquita de Mendoza,
prometiéndoles ir a buscarlos al día siguiente a la estancia de Masa.

Aceptaron gustosos y se despidieron hasta el otro día, muy alegres, pensando en la dichosa
casualidad que les había hecho dar con el mismo compadre de Ñor Virgola.

Y no era para menos: la mina de Ñor Virgola tan mentada, que tenía locos a los
mendocinos, con piedras de 700 marcos el cajón, es cosa que no se halla a dos tirones.

Muy de mañana ensilló Ñor Joaquín su bestia; pero para tal ocasión no montó el caballito
con que repuntaba su ganado, sino que enfrenó un overo manchado que era su lujo. Cuando
está de Dios, no hay que andar con vueltas; el overo estaba de mala veta, y al bajar una
cuesta se espantó no sé de qué, y tienen ustedes que Ñor Joaquín se rompe la cabeza contra
una piedra, el animal dispara y el pobre viejo sin poder moverse, pierde sangre y más
sangre; pasa allí todo el día, y al llegar la noche, el frío y la debilidad dan cuenta de Ñor
Joaquín, y adiós mina. Don Estratón y don Delfín espera y más espera: cuando acudieron al
rancho, el animal había vuelto a la querencia, y el cuerpo del amo estaba tieso y amoratado
en un charcón de sangre.

Aquí mi cuento se acaba, y no está de más que diga que en Mendoza dicen que tal cosa le
pasó a Ñor Joaquín, porque sólo los herederos de don Juan Carpota tienen derecho a la
mina de Ñor Virgola. Entré por un caminito, salí por otro y sea más feliz que ellos otro...

Gran sensación ha producido la historia de Ñor Virgola; hasta los amantes proyectan ya una
excursión al cerro Bayo. Y dirán luego que el amor y la ambición son fuerzas opuestas.
Pero el amor y la fantasía van siempre juntas; a la prueba me remito. Don Urbano quiere la
semana entrante ponerse en marcha, y asegura que hallarán la mina y se harán poderosos.
Mucho temo que esta noche sueñe Amancio que ofrece a Lía una carroza dorada tirada por
cisnes, y Gifford que conduce a Sara a Windsor Palace cubierta de diamantes en traje de
boda. Ya se han marchado Amancio y don Urbano, y oigo a éste todavía, desde lejos,
hablar de los cerros Bayos.



Capítulo XVII



El juez. – El malvado abusa de su fuerza y el inocente sufre las consecuencias de su
conducta generosa. Me siento del todo bueno, y desde luego pienso en visitar mis enfermos antes de ir a la casa
del Juez. Hallo a los unos mejor y a los otros peor; pero todos me reciben con cariño y me
demuestran el placer que tienen de volver a verme.

Con tan buen principio mi ánimo se fortalece y me dirijo a casa del malvado, fuerte y
animoso.

Había justamente escogido un día que no fuese de audiencia, con la idea de hallarle solo;
así es que cuando llegué a la puerta, un soldado que estaba sentado en e umbral me dijo que
no era día de juzgado. No importa, hijo mía, le respondí, sírvase usted decir al señor Juez
que hay una persona que tiene cosas interesantes que comunicarle. El soldado se levantó
con pereza y entró en un cuarto que estaba enfrente de la calle.

Poco después volvió, diciéndome que entrase y esperase.

En efecto, entré a un cuarto que me pareció ser un despacho, porque había en él una mesa
con papeles en desorden, un enorme tintero de estaño y media docena de plumas de ganso
cubiertas de polvo y tinta hasta el cabo. Todo en aquella habitación revelaba el desorden y
el desaseo más completos; algunas sillas de paja, un sillón de baqueta mugriento y una gran
cantidad de puchos de cigarros de papel eran el único adorno del cuarto despacho del señor
Juez árbitro de la suerte de aquel desgraciado pueblo. Había un olor a cigarro insoportable,
que me fatigaba, y a pesar de que el soldado había cerrado cuidadosamente la puerta, la abrí
para que entrase un poco de aire. Esperé como media hora y al fin salió mi hombre.

Seguramente que su tardanza no debió ser por manera alguna motivada por el aliño de s
persona, pues venía en mangas de camisa, con un ponchito corto. Al entrar me miró con el
único ojo que tenía y me dijo por vía de saludo:

- Cierre la puerta, que me puedo resfriar.

La cerré con harto disgusto, como él se arrellanase en el sillón, tomé una silla y la acerqué
a la mesa. Esperé alguna pregunta durante algunos minutos y viendo que ni siquiera me
miraba, no quise que atribuyese mi silencio a turbación y le dije:

- Señor Juez, tengo cosas importantes que decir a usted.

Me miró, pero no habló.

Viendo que era sistema, continué notando entonces, que en vez de darle el tratamiento de
Usía, le había llamado sólo usted; sin embargo, me pareció mejor seguir del mismo modo.

- Amancio –agregué -, ese joven que tiene usted de secretario y por el cual no sé si usted
sabe me intereso mucho, es necesario que deje ese puesto, para ocuparse de algo que le será
de más utilidad y convenga mejor a su carácter. El tuerto me miró con fijeza, asombrado sin duda de mi audacia. Pero había resuelto ir sin
rodeos a mi objeto, y luego aquel olor me sofocaba, ya no podía más. Viendo que callaba,
me dijo con voz bronca:

- ¿Nada más?

- Nada más –respondí -, sino que espero que usted me autorice para decírselo de su parte.

- Dígaselo si quiere –respondió; y me parece que mostró los dientes.

- Con permiso de usted –agregué entonces -, voy a abrir la puerta, el olor a tabaco me hace
daño. Y diciendo esto la abrí.

El tigre creyó que tenía miedo y me dijo de buen humor sonriendo.

- Ábrala. ábrala no más, no importa.

- Es decir –agregué haciendo un movimiento para retirarme – que puedo decir a Amancio
que usted consiente.

- Yo no he dicho que consiento –respondió con socarronería, y empezó a armar un
cigarrito, picando él mismo el tabaco sobre la mesa con una navaja -. Me hace falta –agregó
-, tiene buena cabeza, lo necesito; ya puede retirarse.

- Comprendo, sí señor, que Amancio sea a usted de mucha utilidad –repliqué -: pero
además de que no le será a usted difícil remplazarlo, él desea ocuparse de otra cosa, quiere
trabajar de otro modo y no creo que usted se niegue a lo que es justicia.

- Me hace falta –contestó con distracción, levantándose.

Temeroso de que se entrase al otro cuarto, me le acerqué agregando:

- Pero es contra su voluntad, señor, contra su interés.

- Ya lo sé –respondió con flema acabando de armar el cigarro -; pero me hace falta.

Y diciendo estas palabras se disponía a dejar la habitación. entonces tomándole por una
punta de poncho le dije:

- Tenga usted la bondad de escucharme un momento más, porque Amancio es para mí
como un hijo.

- Y eso a mí qué me importa – me contestó deteniéndose -; no me canse la paciencia, viejo
loco y confórmese con salir bien parado. Por muy buen carácter que tenga un hombre, hay situaciones superiores a todo raciocinio, a
todo plan premeditado; había resuelto observar con aquel desgraciado una conducta
moderada aunque firme; pero su maldad pasaba los límites de mi paciencia.

Sabía que el Juez Robledo era un hombre regularmente educado, un doctor y, por
consiguiente, creía que tendría que habérmelas con un déspota; pero que por lo menos
observaba aquellas reglas de civilidad indispensables en la sociedad; después he sabido
que aquella grosería era su sistema con la gente educada que afectaba despreciar de ese
modo. sin saber lo que hacía dije deteniéndole:

- Usted no se irá, me ha de escuchar por fuerza, porque el cielo está ya cansado de su
maldad.

Estas palabras las pronuncié casi sin darme cuenta de ellas, tal era el horror que aquel
hombre me inspiraba; pero el cambio que sufrió su cara me hizo volver en mí. Una palidez
mortal se extendió por su semblante, los labios tomaron un color amoratado y un temblor
general agitó su cuerpo. Permanecimos algunos momentos el uno en frente del otro sin
hablarnos. Por intervalos parecía que el ojo con vista quería salirse de su órbita, tal era a
fijeza con que lo clavaba en mí, mientras que el hueco lo cerraba convulsivamente. Al fin
halló su cólera palabras con que descargarse. Me llenó de insultos soeces, me amenazó de
todos modos, con todos aquellos suplicios tan familiares a su depravado corazón y
concluyó diciéndome:

- Perro viejo, con que creías que podías darme una lección; ya me habían dicho que la
echabas de santo, vas a salirte con la tuya, serás mártir, eso corre de mi cuenta.

Después de estas palabras, se marchó cerrando la puerta con un golpe.

Entonces me di cuenta de mi situación; vi que estaba en sus manos y que nadie podría
salvarme.

La idea del pesar de mi familia me atormentó cruelmente y al punto me ocurrió la
posibilidad de escaparme de allí sin ser visto, para ocultarme; pensarlo y hacerlo fue cosa
de un segundo. Reuní mis fuerzas, salí de la habitación con toda la mayor prisa que pude y
atravesé el patio corriendo;

pero al llegar a la puerta, dos soldados me dijeron un terrible atrás, que casi dio en tierra
conmigo. Ya no había medio de escapar, estaba preso, y a pesar de mí un sentimiento de
terror se deslizó en mi corazón. Los soldados me dijeron: “Síganos al calabozo”, y no tuve
más remedio que hacerlo, pidiéndoles antes me permitiesen tomar aliento porque estaba en
extremo agitado. Uno de ellos se puso detrás de mí con su sable desenvainado y el otro
marchó por delante, diciéndome: “Vamos”.

La casa de mi verdugo estaba situada en un extremo de la ciudad y para legar a la plaza
teníamos que atravesar todo el pueblo. Aunque inocente y satisfecho de la conducta
observada en aquella circunstancia, sin embargo, me era muy terrible tener que aparecer como criminal ante todas aquellas buenas gentes que me habían considerado hasta entonces
como hombre honrado.

Todos los que encontrábamos nos miraban con asombro, y muchos de ellos nos seguían a
cierta distancia, deseosos sin duda de saber adónde íbamos. ¿Quién no conoce al médico
inglés? todos los pobre saben que soy para ellos un amigo, un hermano. Las mujeres se
detienen y exclaman afligidas: ¡Preso! alguna de ellas se anima a preguntar adónde me
llevan, y los soldados responden: A la cárcel.

Entonces oigo resonar en mis oídos palabras que me llegan al corazón y me confortan.

Una dice, pobrecito; la otra alza su hijo en brazos y le dice: ¡Salúdalo, hijito, que es el que
te curó de la quemadura de la piernita! ; y otras, recordando a mi mujer y a mis hijas, tan
caritativas y amistosas con los pobres, exclaman: ¡Pobre familia, qué desgracia!

¡Oh! es que en estos pueblos, preso quiere decir muerto; desgracia inevitable; la prisión no
es aquí una detención, no es la mera suspensión de la libertad de un hombre; prisión es
tormento, castigo, por el solo hecho de ir preso, porque el que entra no sabe nunca, por leve
que sea su falta, si saldrá pronto ¡ si vivo o muerto!

Llegábamos ya a la puerta de la cárcel, cuando vi cerca de mí a una muchachita de pocos
años, cuyo padre conozco mucho, por haberme servido el año pasado en los trabajos de la
trilla. La chiquilla me miró asombrada, y por poco no hace mil pedazos una botella que
llevaba en la mano.

- ¿Don Jacobo –decía -, a la cárcel?

- Sí, le respondí, avísalo en casa, y diles que no se aflijan; no pude oír su respuesta, pero
estaba seguro que cumpliría mi recomendación.



Capítulo XVIII



La cárcel. – Historia de un desgraciado. – El que no sabe es como el que no ve. - ¡Nuevas
angustias!



La cárcel de San Luis es uno de sus mejores edificios, sólida y regularmente construida de
adobe, sirve a la vez de prisión y de cuartel.

Hiciéronme entrar en un cuartejo pequeño y oscuro, y allí me dejaron solo. Era la primera
vez de mi vida que tal cosa me pasaba, y si exceptúo la desazón que me causaba el pensar
en la aflicción de mi familia, mi espíritu estaba tranquilo. Tú lo sabes, Dios mío, un solo momento no desesperé de tu bondad infinita, y si mi razón me decía que todo aquello era
causado por la imprudencia del paso que acababa de dar, mi corazón aprobaba lo hecho y
me recompensaba por la tranquilidad de mi conciencia y la fortaleza de mi espíritu. El
recuerdo de Amancio me entristecía; conociendo la generosidad de su corazón, temía por
él; sin embargo, me tranquilizaba la presencia de aquel discreto joven en mi casa. él
aconsejaría lo más prudente, lo más acertado.

En estas reflexiones estaba mi espíritu engolfado, cuando me pareció sentir pasos cerca de
mí. En efecto, poco después oí una voz que me decía: Buenos días, compañero; aunque sin
ver la persona que me hablaba, respondí: Buenos días. Y poco después un hombre se acercó
a mí. No podía decirse que la oscuridad fuese absoluta; pero mis ojos aún no se habían
hecho a aquella media luz, y apenas distinguía las facciones de un hombre alto y robusto al
parecer, algo entrado en años; a medida que le miraba, me parecía que su cara no me era del
todo desconocida. De repente oigo que dice con asombro: ¡El médico, qué casualidad!

- ¿Parece que usted me conoce?

- Si señor, - me respondió respetuosamente -; ¿pero cómo lo han traído a usted aquí? ; ¿tan
pronto?

No entendí bien el sentido de aquella última expresión, y respondí:

- Ya que usted me conoce, dígame quién es, porque yo apenas veo.

- Lo mismo me pasó a mí –me contestó –pero ahora ya estoy hecho: la cárcel y yo somos
conocidos viejos.

Sin poder remediarlo, me hice a un lado para retirarme más lejos del contacto de aquel
hombre; pero en seguida, reprimiendo ese mal movimiento de orgullo, díjele con dulzura:

- Dígame usted quién es, que yo no recuerdo su cara.

- Venga acá –agregó -; siéntese.

Y como yo hiciera además de sentarme, agregó :

- Ahí no, que hay un charco de sangre, más acá.

- ¿Sangre, ¿qué, está usted herido?

- Poca cosa –respondió -, es cosa vieja, no le hago caso.

- ¿Pero qué es? –pregunté interesado, muéstreme usted la herida, eso no puede quedar así.

- Para qué –contestó -, si ahorita no más traen los otros grillos y vuelta a la misma jarana. - No, hijo mío –díjele -, no puedo permitirlo; si usted está enfermo no le pondrán grillos.
Yo no lo permitiré, venga usted acá, y me senté en el poyo que rodeaba el calabozo. El
preso se sentó a mi lado, diciendo:

- No se empeñe, señor, si no ha de ver bien, es cosa de nada; y me enseñaba una de sus
piernas.

Un poco más arriba del tobillo, percibí claramente con mis manos, una llaga larga como de
seis pulgadas, que me parecía ser muy profunda y que debía causarle mucho dolor.

Felizmente llevaba yo dos pañuelos de mano en los bolsillos: los corté en tiras y vendé la
herida lo mejor que pude, encargándole se moviese lo menos posible.

Conmovido, me dio las gracias y me dijo que aquella herida era causada por unos grillos
que había llevado anteriormente, más de un año, que le apretaban mucho, agregando que
cuando se había escapado de la cárcel habíalo hecho con grillos, habiendo tenido que
conservarlos puestos muchas leguas, hasta encontrar a los suyos.

Interesado vivamente pro aquel desgraciado, cuyo lenguaje sencillo y moderado me daba a
entender que no era un hombre perdido, le pedí me contase su historia.

- Mi historia, señor –me dijo -, es corta y triste. Me llamo Pascual Benitez y soy de los que
anduvieron el año treinta y nueve con el general Paz; él me hizo sargento, y todos pueden
decir si fue con justicia.

Después de los barullos y cuando el ejército se acabó, yo me quedé por acá por consejos del
mismo General, que me dijo:

- Benítez, vos estás casado, sos hombre trabajador, quédate con tu mujer y no te metas en
opiniones porque esto va mal.

Así lo hice, señor. Me puse de peón de carretas y con lo que ganaba mantenía
honradamente mi familia. Nadie se metía conmigo, y nadie tenía queja de mí.

Así pasé mucho tiempo, hasta que me cansé de esa vida que es pesada, y un día le dije al
capataz: ajústeme esa cuenta, que yo ya no sigo. El capataz me respondió que era preciso
que siguiese algún tiempo más, que me necesitaba mucho; y yo que no, y que no. Nos
agarramos de palabras, él me trató de salvaje y me dijo que me había de delatar al
Gobierno, y que mi General era un cobarde. Ya no supe lo que hice; se me nubló la vista,
tenía una hachita en la mano, con que estaba apretando unos rayos, y le di con ella por la
cabeza.

El hombre cayó redondo: fue mi primer muerte. Los compañeros que nos miraban
acudieron todos al muerto, menos un amigo mío, un tal Servín, que me dijo al oído:
Lárgate, Pascual, que si te agarran te fusilan. Tomé el primer caballo que encontré, y me
corté para la Pampa, sin papeleta, sin nada, que todo se había quedado en la carreta. Desde entonces anduve peregrinando, tan pronto en un lugar como en otro, comiendo lo
que encontraba, durmiendo donde me tomaba la noche., y sin atreverme a llegar a los
pueblos. Porque cuando uno ha muerto a un hombre se le figura que todos se lo conocen en
la cara, y cualquier galope de caballo que oía, decía entre mí: es la gente que viene a
prenderme, y me escondía en los matorrales con mucho miedo. Y eso que yo nunca se lo
tuve a las balas, porque bastante habían pasado sobre mi cabeza el día que me hicieron
sargento; pero ese es otro miedo. A veces, cuando estaba tendido en el suelo cerca del árbol
que había escogido para hacer noche, me parecía que veía atrás de mí, como una figura toda
llena de sangre, que me llamaba salvaje y que tan pronto estaba delante como colgada de la
rama del árbol; entonces me tapaba la cabeza con mi poncho y hacía fuerza para llamar al
sueño, que no venía, y me pasaba toda la noche en vela hasta que llegaba el día y era
preciso esconderse de nuevo, y andar siempre con cien ojos.

Otras veces, cuando iba galopando con la fresca de la noche, se plantaban en las orejas del
caballo dos luces que me dejaban ciego, y yo cerraba los ojos hasta que si iban. ¡Qué vida,
señor!, muerto de hambre y siempre solo, acordándome de mi mujer y de mis hijos; a veces
tenía gana de que me agarrasen; pero no encontraba sino campo y soledad. No sé cuánto
tiempo anduve así, pero debió ser mucho, porque el pelo y la barba me crecieron con
asombro.

Un día, por fin, encontré dos indios y aunque no podían entenderme, por señas les expliqué,
como pude, que tenía hambre; al momento me llevaron a sus toldos y me dieron de comer.
Con ellos viví mucho tiempo, hasta que las cosas cambiaron. Señor, los indios no son tan
malos, no roban sino por hambre y nunca matan sin necesidad. Los que los hacen malos son
los cristianos que se van entre ellos. Allí había algunos como yo, y desde el primer día me
pusieron mala cara, buscándome pleito por todo. Supimos un día que debía pasar una tropa
grande y la gente estaba muy ganosa por ir a buscar vicios. A mí eso de robar siempre me
pareció cosa fea para un militar, y así fue que el día de la marcha me quedé atrás y me volví
a los toldos. La empresa les salió bien, robaron cuanto quisieron, y trajeron dos cautivas.
¡Qué le diré, señor, cuando vi que las cautivas eran mi mujer y mi hija Mariquita! Alegría y
pesar todo fue uno; porque las cautivas son del que las toma, y el que las había apresado era
un santiagueño muy malo que no tenía miedo a nada. Así que las vi llorando y tan tristes ,
les dije que era preciso que no se afligiesen, que ahí estaba yo. ellas, las pobres, me habían
creído muerto hacía mucho tiempo y se iban en esa tropa a Córdoba, a juntarse con una
parienta. No hubo forma. El santiagueño no quiso aflojar las mujeres; de balde le rogué, le
ofrecí comprárselas dándole un maneador trenzado, dos caronas buenas y mi caballo que
era superior. No me hizo caso y nos desafiamos. El hombre no era lerdo, paraba que era un
gusto, con un poncho vichará que tenía en el brazo. Pero la buena causa estaba de mi parte,
le metí el cuchillo hasta el mango en la barriga, y todos dijeron que había sido un lindo
golpe. Es verdad que aquella muerte era diferente de la del capataz, porque era por cobrar
lo que era mío; no le hace, siempre matar es pesado y hace que uno le tome como gusto a
la sangre.

Creo que vivimos con los indios como cinco años; mi hija se casó con el cacique, y mi
mujer se murió de un pasmo. Así que me quedé solo, me volvieron ganas de volverme a mi
tierra. Allá tenía dos hijos que ya debían ser mozos, y como estábamos cerca de mis pagos
me pareció cosa fácil, pensando que ya quién me habría de cobrar la muerte del capataz, después de tanto tiempo. Ensillé mi pingo, y sin decir nada a nadie, me largué. El amor a la
querencia es cosa fuerte, ni de Mariquita me despedí, de miedo que se lo dijese a s marido y
me dijesen que no me fuese.

Anduve dos días y dos noches hasta que empecé a conocer los lugares; todo lo mismito que
el día que salí por la última vez con la tropa. Qué gusto me dio ver los árboles conocidos,
los ranchos más viejos; pero siempre en el mismo lugar, los animales bebiendo a donde
mismo y todo como si fuese el día de ayer. Llegué a una casa, ya no vivían los mismos
dueños; pero una moza muy bien hablada, me dijo que habían sucedido muchas cosas, que
habían mudado gobierno, que los otros ya no estaban, y que la gente andaba contenta. Por
todo lo que me dijo la moza, se me figuró que debían ser los amigos de mi General los que
mandaban entonces. Me despedí de ella, y muy alegre enderecé a la plaza, caminé mucho
ese día, pocos conocidos encontré; pero supe que mi hijo menor había marchado hacía
poco, con una gente.

Aquí señor, mi cuento se hace pesado, porque ya no me sucedió nada particular hasta la
llegada de mi hijo que lo trajeron preso, por deserto, con grillos. Aquí mismito se los
remacharon en esta cárcel. Empeños hice no sé cuántos, para librarlo; a ese tuerto pícaro le
ofrecí que me fusilara en su lugar si quería; pobre muchacho, de veintidós años; nada valió,
le pegaron cuatro tiros y yo me volví a los indios.

En una entrada grande que hicimos, me agarraron, porque yo entonces vine con miras de
hacerle una jugada al Juez; pero las cosas fueron mal, me pescaron y me tuvieron aquí un
año y días, hasta que me escapé.

El sargento se detuvo viendo que no continuaba le dije:

- Pero falta el fin, acabe, que interesa.

- El fin, quién sabe cómo será, si será como el de mi hijo, porque la desgracia persigue al
hombre: me junté de nuevo con los indios con la intención de quedarme con ellos para
siempre; pero vino por allá un demonio, hombre de empuje, uno a quien le llaman el Ñato,
alborotó la indiada, y todos entramos en la jarana, y vuelta otra vez a las desgracias.

el nombre del Ñato me trajo al momento el recuerdo de mi hijo, y con doble interés le pedí
que continuase.

- Los indios se apostaron en el cerro Aspero, y allí se les reunió el Ñato con otros cristianos
para ir a dar el ataque a Sucos, en dónde había dos estancias hermosas. El tiro no fue malo;
pero al volvernos, una partida de auxiliares de los Andes nos cayó encima, y aunque no
alcanzó a quitarles el ganado, tomó algunos prisioneros, a causa de los caballos que estaban
cansados.

No puedo explicar la emoción con que seguía las palabras de aquel hombre. Mi hijo con los
indios, robando ganado, ¡muerto quizá! ¡No escuché el fin de su relación; un torrente de
lágrimas brotaba de mis ojos, y me cubrí el rostro con ambas manos! ¡Eran demasiadas
emociones para un solo día; el corazón se me salía del pecho!
- No se aflija, señor –me dijo el sargento -. El niño está salvo.

- ¿Qué quiere usted decir? –exclamé.

- Quiero decir que don Juancito me ha dicho todo, que somos amigos y que juntos caímos
prisioneros y juntos hemos de salir en libertad o no me llamo Benítez

- Luego mi hijo está prisionero, aquí en la cárcel –dije con abatimiento.

- Mejor es eso –respondió -, que con el maldito Ñato, que lo habría perdido como él y
hubiera sido lástima, porque es mozo guapo y de esperanzas.

Hícele varias preguntas relativas a mi hijo, y cada una de sus respuestas era un nuevo dolor
para mi corazón.

La entrada del carcelero, que venía con el herrero a ponerle los grillos, interrumpió nuestra
conversación.

- No es posible –dije – que a este hombre se le pongan grillos; está enfermo y yo como
médico me opongo a un acto tan bárbaro.

- Yo no tengo nada que ver con usted –respondió el carcelero -, cumplo lo que me mandan;
si es médico mejor, porque hay un preso enfermo en el otro lado, que paga bien.

Eché mano al bolsillo y encontré felizmente un duro. Se lo di y agregué:

- No le ponga usted los grillos.

Lo tomó y contestó:

- Por complacerlo le pondré solo un grillete, porque yo veo que usted lo entiende.

Benítez no quería admitir el trato, y decía furioso al carcelero que me devolviese el duro y
le pusiese los grillos, que aquello era un robo; pero el carcelero no le hizo caso y se guardó
el duro.

- Después de comer verá al enfermo; es tu compañero –dijo a Benítez -, está medio loco,
¿no oyen? está gritando.

- ¡Ay es mi hijo! –exclamé -, lléveme usted por Dios cuanto antes, lléveme usted.

- Su hijo –respondió -, no, entonces no los junto.

- ¡Qué hijo, ni qué hijo! –díjole Benítez al oído -, no ve que está medio...

Y llevó el pulgar a la boca, para darle a entender que estaba yo ebrio.
- ¡Ah! es otra cosa –replicó el carcelero -, estos gringos es lo que saben. Después de comer
iremos, hasta luego.

Cuando nos quedamos solos, Benítez se excusó diciéndome:

- Señor, dispense; pero era preciso engañar a este bárbaro; si no, no podía usted ver a
Juancito.

- ¡Triste de mí, soy muy desgraciado!

Mi compañero hizo solo los honores a nuestra miserable comida, porque yo no tenía
corazón para probar un bocado.

Qué tristes horas pasé; verme tan cerca de mi hijo y no poder abrazarlo, enfermo: ¿qué dirá
su madre?

Llegó por fin el momento: el carcelero me encargó no me tardase, que iba a encerrar otros
presos, y me dejó a la puerta del calabozo, con una vela de sebo amarillosa por toda luz.
Penetré casi a tientas; el viento que entraba por la puerta hacía oscilar la llama y amenazaba
por momentos apagarla.

Mi hijo dormía en el suelo pelado, uno de sus brazos le servía de almohada, sus vestidos
estaban en desorden y se agitaba como en una pesadilla. Acerquéme poco a poco por temor
de despertarle; su frente ardía, por momentos pronunciaba algunas palabras confusas. Allí
estaba ese hijo tan querido, tan cuidado, que tantos afanes me había costado, y nada, nada
podía hacer por él su padre, preso como él y perseguido; ni siquiera cuidarle, estar a su
lado. Me saqué la levita que era de paño forrada, y le cubrí con ella, para defenderle de la
humedad de suelo en extremo perjudicial. Era urgente sacarlo de allí, la fiebre era muy
violenta, y si no se le aplicaban prontos remedios, su razón y su vida peligraban.

- Mi padre, mi padre, decía con agitación, ¡qué vergüenza, se morirá! ; luego agregaba más
tranquilo: Es una buena mujer, ¡quiere tanto a su hijo, y su hijo es un ladrón!

Al decir esta palabra, mi pobre hijo se agitaba de un lado a otro y apenas bastaban mis
fuerzas a contenerle. En ese momento llegó el carcelero diciéndome que era hora de cerrar.

En vano le pedí de todos modos me permitiese pasar allí la noche. Desgraciadamente no
tenía más dinero que el que le había dado, y mis promesas no le hacían efecto. se negó a
todo, me sacó a empujones y burlándose de mi dolor agregaba que si el preso se moría lo
enterrarían.

No pude cerrar os ojos en toda aquella noche tan larga, envidiando el sueño tranquilo de mi
compañero de calabozo, que poco después de mi vuelta se había quedado profundamente
dormido.
Capítulo XIX



Jorge Gifford. – El gobernador



La primera cara que vimos fue la del carcelero que venía a pasar su visita. Al momento le
pedí noticias del enfermo, ¡ay! cuánto le agradecí me respondiese:

- Ese diablo está mejor, ya no grita, y duerme como un sano.

Era buena señal, la fiebre cedía: por temor de irritarle no le rogué me llevase a verle, hasta
más tarde, y empecé a rebuscar en los bolsillos del pantalón y del chaleco algo que halagase
su codicia. Felizmente vi en uno de mis dedos una sortija de oro macizo que conservo
desde mi salida de Inglaterra, y al momento se me ocurrió que sería de su gusto. ¡Oh! pero
yo también me había vuelto avaro; se la daría con la condición de que me permitiese pasar
la noche velando a mi pobre hijo. Benítez aprobó mi plan y me dijo que él le haría la
proposición, porque yo no servía para esas cosas y era capaz de echarlo todo a perder.

Las horas pasaban largas como siglos y nadie parecía acordarse de mi existencia. Cómo era
posible que aquella niña no hubiese llegado a mi casa; y si tal era, ¡qué incertidumbre para
los míos!

¡Cuánta suposición no habrán hecho! ¡qué afligidas estarán esas pobres mujeres! Pero
Amancio debe imaginar lo que motiva mi ausencia; es incomprensible, ni un recado, ni una
palabra, después de tantas horas.

- Señor –díceme el sargento -, no se entristezca, no hay nada peor; porque al hombre triste
no se le ocurre nada bueno, y cuando uno está preso, no hay como las ocurrencias.

- Tiene usted razón –contesté -, sobre todo que es una injusticia de mi parte, y debo más
bien dar gracias a Dios por haberme reunido con mi hijo.

- Justamente eso estaba yo pensando; no se aflija porque no venga nadie de afuera, que
quién sabe a ellos como les va; mire que ese tuerto es el demonio, capaz de todo, y puede
ser que haya dado orden para que nos tengan como a perros rabiosos, sin que nadie se nos
acerque.

No se me había ocurrido, en efecto, que quizá mi desgracia era mayor de lo que yo suponía.
Pedí fuerzas al que todo lo puede y esperé la legada del carcelero para saber a qué
atenerme. Cuál sería mi sorpresa, mi placer, al ver entrar a éste seguido de nuestro querido Gifford.
No tuve palabras para recibirle, le abrí los brazos y lloré sobre su pecho, haciéndole mil
preguntas.

- ¿Y mis hijas? ¿cómo está María? ¿qué es de Jane?

E responde enternecido a mis preguntas, que están buenas, aunque muy tristes, y e detiene
mirando a los dos testigos que nos escuchan. El carcelero comprende que está demás y
dice:

- Si estorbo me iré; pero...

- Sí, ya caigo –responde Gifford, echando mano al bolsillo.

Cuando el carcelero salió, dije a Gifford:

- Puede usted hablar, este otro es un amigo.

- Gracias por la confianza –respondió el sargento -, que no han de tener por qué
arrepentirse.

Jorge empezó así:

- Respetable amigo, usted no es hombre a quien se le puedan hacer reproches, porque obra
siempre por el impulso de su corazón y la voz de su razón. Sin embargo señor, cuando
menos, puedo quejarme de que usted no me haya considerado digno de confiarme el paso
que iba a dar. Todo lo sé por Amancio, cuya desesperación rayó en locura luego que supo
la prisión de usted acusándose, por sus imprudentes quejas, de haber pedido a su mejor
amigo. Pena daba verle desesperarse y pedir perdón, una por una, a la afligida madre y a las
niñas, cuyo dolor aumentaba con sus lamentos. en vano quise calmarle con razones: mis
palabras no hallaron eco en su corazón, llegando su aflicción a tal punto que la buena
señora, para tranquilizarle, le aseguraba que la prisión de usted era cosa pasajera, que no le
causaba grande aprensión. el infeliz Amancio fuera de sí, y a pesar de oponerme yo a ello
fuertemente, se presentó en casa del Juez para enrostrarle la fealdad de su conducta,
llegando su exaltación hasta amenazarle con ir a delatarle al Gobernador; lo que puede
imaginar usted cuánto irritaría a ese hombre feroz.

Sin perder muchas palabras, lo mandó preso con grillos a esta misma cárcel.

- Pobre Amancio –exclamé, víctima de su exaltación. Pero, y usted amigo mío, ¿cómo ha
podido llegar hasta mi?

- Es necesario que usted lo sepa todo. El infame juez, no contento con la doble prisión de
ustedes intentó atemorizar a su inocente familia, mandando dos de sus esbirros con
amenazas insolentes, que a no ser por mi presencia allí hubieran llenado de espanto a las
señoras; llegando su temeridad a punto de prohibirles saliesen de casa, dando por presa toda
la familia hasta nueva orden.
Esto era ya demasiado; a pesar de la repugnancia que sentía teniendo que abandonarlas por
algunas horas, era necesario tomar alguna determinación para hacer cesar un estado tan
violento. Armé a tío Pedro con una escopeta que hallé en el cuarto de usted y lo puse en la
puerta de la sala, haciéndole prometer dispararía su arma sobre el primero de aquellos
hombres que quisiese entrar allí por fuerza; el negro me aseguró que sólo pasarían por
sobre su cadáver. Más tranquilo, rogué a las señoras se encerrasen con llave por todos
lados, no abriesen sino a mi voz, y me despedí, dándoles esperanzas que yo no tenía.

Felizmente podía salir por la puerta del fondo y una vez allí estaba libre de ir adonde
quisiese.

En el primer momento pensé en el Juez; pero bien luego se me ocurrió sería grande
imprudencia exponerme a que me tomase y me privase de una libertad que me era tan
necesaria.

Cuánto deploré la circunstancia de no haber aquí cónsul extranjero de ninguna especie, ni
nada que supla esa falta en caso necesario. En mi calidad de inglés decidí dirigirme al
Gobernador o a s Ministro, aunque no sabía de qué medio valerme. Pensé en una
presentación; pero era cosa larga y hubiera ido a parar infaliblemente a manos del enemigo;
en tan crítica situación se me ocurrió una idea. Entré al primer almacén que hallé a mi paso,
y dije al dueño:

- ¿No podría usted decirme la casa de un caballero, cuyo nombre he olvidado, que según
me han dicho es el más respetable vecino de esta ciudad, y al cual tengo algo importante
que decir? Yo le gratificaré a usted.

- No señor, no es necesario –me contestó -, ese no puede ser otro que don Mauricio – y
diciéndome en donde vivía, me aseguró que era éste un hombre como pocos. Era mucho
aventurar, pero ¡qué remedio!

Llamé a la puerta de una hermosa casa, cuyo exterior prometía, y vino luego una chinita,
diciéndome que el amo estaba durmiendo la siesta.

- Hazme el favor –le dije -, de avisarle que está aquí un caballero que desea verle.

- No, que está durmiendo –respondió.

- Bien, entrégale esto –y saqué de mi cartera una tarjeta, cuya punta doblé.

La chinita tomó la tarjeta con mucho cuidado y corrió para adentro; yo me quedé dudando
si la entregaría. Pero poco después apareció una negra vieja y me dijo:

- Pase su mercé a la sala, el amo ya viene. Entré a una sala muy grande, algo despoblada, pero muy fresca y aseada. Empecé a cobrar
ánimo. Poco después vino una persona, que a no dudarlo, era el caballero de quien tanto
bien me había dicho el almacenero.

Su exterior no podía ser más atractivo; parecía tener unos cincuenta años, era grueso y algo
colorado, con una fisonomía amable e inteligente; se conocía que se había vestido de prisa;
pero la blancura de su camisa y de una chaqueta muy ancha, que dejaba amplia soltura a sus
movimientos, era irreprochable. Me pidió disculpas por su tardanza, y con la más
caballeresca cortesía díjome estaba pronto a servirme en lo que gustase. ¡Cuánto admiré tan
espontáneo ofrecimiento sin conocerme, sin más que por mi nombre, que le era totalmente
desconocido, y por el aspecto de mi persona! Este es un rasgo muy común en América; que
sólo aquí se encuentra, y que nadie aprecia mejor que el europeo. al punto se ofreció a
llevarme él mismo, a casa del Gobernador, aprobando mi plan.

En aquella conversación aprecié cumplidamente la rectitud del buen juicio de don Mauricio
y desde entonces mi corazón le guarda constante reconocimiento y amistad.

Como me dijese que era preciso esperar a que el Gobernador durmiese su siesta, hube de
conformarme con esperar una hora más. Y a no ser por la impaciencia que me agitaba,
hubiérala pasado admirablemente en su compañía.

Me pintó al Gobernador como a un hombre débil y sin inteligencia, entregado
completamente a su Ministro, el cual a su turno es el esclavo de su mujer, que según las
malas lenguas influye más de lo que debe en los asuntos del Juzgado; pero del cual
podíamos esperar algo, sobre todo si damos con la señora, que era una santa. No dejó de
admirarme como, habiendo en San Luis hombres superiores, como el señor don Mauricio,
tienen magistrados estúpidos y corrompidos; pero este caballero con una claridad y
precisión que le honran, me hizo ver uno por uno los vicios del sistema democrático en
estos países, en donde para un hombre inteligente y educado hay cien que ni leer saben.

Gracias a la respetabilidad del nombre de mi nuevo amigo, las puertas de la casa de
Gobierno nos fueron abiertas, y pude presentar mi queja al mismo Gobernador.

El Gobernador me pareció un ente estúpido, ridículo, grosero y sin el menor barniz de
educación; pero sin mala intención y preocupado exclusivamente de un hermosísimo gallo
de pelea, que estaba atado de una pata de una silla de la sala. Durante todo el tiempo que
hablé, el supremo magistrado no le quitó los ojos, lo que hacía que yo creyese que no me
escuchaba. Pero así que concluí, me dijo con voz bronca:

- ¡Ah! Usted es inglés, paisano de mi gallo, ¡miren qué causalidad!

Tan inoportuna salida hubo de irritarme; pero mi compañero me miró de una manera
expresiva; cobré ánimo y me repuse. El Gobernador continuó:

- El Juez sabe lo que hace, es hombre de saber, a lo menos así dice siempre el Ministro, y el
Gobierno no tiene por qué meterse en la ley. Iba yo a responderle, cuando el señor don Mauricio me hizo señas para que me callara; en
efecto, el Gobernador agregó, siempre sin perder de vista a su gallo:

- Es particular, todos se quejan del tuerto. Parece que es duro; ¡oh! en tratándose de la ley, y
lo entiende; hace unas sentencias que ni en los libros se encuentran mejores; el Gobierno lo
necesita.

Después de un rato de silencio, continuó riendo:

- Tiene su geniazo. ¡Diantre de hombre! Ustedes tomarán un matecito. Martina, que traigan
mate, gritó.

- Allá va –contestó una voz de adentro.

Entonces mi compañero, que parecía tener confianza en la casa, dijo mirando para la
puerta:

- Para servir a usted, señora.

En el momento se presentó una señora como de cuarenta años, que nos saludó
amistosamente con la cabeza, diciendo:

- Ya voy a levarles el mate.

El Gobernador continuó:

- ¿Con que preso? ¡preso! ¿don Jacobo? ¡mire qué diablo! ¿y el secretario? ¡vea! . . .

- Y hasta la familia –agregó don Mauricio.

- Eso es chanza pesada –dijo el Gobernador -; ¡meterse con las mujeres!

La gobernadora presentó el mate a mi compañero y se sentó a su lado.

- ¿Quién está preso? –preguntó con interés y con un acento tan tierno, que me conmovió.

- El médico inglés –respondió su marido.

- Su mujer y sus hijas –agregó don Mauricio.

- ¡Jesús! qué injusticia –exclamó la buena señora -; ¿cómo es eso?

Y miró al Gobernador.

- Yo no tengo que ver con eso –respondió el jefe del Estado, meneando una pierna que
cruzó sobre la otra; son cosas del Juez. Sí, de Robledo –exclamó la señora con tristeza.

- Robledo –agregó mi nuevo amigo -, que manda más que el Gobernador, que es aquí el
que tiene más poder.

- ¿Qué dice, hombre? –dijo éste sin alterarse -, ¿quién le mete esas cosas en la cabeza?

- ¿Quién, señor? –continuó con calor -, todo San Luis, todos los desgraciados, víctimas del
capricho de ese déspota, y especialmente el reciente ejemplo. ¿Por qué privar de la libertad
a un hombre como el doctor Wilson? ¿quién no conoce sus virtudes en este pueblo? ¿quién
tiene queja de él ni de su familia? y luego llevar la iniquidad hasta mandar amenazar esas
buenas señoras y ponerles centinelas, es cosa nunca vista; y si tales escándalos siguen, el
gobierno se desacreditará y se hará de enemigos, porque la gente se ha de cansar.

- Lo ves, Anacleto, lo ves –decía llorando la señora -¡pobre familia!

- Sí, sí, se ha de cansar la gente –repetía el Gobernador mirando a su gallo - sí, se ha de
cansar, y lo peor es que ya no hay remedio, es cosa hecha. ¿Qué dirá ahora el Ministro? yo
quisiera que usted lo oyese, ¡qué trabajo!

- ¿Pero por qué no les pone S.E. en libertad? –me atrevía a decir yo.

- Eso no es cosa mía.

- ¿Pero de quién es? –preguntó don Mauricio -. ¿Quién mejor que usted?

- No, que después me sale embromando con la soberanía con la Constitución, y no me
meto.

- Precisamente por la Constitución debe usted mandar orden de libertad para ese buen
doctor y s familia; el Gobernador puede intervenir, debe intervenir siempre que un juez
viola así sus deberes y falsea la justicia.

- Bueno, si es así, vean al Ministro, que él mande la orden.

- Sería inútil, porque ellos dos se entienden muy bien y no harían sino su voluntad.

- Lo ves, lo ves, Anacleto –repetía tristemente la señora, que estaba parada con el mate
vacío.

- Andá, trae mate, mujer, y no te metas con le gobierno –díjole su marido, sin alterarse.

- Es decir que ustedes me han tomado por su juguete; ¡qué demonios!

- No, señor –respondió don Mauricio -, nosotros respetamos en usted a la primera persona
del Gobierno; pero sentimos que otros sean los que gobiernen en su nombre, y que usted
cargue con la mala fama.
- Eso no, que todos saben que no soy hombre malo, y que el Juez y el Ministro son los que
hacen y deshacen.

- Pero, ¿por qué no nombra usted otro Juez y otro Ministro?; eso es cosa fácil; pero sobre
todo ahora lo que importa es que usted nos haga una ordencita para que el doctor y su
familia queden libres.

- Lo que venga el Ministro luego.

- No, señor, ahora, ahora, y con una solicitud muy de apreciar, mi amigo se acercó a la
mesa, escribió la orden y la presentó a firmar.

Aquí tropezamos con una nueva dificultad; se hizo de rogar, diciendo que luego el Ministro
iba a embromarlo con la renuncia y la zoncera, con dejarlo solo, y que él no sabría que
hacer.

- Admitirla - respondió don Mauricio, que no faltará quien haga de Ministro mejor que él.

- Bueno, bueno –dijo el tímido Gobernador, firmando al fin la orden -; que salga el preso de
noche, por el escándalo. Deshacer yo lo que manda el Juez parece chanza –agregó después
con socarronería -; y luego cuando venga el Ministro aquí, Martina le dirá que estoy
enfermo.

- Eso es, eso es –contestó la señora; y nosotros nos retiramos muy satisfechos.

De allí fuimos a tranquilizar a las señoras, haciendo despejar aquellos facinerosos, con gran
pesar de tío Pedro, que había tomado gusto al oficio; y aquí me tiene usted con la orden.

- Venga usted a mis brazos, querido Jorge –díjele enternecido -, es usted mi salvador; cómo
podré pagarle tal servicio.

- Estoy pagado suficientemente –me respondió -, con el placer que siente mi alma.

- Cáspita con el inglesito –decía el sargento -, que es leído y escribido y si no fuera
atrevimiento le ofrecería estos cinco –y le tendió la mano.

Jorge la estrechó muy complacido y continuó diciendo:

- No he hablado de Amancio, porque me pareció mucho pedir en un día; pero mi amigo el
señor don Mauricio me ha dejado esperar que habría medio de tentar de nuevo el golpe.
Así, pues, no hay ya más que pensar en salir así que sea de noche.

Gracias, amigo mío, por tantos esfuerzos; pero aún no puedo aprovechar de ellos – y
entonces le hice presente cómo hallándose allí mi hijo y enfermo, yo no podía abandonarlo. Jorge dijo cuanto pudo para convencerme; pero mi resolución era invariable. Le pedí me
dejase la orden y que no hablase de ella al carcelero; en seguida le hice algunos otros
encargos y sobre todo le recomendé me trajese algún dinero, tan necesario allí.

Dióme a entender Jorge que mi familia extrañaría mucho que yo no aprovechara de aquella
orden: pero le aseguré que mi mujer y mis hijas se resignarían gustosas cuando supiesen
que tal era por ahora mi voluntad, pues deseaba que ignorasen hasta la prisión de mi hijo.

Después de prometer venir al día siguiente, se marchó Gifford tranquilizándome sobre el
fiel cumplimiento de mis deseos.



Capítulo XX



El padre y el hijo.



Gracias a mi sortija y a buen trato que hizo el sargento, el carcelero me permitió pasar la
noche al lado de mi hijo querido.

Cuanto pasó en aquella noche, debe quedar entre Dios y nosotros. Baste saber que tuve la
dicha de hallarlo más desgraciado que culpable, víctima sólo de sus pocos años y de
pérfidos consejeros.

La fiebre disminuía considerablemente, y empezaba a tranquilizarme completamente sobre
su salud; sólo me agitaba el temor de su mala causa, y sobre todo la perversidad del Juez.
Cuando me separé de él lo bendije por mí y por su buena madre, prometiéndole volver en
cuanto me fuera posible. Aquel día nada supe de Amancio, el carcelero no quiso responder
a ninguna de mis preguntas.



Capítulo XXI



Tentación, orgullo. - ¡Triunfa al fin el amor de padre!



Al día siguiente, cuando abrí los ojos, encontré a mi compañero el sargento sentado a mi
lado, mirándome con mucho interés. - ¿Sabe, señor –me dijo -, en lo que estaba pensando?

- No, amigo mío –le respondí -, no puedo imaginarlo.

- Pues estaba pensando que había hecho usted muy bien en no salir ayer de aquí y guardarse
esa orden.

- ¿Por qué razón? –pregunté sin saber adónde iba a parar.

- Porque con esa orden se puede hacer salir algún otro preso que sea como quien dice, un
poco menos santo que usted.

Al punto creía que el sargento quería aprovechar la orden para su propio uso y me lastimó
un rasgo de egoísmo justificable hasta cierto punto; pero que lo hacía desmerecer en mi
concepto.

- Que ocurrencia –respondí, evadiendo la cuestión.

- Sí, buena ocurrencia –dijo -, anoche no he dormido pensando en esa pícara orden. A ver,
muéstremela, léala, aunque yo no soy muy baqueano y no me parece que podría.

La conversación me disgustaba; en suma, lo que aquel hombre me proponía era un abuso de
confianza, y para darle a entender mi desagrado, tomé el partido de hacer como si no lo
oyese. El continuó:

- Bien lo veo, usted tiene escrúpulos, se le figura mal hecho; pero piense que le va el
pescuezo, que el Juez debe estar más rabioso que un toro, y que al fin, después de todo, es
su sangre.

Sorprendido de tan extraña salida díjele de improviso:

- ¿Pero para quién quiere usted la orden? ¿de quién quiere usted hablar?

- Toma –respondió -: de Juancito, ¿ de quién otro? A ese Amancio yo no lo conozco, y
podrá ser todo lo mejor que usted quiere; pero no lo puedo comparar con Juancho.

Lo confieso, me sentí turbado; me pareció que debía pedir perdón a aquel corazón
generoso, de la injusta sospecha que había tenido, y sin más reflexionar díjele que en e
primer momento había creído que él deseaba aprovechar aquella orden para recobrar la
libertad. Al escucharme, su cara tomó una expresión de asombro particular y replicó con
tristeza:

- ¡ Qué, señor! ¡un pobre como yo! ni pensarlo; ¡ si yo no hago falta a nadie, qué
ocurrencia! el niño es otra cosa, ¿no le parece?

Maquinalmente le contesté: - Sí, es otra cosa.

- Bueno –agregó -, es preciso pensar en que salga, y pronto.

- ¿Pero cómo amigo mío? si esa orden . . .

Y entonces recordé que ni siquiera la había visto, pues la tomé doblada de manos de Jorge y
del mismo modo la había puesto en mi cartera. La saqué temblando a pesar de mí, y leí con
gran contento:

“Hago saber por la presente, que queda en libertad, desde este momento, el preso que fue
conducido a la cárcel el día de ayer.”

Seguía luego la forma y la fecha.

- Ya lo ve –dijo el sargento muy contento -, ese preso es usted, es él o cualquier otro de los
que trajeron ese día. Aproveche que el tiempo urge, que si el Juez resuella ha de ser duro;
no hay que perder momento.

En efecto, era necesario no dejar tiempo a aquel hombre para hacer de nuevo su trama; la
orden no podía ser más vaga, como redactada de prisa y por una persona que no tenía
costumbre de hacerlo. Sin embargo, sentía una repugnancia extraña. Cómo, decíame a mí
mismo, antes cuando creía que se trataba de este hombre, esa acción me parecía
reprochable: una falsificación, un acto injustificable, y ahora porque se trataba de mi hijo,
pienso en ello sin disgusto y voy hasta prestarle mi sanción; no, no, es imposible, yo no
debo nunca transigir con lo que vitupero. Y desechaba la idea como una tentación
peligrosa. Luego, mi corazón me decía, era crueldad sacrificar a mi hijo pudiendo salvarlo
tan fácilmente; y multitud de encontrados afectos luchaban en mi pecho. Por momentos me
parecía orgullo insensato de mi parte perder a mi hijo tan querido, por no tener que
reprocharme una mala acción, y se me figuraba que era quererme más a mí mismo de lo
que convenía a mi título de padre. ¡Cuánto deploraba la ocurrencia de aquel hombre! Sin
ella yo estaría tranquilo y aquella lucha no atormentaría tan cruelmente mi espíritu.

- Sabe, señor –me dijo el sargento de improviso, después de largo rato de silencio -, que se
me figura que si yo le dijese a Dios que había pegado una puñalada por salvar a mi hijo, a
no dudarlo Dios que es tan buen padre, me diría: bien hecho, Pascual, al fin era tu sangre;
pero no lo hagas más.

Enternecido tendí los brazos a aquel hombre rústico, que me daba una lección de amor
paternal en su sencillo lenguaje, a mí que me había creído hasta entonces tan buen padre.

- Tiene usted razón –dije –ese sería un rasgo sublime y Dios perdonaría al criminal por
amor al padre. Seguiré el consejo de usted y así que venga Gifford trataremos de ponerlo en
práctica. El sargento me dio las gracias, como si se tratara de algo suyo, y se puso a charlar
muy contento, pensando en la cara que pondría el tuerto cuando supiese la treta. Una vez decidido, mi espíritu se tranquilizó aplaudiéndome de mi resolución como de una
gran victoria. Cuál no será el gozo de la madre, pensaba, cuando sepa el riesgo del que se
ha librado su hijo. Me parece escuchar ya las tiernas palabras con que me recompensará de
una sacrificio que ha dejado de serlo, que ha revestido el carácter más santo. Dios ve la
falta; pero ve la intención, y su espíritu está conmigo.

Cuando vino Jorge le di cuenta de lo convenido y tuve la satisfacción de que me
comprendiese plenamente y aprobase mi conducta.

Sin embargo, era menester que mi hijo no fuese directamente a casa de su madre, para
evitar preguntas que no tendría como contestar sin revelar lo que debía quedar para siempre
oculto, y además era prudente no se expusiese a ser tomado de nuevo.

Concertamos que Jorge lo acompañaría hasta el rancho de Ño Miguel en donde
permanecería oculto, hasta que yo pudiese explicar su venida a la familia.

A pesar de la mala voluntad del carcelero, Gifford consiguió sacar el preso a la caída de la
noche; pero tuve que privarme por prudencia del placer de abrazarlo antes de partir.

En toda la noche no pude dormir; el sargento veló conmigo hasta muy tarde; pero al fin
cedió a la influencia del sueño, y yo me lo pasé solo con mis pensamientos, escuchando el
melancólico alerta de los centinelas, que me recordaba a cada momento el peligro a que
había escapado mi hijo, ¡gracias a la feliz ocurrencia del sargento y a la victoria obtenida
sobre mi orgullo!



Capítulo XXII



No todas son desgracias. – Agradable sorpresa. – Pobre Pascual. – Siempre se recoge el
fruto de una buena educación. – Delicado sentimiento. – Sueño tranquilo.



Bendito sea una y mil veces nuestro padre común, dispensador de tantos beneficios.

Y está aquí Jorge, mi hijo se halla seguro, bajo la salvaguardia del honrado cabrero, mi
corazón está enajenado, no hallo expresiones para dar las gracias a mi joven amigo. ¿Pero
qué es lo que me dice? ¿una sorpresa? ¿qué puede ser? sin saber por qué mis ojos se
humedecen, no sé lo que será; pero una voz interior me dice que no es una nueva desgracia.
¡Poder divino! estrecho ya contra mi corazón a mi buena María y mis dos tesoros esperan
impacientes que les llegue s turno. ¡Hijas del alma, qué hermosas me parecen, qué frescas!
¿ Y Jane? ¿por qué no ha venido? por cuidar la casa ¡ah! siempre la misma ¡qué feliz soy! Aquel oscuro calabozo se ha transformado para mí; los seres tan queridos que me rodean le
prestan su luz, su encanto. La felicidad no tiene templo fijo; su altar está en el corazón del
que ama y es amado, y quejarse de la vida mientras se puede amar es una torpe blasfemia.

No tengo sillas que ofrecerles; no importa: María se sienta en un pequeño banco que el
carcelero me trajo ayer por gracia especial, y nuestras hijas se colocan a su lado, recostadas
graciosamente en la pared como dos ángeles custodios.

Mi alegría me ha hecho olvidar al pobre sargento, qué está acurrucado en un rincón sin
moverse por temor a ser inoportuno, mirándonos, y oyéndonos sin atreverse ni a saludar a
los recién venidos. Pero en cuanto mis hijas han reparado en él se acercan y le preguntan
con ese acento que sólo posee una mujer, cómo se halla de su pierna. El preso enternecido
responde balbuceando, y dirigiéndose a Jorge le dice:

- Estas son cosas de usted, Dios se lo pague, que me ha dado sin querer un buen gustazo.

Mucho sentía no poder decir a mi buena María que su hijo estaba tan cerca de nosotros y
que ya nada teníamos que temer, contentándome con anunciarle sabía de un modo positivo
que estaba bueno y que pronto lo veríamos. Pero aquella madre cristiana apreció su dicha
por el sufrimiento pasado, y con un torrente de lágrimas me dijo que Dios era siempre
bueno con los que confiaban en él, y que ella nunca había dudado de su misericordia.

Cuando llegó el momento de hablar de Amancio, la madre y las hijas se enternecieron
recordando la desesperación que se había apoderado de aquel amigo desgraciado al saber
mi prisión; y su pesar aumentó cuando le dije que ni siquiera sabía en dónde estaba, pues el
carcelero no había querido jamás darme ninguna noticia, y que muchas veces me habían
ocurrido a ese respecto siniestros pensamientos, temiéndolo todo de la crueldad del
malvado.

Jorge trató de tranquilizarnos, diciéndonos era muy probable que el Juez hubiese dado
sobre él órdenes más severas; pero que por manera alguna creía que peligrase su vida. Con
ese motivo tuve ocasión de ocuparme largamente de las relevantes prendas que posee el
corazón de Amancio y su espíritu; teniendo la satisfacción de ver que los ojos de Lía se
humedecían de continuo y que su pecho ahogaba frecuentes suspiros, reprochándose sin
duda alguna su pasada crueldad con el pobre secretario.

¡Cuánto me complacía ver la discreta reserva de mi esposa y de mis hijas! ni una pregunta
imprudente, nada que revelara en ellas una curiosidad bien justificable por cierto. Sabían
que yo no creía oportuno aprovechar de aquella orden, y prontas siempre a respetar mi
voluntad acatando mis derechos de padre y esposo, sufrían resignadas sin aumentar mi
amargura con frívolas quejas. Sus palabras de dulzura y de consuelo eran un bálsamo
suavísimo a mis dolores y en aquella hora recogí con usura el fruto de una buena educación
que había dado a mi familia.

Cuando llegó el momento de separarnos abracé tiernamente aquellos pedazos de mi
corazón y bendije a la esposa y las hijas, con toda la efusión de mi alma, pidiéndoles o
repitiesen aquella visita, porque a pesar del gran placer que me habían dado, me era penoso, muy penoso, verlas entrar a tan triste mansión, expuestas a ver y escuchar quizá lo que
lastimaría profundamente la exquisita delicadeza de la madre y la casta inocencia de sus
hijas.

En seguida, para no dejarlas ir afligidas y sin esperanza, díjeles esperaba poder salir pronto
de la cárcel y obtener la libertad de Amancio, prometiéndoles mejores días para el porvenir,
y encomendándoles abrazasen por mí a Jane. Antes de marcharse mi mujer y mis hijas
saludaron cordialmente a mi compañero, recomendándole no permitiese estuviera yo
desabrigado, habiendo traído al efecto una capa y dos cobertores muy gruesos, para suplirla
falta de cama, que no quisieron admitir. El sargento les prometió cuidarme como a un hijo;
y se marcharon en seguida acompañadas de Jorge, que debía volver al día siguiente.

Cuando nos quedamos solos, Benítez me dijo cuánto le había gustado conocer a mi familia,
y que era lástima que aquellas niñas tan lindas estuviesen tristes a causa de aquel maldito
Juez. Entonces no pude menos que pintarle el cuadro tan dichoso de muestra familia,
durante tanto tiempo, turbado primero por la partida de mi hijo y luego por la crueldad del
Juez Robledo, a quien nunca habíamos hecho ningún daño.

Benítez escuchaba en silencio y sólo de cuando en cuando decía:

- ¡Demonio de tuerto! ¡ah, hombre malo!

Llegó la noche y después de decir mi acción de gracias me quedé profundamente
dormido, como si estuviese en mi propia cama, en aquel cuartito tan cuidado por la
constante asiduidad de mis queridas hijas.








Capítulo XXIII



La fuga. – El hombre no puede hacer justicia por sí mismo. – El fin no justifica los medios.
- ¡Más desgraciado que culpable!



¿Cuál sería mi asombro al despertar, viendo que estaba solo, y que con mi compañero
habían desaparecido mi capa, mis cobertores y hasta el atado de ropa limpia que me habían
traído la víspera? No puedo asegurar cuál fue mi primer pensamiento, porque, aunque
comprendía claramente que el sargento debía haberse escapado, ni veía por dónde, ni se me
ocurría para qué se había llevado aquella ropa, que tanta falta me hacía.
En estas reflexiones me hallaba sumido, cuando se presentó el carcelero con nuestro escaso
almuerzo, y se me ocurrió entonces la idea que quizá durante mi sueño habían sacado aquel
infeliz para fusilarlo. Pero el carcelero no me dio tiempo a hacerle ninguna pregunta,
porque se echó furioso sobre mí diciendo:

- ¿Y el otro, dónde está el otro?

- No lo se –respondí, tratando de sustraerme a la terrible presión de sus dos manos -, ¿no ve
usted que se ha llevado todas mis cosas?

- ¡Ah! –dijo golpeándose la frente -, soy un bruto; esos malditos trapos tienen la culpa, y
ese demonio se ha escapado por allí.

En efecto, había en la pared una ventanita muy alta con reja; pero no comprendía cómo
podía haber trepado hasta allí, ni menos salir por entre las rejas. Díjeselo al carcelero, y más
apaciguado me respondió:

- Sí, es un Lucifer, se achica y se agranda como quiere, y creo que hasta sabe volar. Ya son
dos; pero si cae otra vez entre mis manos, lo he de poner en lugar seguro, en donde está el
secretario.

Viendo que estaba en vena de hablar le dije:

- ¿Qué secretario?

- Ese flacucho –respondió -, que cayó hace días, y que me ha recomendado tanto el Juez;
¡oh! lo que es ese, no escapa. Y usted don Santulón, ándese con cuidado; para mayor
precaución voy a hacer tapar la ventana, eso es.

- Pero hombre, me va usted a dejar sin aire, ¿y cómo puede usted temer que me escape, con
mis piernas de sesenta años?

- No le hace, no le hace.

Y me dejó solo diciendo:

- No, que de este modo les tengo más a mano a los dos.

Me ocurrió que quizá pensaba reunirme con Amancio, para dejar libre aquel calabozo por si
acaso traían otra vez al sargento; pero las horas pasaron y a pesar de que cerraron la
ventana con unos cueros, nadie vino.

Entonces fue que eché de menos a mi compañero, siempre conversador y animado, aunque
no podía decirse que estuviese alegre; pero había en sus expresiones algo de tranquilo y
resignado que se hermanaba perfectamente con mi modo de sentir. Aquella completa oscuridad me causaba vértigos, y el aire que por momentos iba siendo
más condensado oprimía mi pecho e interrumpía mi respiración. Mucho padecía, estaba
resuelto a pedir al carcelero que me atase más bien; pero que me dejase entrar un poco de
aire. No puedo calcular cuánto tiempo duró este tormento, que se me figuraba eterno: la
soledad sin luz es la imagen de infierno para el desgraciado.

De repente oí ruido de voces y pasos de muchas personas, mi puerta se abrió con estrépito y
a pesar de que el golpe de luz que entraba por ella cegaba mis ojos, hechos a la oscuridad
por tanto rato, percibí muchos soldados armados que llevaban en el medio un hombre todo
manchado de sangre y medio desnudo Lo entraron al calabozo y sin ocuparse de mí,
cerraron de nuevo la puerta en silencio. El aire fresco había reanimado un tanto mis fuerzas;
pero veía menos que nunca. El hombre parecía arrastrarse hacia mí y un sentimiento
extraño de repulsión me hizo huir de su lado.

- Perdóneme, señor –oigo que me dice una voz que aunque muy débil reconozco por la del
sargento y al punto me acerqué a él sin temor diciéndole:

- Desgraciado, ¿qué sangre es esa? Por algunos momentos no respondió, y escuchando su
respiración jadeante, movido a compasión, le dije -: Descanse usted no más, luego
hablaremos, y me senté a una distancia en extremo agitado, temiendo una nueva desgracia.

Poco a poco la respiración se hizo menos perceptible, pero más igual. Aquel infeliz se había
dormido de fatiga sin duda y yo no pude menos que permanecer tranquilo en mi rincón, por
tenor de despertarlo.

Su sueño duraría una hora, y ya iba yo sintiendo la falta de aire, cuando sus palabras
absorbieron toda mi atención.

- Perdóneme –dijo con su voz de siempre -, que le haya llevado la ropa; pero de otro modo
no podía enlazar la reja, ni treparme, ni salir, en una palabra.

- Está usted perdonado –contesté -; ¿pero a qué venía el irse así; sin consultarme, para que
le suceda a usted lo que infaliblemente debía sucederle, con su grillete y con todas las
demás circunstancias que acompañan a un preso escapado? Lo que usted ha conseguido es
que tapen la ventana y nos dejen sin aire ni luz, empeorando su causa con la fuga.

- Lo que es eso, no me importa –respondió -, y en cuanto a usted como ha de salir pronto,
no le mortifique la escasez de aire, que ha de durar poco.

- ¿Y eso cómo lo sabe usted? –le dije -; ¿pero qué sangre es esa? ¿qué, lo han herido al
tomarlo?

- No, señor, esta sangre no es mía, gracias a Dios, porque me han tomado como a un
chorlito; esta sangre es de un bribón que a estas horas está pataleando en los infiernos.

- ¡Desgraciado! –exclamé -, ¿qué nuevo crimen ha manchado sus manos? - Eso de crimen no lo entiendo yo así –respondió con serenidad -, que no es crimen matar
una víbora o un escuerzo, y ese maldito Juez era mucho peor que los dos juntos.

Todo lo comprendí; aquel infeliz se había escapado para vengarse de su enemigo; pero lo
que no alcanzaba era lo que sus palabras me revelaron después.

- ¿Pero cómo ha podido usted creer, hombre ciego, que tenía derecho de justicia por sí
mismo? ¿Qué no sabe usted que Dios y los hombres castigan su acción como un delito
horrendo?

- Sí, ya sé que me han de fusilar; también fusilaron a mi hijo que era manso como un
cordero; pero la muerte no es cosa que me asusta por ahora; ya estoy viejo, no hago falta a
nadie, y gracias al sargento Benítez hay ya en San Luis un pícaro menos y sus hijas y usted
y muchos pobres dejarán de padecer.

Las palabras de aquel desgraciado lastimaban mi corazón y me llenaban de espanto. por
nosotros, por nuestra felicidad se había sacrificado, se había lanzado de nuevo al crimen,
dando muerte al tremendo Juez. la acción de Benítez tenía un doble sello de magnanimidad
y horror que me espantaba.

No, yo no podía decirle una palabra de reconocimiento; aquel beneficio brutal había
costado sangre y esa sangre caía sobre la cabeza del mismo bienhechor. el silencio pesaba
sobre los dos; mi espíritu estaba decaído; él continuó así:

-¿Qué le parece? Desde que supe que ese malvado era la causa de sus desgracias, ni de día,
ni de noche podía dejar de pensar en matarlo, y cuando me quedaba dormido oía una voz
que me decía: ¡mátalo, Pascual! ¡mátalo, Pascual! que al fin para vos no es sino otra muerte
y para esa familia de santos es una felicidad grande. Así fue que cuando me escapé esta
mañana tempranito, usted estaba muy dormido, y yo me dije a irme: por mí podrá dormir
así siempre en su casa , con las niñas y la señora, que cuando me fusilen rezarán un padre
nuestro por l´alma del sargento Benítez.

Lágrimas corrían de mis ojos al escuchar a aquel infeliz, víctima de su malos instintos en
lucha con la generosidad de su corazón. El horror de su conducta se confundía con la
pureza de su intención, y desde el fondo de mi alma, pedía al Dios de bondad hiciese
penetrar un rayo de luz en aquel corazón. No quise por más tiempo afligir al amigo tan
desacertado, que el cielo había puesto en mi camino, y con voz grave le dije:

- Hijo mío, un exceso de sensibilidad ha arrastrado a usted a cometer un crimen odioso. La
falta de educación moral ha hecho a usted creer que el hombre podía hacer lo que es sólo
atribución divina. No, amigo mío, y este título que doy a usted nuevamente, no es en
manera alguna para recompensar un servicio que causa más dolor a mi corazón que todos
los tormentos que hubiera podido hacerme sufrir la crueldad de su víctima, sino para abrir
su corazón al arrepentimiento, porque Dios ha dicho: amaos unos a otros y no hagas a aquél
lo que no quieras que hagan contigo. –El sargento respondió tristemente: - Siento mucho que usted esté tan triste y tan enojado conmigo; bien me parecía a mí que
usted se iba a asustar; pero algún día me la va a agradecer, no importa.

- No se equivoque usted, Pascual –respondí -, agradezco la pureza de su intención, pero
rechazo la acción como criminal y odiosa a los ojos de Dios, que es todo amor.

- Sí, señor, usted es mucho más bueno que yo y puede decir esas cosas; pero le aseguro que
lo que Dios manda, pocos lo obedecen; a mí desde que nací, puedo decir que la gente no ha
hecho más que perseguirme, y bien me acuerdo que mi madre decía: Pascual es buen
muchacho y ha de ser honrado. Pero de aonde, si el capataz es el primer pícaro con quien
di, y de él en seguida, pícaros y más pícaros, hasta dar con el pobre Juancho. ¡Qué, señor,
Dios será muy bueno, pero sus hijitos, quite allá!

- No, te engañas, hijo mío; Dios es la misma bondad, y los hombres no son ni buenos como
él , ni tan malos como tú lo piensas. Pero son orgullosos, violentos y siguen siempre sus
malos instintos. Tu hiciste mal en enfurecerte contra el capataz, aunque él te insultase,
porque la cólera es mala consejera, y desde entonces el espíritu del Señor se apartó de ti, y
tu alma fue acostumbrándose al odio, hasta que volviste a matar, y de entonces aquí has ido
de mal en peor. Pero Dios perdona al que se arrepiente, y tiende sus brazos al que le pide
perdón, porque él todo lo ve, todo lo adivina y lee en el fondo de nuestros corazones.
Arrepiéntete, hijo mío, odia tu crimen y al salir de esta vida tan desgraciada para ti, entrarás
en el cielo, en donde todos son buenos y se aman, y en donde Dios, eternamente presente,
alegra con su presencia e corazón de los justos.

- Yo no sabía todo eso –dijo Pascual con aire pensativo -; entonces en el cielo estará mi
hijo, pobrecito, y mi mujer tan buena; francamente, señor, yo quisiera arrepentirme de
haber muerto a ese bribón; pero si se me figura que he hecho tan bien; ¡ya se ve. . . la
costumbre! Usted que sabe tantas cosas lindas del cielo, dice eso, así será y haré fuerza.

- Bien, hijo mío –le respondí enternecido -, odia tu pecado y el Señor te abrirá las puertas
del cielo.

Y yo me decía interiormente: este hombre sin educación, sin la menor idea de religión, ¡qué
habría sido con un alma tan generosa! Y sin querer pensaba en esta inmensa pampa en
donde la mayor parte de sus hijos viven y mueren sin haber escuchado una sola vez una voz
amiga que les hable de caridad, de amor, de justicia, y comprendía cuán desgraciados son, y
mi pensamiento se fijaba en aquellos que por su talento o su fortuna han llegado a los
primeros puestos, en estos vastos países, partiendo de mi corazón una voz que clamaba:

¡Legisladores, jóvenes amantes del progreso, no os encerréis en el pequeño recinto de
vuestros cuidados, no os envolváis en la túnica de vuestras mezquinas preocupaciones!
volved los ojos a la pampa, ved esos millares de guachos salvajes, semejantes en sus
costumbres, en sus ideas, en su ignorancia, a los indios del desierto; son vuestros enemigos
naturales, que siempre la fuerza bruta es el contrapeso de la idea, del pensamiento. Pero
pensad que más hace la enseñanza, la difusión de la luz que trae consigo el refinamiento de
las costumbres y ablanda los corazones, que lo que conseguiréis jamás con el brillo de
vuestras bayonetas y el estruendo de vuestros cañones. Más se alcanza con un poco de amor, que con mucho odio: ¡sublime verdad! y aquí amor quiere decir enseñanza, luz,
verdad. Acusáis en vuestra vanidosa ignorancia al gaucho de cruel y sanguinario; acaso os
creéis vos de otra raza, de otra especie; olvidáis lo que es ese gaucho, a quien medís con la
vara de vuestra justicia, igual para uno de vuestros hijos, que para uno de esos
desgraciados, que jamás oyó pronunciar esa palabra justicia, sino con el terror que a ellos
les inspira la fuerza, porque para un gaucho la justicia es el alcalde, el Juez de Paz, en una
palabra, hombres que representan la violación de esa misma justicia. ¿Qué sabe un gaucho
de sus deberes de ciudadano? ¿ Quién se los ha enseñado jamás? ¿Cómo podéis exigir el
cumplimiento de lo que ignora? ¿Qué sabe él de propiedad, cuando todo el campo es suyo y
se ve libre como el águila que remota su vuelo a las nubes, cuando da rienda a su potro?
¿Quién le habló jamás de un Dios padre de todos y bueno para todos? ¿Será el cura, a
menudo ignorante, de la capilla que dista veinte leguas de su rancho, que dice una misa
cada domingo en un idioma que él no entiende? ¿Por qué los sacerdotes ilustrados no van a
la campaña? ¿Por qué el gobierno no obliga a estos apóstoles de la palabra divina a ir por
un tiempo fijo, a difundir la luz entre esos desgraciados? ¿ Por qué no ponéis escuelas en
todas partes, con profesores morales y bien pagados, que enseñen al hijo del gaucho la
obligación del cristiano, para que pueda comprender en seguida el deber y el derecho del
ciudadano? ¿ Por qué? No por falta de verdadero patriotismo, no por ceguedad: porque en
vosotros no hay sino odio; porque vivís en el pasado, y ese pasado de desgracias ¡ay! nada
os enseña. Ved que vosotros mismos criáis en vuestro seno la hidra de la discordia. Cesen
las luchas de palabras, basta de sangre vertida por añejas preocupaciones sin sentido ya, y
que desde las orillas del Plata hasta el pie de las Cordilleras se unan los argentinos y formen
una vasta cadena que encierre a todos sus hijos sedientos de luz y paz. No acuséis
injustamente a una raza inteligente y dócil; recordad lo que fueron en siglos pasados esos
mismos pueblos de la raza sajona que son hoy el asombro de las naciones; ellos han pasado
por las mismas crisis que vosotros, la misma anarquía ha hecho temblar desde sus
cimientos el edificio social en que hoy reposan esas instituciones.

El secreto de su grandeza está en su educación. Educad al pueblo, fortificad en él los
sentimientos morales, y sólo por ese medio seréis grandes, respetados y felices



Capítulo XXIV



¡Pobre Pascual!. – Sus últimas palabras, - Salida de la cárcel. – La oración.



Cuando Gifford entró en el calabozo ya todo lo sabía, y en pocas palabras me contó que la
noticia se había difundido muy pronto por el pueblo, y que la casa del Gobernador estaba
llena de gente, que acudía a pedir libertad para sus deudos encarcelados con más o menos
justicia; agregando luego en voz baja que el Gobernador había dado orden de abrir las
puertas a todos los detenidos, con excepción del asesino del Juez, que debía ser ejecutado al
día siguiente para escarmiento.
A pesar de que antes no pude nunca hacerme ilusiones sobre la suerte que le esperaba al
desgraciado sargento; sin embargo, atormentaba mi corazón la idea que aquel infeliz iba a
ser ejecutado tan pronto y sin estar su espíritu suficientemente preparado. Era necesario
anunciárselo, confortarlo; terrible momento.

Gifford quería sacarme de allí cuanto antes, y yo no podía desprenderme del lado de aquel
hombre. Amancio no tardó luego en venir a reunírsenos, dándome mucha pena verle flaco y
debilitado por la prisión.

El sargento que ignoraba aún su sentencia díjonos al vernos juntos:

- Si me matan mañana. moriré contento, que la muerte no me mete miedo, y al fin todos
ustedes serán felices.

Poco después vinieron a llevarle a otro calabozo, anunciándole al mismo tiempo su
sentencia.

En seguida el carcelero con mucha cortesía nos dijo que estábamos todos libres y podíamos
salir cuando gustásemos.

El sentenciado, antes de marcharse, se acercó a mí, me besó la mano y me dijo:

- Gracias a usted, creo que veré a mi mujer y mi hijo. Adiós, no se olvide.

Yo que comprendía el sentido de sus palabras, contesté:

- Dios te asistirá, hijo mío; recuerda mis consejos; hasta la vista.

- Hasta la eternidad, respondió y con paso ligero salió del calabozo.

No tengo palabras para explicar lo que pasó por mí en ese momento; ansioso de abrazar a
mi familia, dejé aquella triste mansión con el corazón traspasado, pareciéndome que la
cárcel me causaba más horror al salir que al entrar.

Amancio y Jorge me dejaron en brazos de mi familia reunida, y ellos se fueron a dar
algunos pasos para ver de obtener la conmutación de la pena para el pobre sargento.

Esa noche después de tanto tiempo volví a ver aquel tierno grupo, arrodillado delante de la
imagen de la Virgen del Rosario, dar gracias por el nuevo favor y tantos otros dispensados,
concluyendo la oración con estas palabras de mi esposa:

- Dios tenga piedad del culpable y le conceda el perdón.

- ¡Amén! –respondimos todos.

¡Los votos del infeliz sargento estaban cumplidos!


Capítulo XXV



La justicia. – Vuelven los días serenos. – La madre. – Amancio. – Don Urbano.



Todo ha sido en vano: hace ocho días que la sentencia ha sido ejecutada; el culpable y su
víctima han comparecido ya ante el supremo Juez; la justicia humana está satisfecha.

Mi casa ha estado de duelo, y a pesar que todos ignoran el generoso móvil que arrastró al
pobre Pascual, como se habían acostumbrado a mirarle como a un amigo, han sentido
mucho su muerte. Además de eso, mi salud se ha resentido de las grandes agitaciones que
ha sufrido mi espíritu en estos últimos tiempos; he tenido fiebre y por vez primera, hoy que
el tiempo está tan hermoso, dejo la cama y de mi sillón contemplo con delicia el bello
paisaje que se extiende ante mis ojos.

El tiempo está muy caluroso, como que estamos ya a principios de enero; el sol en toda su
fuerza baña con su luz vivificante los campos sembrados de espigas que hace relucir como
si fueran de oro. Por un lado el trigo con su color dorado, y por otro el verde de los árboles
cubiertos de hojas lustrosas y frutas de variados colores hacen el más bonito contraste: esa
luz tan viva, ese sol que durante el ardor de la canícula fuera siempre para mí tan molesto
en otro tiempo, ahora me hace bien. Estoy ya viejo, siento necesidad de calor y de luz., mi
espíritu se rehace ante la naturaleza en su más lujosa manifestación.

Me siento confortado. Olvido la pasada tristeza y hago ya dulces planes para el porvenir.
Mi hijo está con nosotros, su madre no ha necesitado saber sino que está a su lado y no se
irá ya. Con esa delicada intuición de la mujer y sobre todo de la madre, ha adivinado que su
hijo guarda un secreto doloroso para su corazón y no le pregunta de dónde viene, por que
sabe que ya no se va..

Pronto vamos a cosechar el trigo, y veo con gran satisfacción que Juan se interesa por la
cosecha, que será espléndida este año, y pregunta a tío Pedro lo que ignora, y se afana por
ayudarle en sus preparativos, con gran placer de éste..

¡Oh! si puedo conseguir que tome gusto a la agricultura, estaré muy satisfecho y no temeré
ya por su porvenir, que gracias a Dios no le faltará tierra que cultivar ni antes, ni después de
mi muerte.

Amancio fue llamado por el Gobernador y su Ministro para pedirle que se encargara en los
primeros momentos de los asuntos del Juzgado, que nadie conoce como él, y ayer he tenido
la satisfacción de saber por él mismo que esos señores tenían mucho interés en nombrarlo
Juez en propiedad.
Amancio es una de esas naturalezas que reúnen en sí dos fuerzas contradictorias; mucho
fuego y un extraordinario brío de aspiraciones; pero al mismo tiempo una desconfianza
tenaz en constante pugna con esas aspiraciones. Así que antes de dar una respuesta sobre un
asunto tan importante, vino a consultarme, dándome cuenta de sus escrúpulos. Él no es
Doctor, y sólo tiene unos pocos conocimientos prácticos unidos a una concienzuda lectura
de algunos buenos autores de derecho civil y criminal; y aunque en San Luis no hay ningún
jurisconsulto, ni nadie que tenga en la materia conocimientos superiores a los suyos, no le
parecía delicado admitir un cargo tan grave, sin sentirse con fuerza necesaria para
desempeñarlo. Sin embargo, he conseguido hacerle varias de propósito, dándole las
siguientes razones:

En primer lugar, si no es él será cualquier otro, inferior a él en todos los conceptos, que
hará mayores males por ignorancia; sin que podamos contar con las mismas garantías de
honradez y rectitud de juicio; en seguida, él mejor que nadie sabe que aquí las cuestiones
más delicadas se resuelven siempre por el fallo único del Juez; y en ese caso todo debe
esperarse de la nobleza de sus sentimientos y del santo horror por la arbitrariedad tan
justamente contraído cerca del Juez Robledo. En cuanto al grado de Doctor, eso es poca
cosa, el Gobernador lo habilita y en este caso, a no dudarlo, no hay en ello nada de
impropio, pues ciencia no le falta y sobre todo posee dos grandes ventajas: la desconfianza,
que siempre le hará estudiar mejor las cuestiones, y un corazón sensible que lo inclinará
infaliblemente a la clemencia, tan indispensable en un Juez.

Mis consejos son siempre para él de gran fuerza; ha salido muy contento, decidido a admitir
un cargo que le abre un gran porvenir, y al cual bien que dotado de una inteligencia
superior, solo un golpe de la fortuna ha podido elevarle tan de improviso; insistiendo con él
para que se persuada que nada importa el tamaño del teatro en que estamos llamados a
representar nuestro papel, debiendo solo preocuparnos de hacerlo con la mayor perfección
posible, sin dar importancia al mayor o menor grado de cultura de aquellos que han de
juzgar nuestros actos. Porque el hombre da lustre al empleo, por subalterno que sea, con sus
virtudes y contracción; mientras que no hay puesto, por encumbrado que nos parezca, que
pueda hacer olvidar los defectos y vicios de aquel que lo desempeña sin la altura ni la
inteligencia suficientes.

Poco a poco han ido volviendo las cosas a su antiguo quicio; don Urbano, a quien por
tantos días había olvidado, no ha dejado de visitar mi casa en todo este tiempo. Con una
franqueza que le honra, me ha confesado que ha tenido un fuerte motivo para no visitarme
en mi prisión. Es muy justo: tenía miedo, me lo ha dicho sin rodeos; es uno de esos
hombres que tienen un respeto ciego a la autoridad, es de aquellos que aprueban todos los
actos del Gobierno, por que el Gobierno gobierna, y porque creen que el primer deber del
ciudadano es hacer le menor ruido posible con su persona, y dejar que los que mandan
brillen a s antojo y guisa, sin que un simple particular les haga sombra. ¡Pobre don Urbano!
¡no es posible ser menos perjudicial que él! ¿por eso se le ha de llamar egoísta, mal amigo,
ni servil? ¿Acaso todos los hombres han nacido para la oposición? ¿qué sería entonces de
los gobiernos? ¿por qué tacharle de mal amigo? ¿por qué es tímido? luego ¿el mejor amigo
es el más valiente, el más arrojado, como quien diría un Fierabrás? Dejemos a los hombres
en su lugar, como están en el reino animal y vegetal los pólipos y los hongos, que sin eso trastornaríamos la armonía de la naturaleza. Disculpemos mucho en los amigos porque
nosotros mismos estamos muy lejos de ser perfectos, que el Apóstol dijo: Los hombres no
podrán disculparse unos a otros sino a fuerza de amor porque son imperfectos. Así, pues,
don Urbano es para mí el mismo, y lo recibo hoy como ayer, con la misma cordialidad.

Jorge se prepara para su excursión a la Carolina: decididamente don Urbano va con él, y lo
que es aún mejor don Mauricio, que desde su visita tan franca y original se ha hecho su
amigo en toda la extensión de la palabra y le ha prometido tomar parte en la explotación de
los terrenos, poniendo desde ahora a su disposición la suma redonda de cinco mil pesos
fuertes. Su partida dejará un gran vacío, como que ya Aguedita dice que le va a extrañar
muchísimo, y que es lástima, porque se va a atrasar en su lectura, y más que todo en la
formación de esas letras tan lindas que ya hace sin que le lleven la mano.

En vano las mellizas le aseguran que ellas podrían seguirle enseñando. Aguedita hace
pucheros siempre que se nombra el terrible lunes, día fijado para la partida.



Capítulo XXVI



La voz de un Angel



Ayer mañana, antes de almorzar, estaban mis hijas sentadas debajo de la parra cosiendo
ambas muy afanadas, y yo, mientras tío Pedro ensillaba mi caballo, concluía un capítulo de
la historia de Macaulay. Aguedita debía estar allí cerca de ellas como está siempre, con su
cartilla en las manos, estudiando su lección. porque en momentos que cerraba mi libro
poniéndole una señal que se ocupaba de hacer con una tira de papel, oí a Lía decir:

- ¿ Qué tienes, Aguedita, que estás tan callada?

- Es que estoy triste, contestó la niña.

- Triste –dijole Sara -, ¿por qué?

- Porque anoche soñé con el cielo, y cuando me desperté, ya no lo veía, y como era un
sueño tan lindo, así que me acuerdo me vienen ganas de llorar.

Y al decir estas palabras soltó el llanto.

- Pobrecita, no llores –exclamaron a un tiempo las dos hermanas besándola y disputándose
el placer de consolarla.

- Ven que yo te cargaré, ven conmigo.
Y la curiosa Lía agregaba:

- Cuéntanos tu sueño; mira, no llores más, que si no, no te daré pan y manteca.

Aguedita medio llorosa empezó a contar su sueño, y yo interesado, dejé mi bastón a un
lado, volví a sentarme y escuché.

- Soñé que veía una luz muy grande que se iba agrandando cada vez más hasta que se puso
tan grande que era como si me estuviese mirando al sol mucho rato, como ese pájaro de
patas largas que trajo el otro día don Juan. Después vi muy clarito, aunque estaban lejísimo,
una porción de angelitos rubiecitos y con alitas, como esos que tiene por todos lados la
Virgen del Rosario de la Señora; igualitos. Y me parecía que los angelitos me alzaban y me
llevaban despacito sin hacerme daño, alto, muy alto. Cuando llegamos, ese era el cielo,
había niñas bonitas que tocaban el arpa como ustedes; pero no había viejos ciegos como Ño
Miguel; ni perro ladrador como Chocolate. Y había también muchas flores que daban un
olor que era un gusto.

En el cielo encontré otros conocidos; estaba mi querido maestro, y cuando me vio me dijo:

- Aguedita, no llores, porque me voy, que cuando vuelva, traeré muchas cosas lindas para ti
y para mi mujer.

Yo como no sabía que él fuese casado, le pregunté:

- ¿Cuál mujer?

- Ésta.

Y me mostró en seguida una niña tan linda, tan linda, que estaba tan contenta, que yo no la
he visto semejante; ah, yo me olvidé entonces de todo por ver esa niña que me miraba con
sus ojos tan suaves y me decía como cantando:

- ¡Pobre Aguedita! ¡pobre Aguedita!

Y cuando acordé, todo se fue poniendo oscuro, oscuro, y me desperté en mi cama sin cielo
y sin nada; por eso lloro.

Y la huerfanita tornó a llorar de nuevo. Aquel sueño tan inocente, imagen de los tiernos
pensamientos de la pobre niña, conmovió mi corazón hasta el fondo, pareciéndome ver en
su visión una profética luz que había de ser benéfica para sus bienhechores.

- ¿Quién sería esa hermosa joven? –dijo Lía preocupada.

- No sé –respondió Aguedita.

- ¿Pero a quién se parecía? ¿Se parecía a Aunt Jane?
- ¡Ah! ¡qué ocurrencia!

Y la chicuela se echó a reír como una loca.

- ¿Entonces se parecía a Benita? ¿a Casimira?

- No, no –decía riendo la locuela -, no se parecía a nadie que yo conozca; pero si la llego a
ver, no se me despinta.

Viendo que eran ya cerca de las ocho, salí de mi cuarto y puse fin a la conversación,
abrazando a mis hijas antes de montar a caballo.

Estoy seguro de que las preguntas de Lía siguieron; pero Sara no debió decir palabra,
porque su corazón por fuerza le decía: eres tú, eres tú, no lo dudes.



Capítulo XXVII



El cielo se sirve, para las grandes cosas, de los pequeños medios.



Está lloviendo a cántaros, como llueve aquí en los meses de verano, con ese lujo de truenos
y relámpagos que causa tanto miedo a María, a pesar de sus cincuenta años, y hace que la
Virgen tenga, mientras dura la tormenta, su par de velas encendidas, que ella despabila con
respetuosa solicitud a cada momento.

Algunas veces he visto burlarse a personas superiores, de esto como de una superstición, y
tacharla de falta de rectitud de creencia, como quien dice, de ignorancia. Yo, sin ser
partidario de las ofrendas, por razones diversas que no es del caso decir, hallo esa inocente
práctica más provechosa de lo que parece.

El hombre, y sobre todo la mujer, tienen necesidad de creer, como tienen necesidad de
respirar para vivir. Quitad a un hombre, por ricamente dotado que esté, todas sus creencias
y veréis su inteligencia decaer como un árbol sin sabia, y poco a poco el vacío y el odio de
sí mismo le harán tomar horror a la vida y a cuanto le rodea. La mujer, formada para amar,
tiene aún mayor necesidad de creer en un Dios bueno, justo, que ve sus lágrimas, que oye
sus súplicas, que estima sus ofrendas por el espíritu y no por la cosa, como el amante
estima y acaricia la flor marchita que viene de la que ama, más que riquísima joya de una
persona indiferente. Ellas, pobres desterradas, ofrecen esos modestos dones, como la
constante aspiración de sus almas hacia ese infinito a cuyo fin tienden todas las
aspiraciones humanas. El sabio por medio de su ciencia, la mujer por sus ofrendas, sus
plegarias, su fe; la flor por su perfume, y la naturaleza toda, por sus millones de voces, entonan el himno de amor que unen el creador y sus criaturas y confunde todos los seres
con su esencia.

La lluvia no puede venir mejor, las plantas tenían harta necesidad de agua y absorbían
sedientas el escaso riego, que tan artificialmente les procuramos aquí. No puedo explicar el
gusto con que veo llover; cada gota de agua la estimo como un beneficio inapreciable; para
comprender esto es necesario tener árboles, plantas, sembrados, y quererlos como yo los
quiero, no sólo por el provecho que de ellos saco, sino por sí mismos, por su belleza, por su
color y por el bien que procuran a mi corazón.

Estamos todos reunidos en la sala. Jorge va a dar su penúltima lección a la huerfanita; pero
ha olvidado su cortaplumas y no halla con qué arreglarle el lápiz. Aguedita se ofrece a ir a
buscarla a su cuarto, y como no hay más que atravesar el pedacito de patio, se va corriendo
sin esperar respuesta.

¿Pero qué es esto? Aquí viene ya la discípula gritando desde lejos:

- Niñas, niñas, es ésta, es ésta, la he hallado en la cartera, y llega con un papel en las manos,
con rostro alborozado, tan encendido como el de Jorge, que quiere arrebatarle el papel
diciéndole:

- Trae acá, trae acá, niña.

Pero ella no suelta, y corre a refugiarse entre mis piernas, gritando: es su mujer, su mujer.

Adivinando yo a medias lo que pasa, por la turbación de Jorge, pido el papel a Aguedita y
no me cuesta poco que me lo dé, diciéndome afligida:

- No lo rompa, señor, que es ésta.

A primera vista, reconozco un admirable retrato de Sara. No es posible equivocarla con su
hermana. Lía no podrá jamás tomar esa expresión melancólica y tierna que toma Sara,
cuando fija los ojos en el cielo y canta esas baladas de nuestras montañas, tan sencillas y
tristes que parecen hechas por su voz velada y suave como el gorjeo del ruiseñor conviene
mejor a la graciosa y risueña Lía de voz cristalina, inconstante y ligera como sus alados
compañeros.

Jorge está en espinas. Lía se muere de curiosidad, ¡la muy coqueta! Sara encuentra la
mirada de Jorge y sus ojos se llenan de lágrimas, que en vano quiere contener.

¡Pobres amantes, o mejor dicho, felices amantes; nadie se opone a su felicidad, se aman y el
cielo les ofrece su más completa dicha!

Lía no puede resistir y se acerca a mí diciéndome:

- A verlo, papá, a verlo. - No sé si Jorge permitirá –contesto riendo.

- Sí, a verlo, a verlo, grita Aguedita, alzándose sobre la punta de los pies, porque tengo el
papel muy alto y estoy de pie.

Jorge no responde, busca afanado algo en un libro, busca. ¡Qué ha de buscar sino un medio
para ocultar su turbación! Y la pobre Sara no se anima a levantarse, sin duda por temor de
que la vean llorando sin motivo. ¡Dulces lágrimas, pueda o verter en adelante otras más
amargas; este es el voto de su padre!

- Ya lo verán, ya lo verán –digo a las curiosas -; pero antes es necesario consultes a tu
hermana, ya que Jorge no responde, si podéis verlo.

Lía se vuelve a Sara, y al ver sus lágrimas, la rodea con sus brazos y exclama sin poder
contenerse:

- Qué mala eres, ¿por qué no me hablas, y la cubre de besos.

Estaba enternecido, no hay como las mujeres para esas cosas; la celosa olvida ya sus
imaginarios celos y desea confidencias. Para ella Sara ha tomado ya ese carácter sagrado
que reviste para las jóvenes sensibles una de sus compañeras, cuando ama y sabe que es
amada, ansiando por aspirar el perfume embriagador de un corazón apasionado, hasta que
le llegue su turno: es la gran tentación de la juventud femenina.

Las mellizas se han levantado tomadas la una del brazo de la otra. Lía se lleva a Sara, para
protegerla de nuestras miradas profanas: ella sola tiene derecho a sus confidencias sagradas,
y las conversaciones van a volverse interminables.

La pobre Águeda es la que no ha quedado satisfecha y me mira con ojos tristes, sin
atreverse ya sin su aliada a insistir. Pero yo le digo:

- Toma, hija mía, el papel de este lado, no lo mires así por el revés, llévaselo a tu maestro y
dile que le concedo permiso para que él te lo muestre. Jorge al escucharme vino a echarse
en mis brazos, diciéndome:

- ¡Ah! ¡Señor, es usted muy generoso!

Y la chicuela, entre tanto, sin atreverse a dar vuelta el papel hasta que Jorge se lo permite
diciéndole:

- Míralo hijita, que a ti debo mi felicidad.

Águeda no bien ve el retrato, exclama:

- ¡Es Sarita! ¡es Sarita! si es el que siempre estaba haciendo en su cuarto, por eso conocía
yo esos ojos; mire señora qué parecida –y lo enseña a Jane, que durante toda la escena no
había dejado su calceta.
- Sí, hija mía –responde Jane -, es muy hermosa, así fue Jane Wilson un día. Cumpla el hijo
lo que no cumplió el padre, y al decir estas palabras, dejó la habitación.

Jorge entonces me abrió su corazón, me contó todas sus vacilaciones, sus temores de estar
enamorado de las dos hermanas a un tiempo, y concluyó diciéndome que si le concedía la
mano de Sara sería el más feliz de los hombres; prometiéndome, para decidirme, fijarse
cerca de nosotros y no abandonarnos jamás.

- No, amigo mío –respondí, alarmándole sin querer, con aquella negativa -, no necesita
usted prometerme eso, para conseguir lo que desea; ustedes se aman y ya es bastante;
llévela usted consigo lejos de nosotros, déjela al lado de su madre, siempre fiaré en usted
como en un hijo. Sean ustedes felices, yo no me opongo; al contrario, no quiero ocultar, por
una falsa modestia, que se han cumplido mis más ardientes deseos.

Jorge enternecido me besaba las manos en su efusión reconocida, cuando mi esposa entró y
viéndonos conmovidos, preguntó:

- James, ¿qué nueva desgracia hay, que están llorando los dos?

- Es de alegría, amiga mía –contesté -, Jorge ama a Sara, se aman, y lloro al pensar cuán
felices van a ser.

- Alabado sea el Señor y su divina madre –dijo mi esposa -, ¡qué felicidad!- Y abrazó a su
nuevo hijo.

Cuando llegó el momento de comer, las niñas tardaron como no acostumbraban; pero en un
día tan solemne era necesario disculpa.

A pesar del rubor de Sara, y su negativa, Lía cedió su asiento a Jorge, diciendo:

- Es justo que ya que le quieres más que a mí ¡ingrata! tome mi puesto a tu lado, que yo me
voy con Aguedita, para que me sueñe un novio.

Ya se puede suponer que aunque ese día las fuentes se levantaron casi intactas, no fue por
falta de ese contentamiento íntimo, que si aleja el apetito, hace tanto bien al corazón.

Juan felicita a los novios, tío Pedro abre tamaños ojos y un momento después tenemos aquí
a Ña Marica, que viene toda remangada, con su cucharón en la mano, llorando porque
Pedro lo ha sabido antes que ella. Pero Jorge la calma, llamándole madre como las niñas, y
todos lloran y la mesa es una confusión.

Después de la comida nos encontramos con una tarde hermosísima, la lluvia ha cesado, el
cielo está despejado y las nubes, unas tras otras, van deprisa a perderse en el horizonte.
Hacia el naciente los rayos del sol, que se oculta, reflejan el color del iris y poco apoco una
faja ancha, que se repite en dos o tres partes, cubre de arcos de colores vivísimos la bóveda
celeste.
Hasta la más humilde matita verde ostenta sus gotas de agua, que brillan como diamantes, y
reflejan el iris; el aire fresco orea el piso, y multitud de pájaros, sorprendidos lejos del nido
por la tormenta, vuelven afanados a sus árboles favoritos.

Los amantes se juntan para decirse esas palabras, idénticas en todos los idiomas, y aunque
el piso no está del todo seco, se internan en el jardín.

Lía no sabe qué hacerse, extraña a su hermana y se pone triste. ¡Pobre paloma mía!

Ya está aquí a mi lado, en compañía de Aguedita, y yo, con gran satisfacción de ambas, les
cuento, para distraerlas, una historia que hallan muy de su gusto y cautiva enteramente su
atención.





Capítulo XXVIII



¡¡Felicidad!!



¿Quién piensa ya en negocios? ¡La felicidad es primero que todo! Jorge dice que siempre
tendrá tiempo de explotar sus terrenos. Quiere casarse dentro de ocho días y yo apruebo en
todo sus ideas.

El amor no tiene espera, es impaciente y a fe que bien vale la pena de sacrificarle, cuando
menos, una parte de nuestras futuras ganancias. No faltará quien sea de la opinión contraria,
que en el mundo hay gente para todo; pero gracias a Dios, lo que importa es que aquí
estemos todos de acuerdo. La casa está en revolución. El novio cuenta con poco; pero en
cambio es joven, tiene afición al trabajo y una honradez a toda prueba.

No es necesario que los novios salgan de casa. Juan les ha cedido su cuarto, que es grande y
bien ventilado, con una hermosa ventana que da sobre la quinta, cubierta de multiflora, más
lujosa este año que nunca.

Jamás hubiera imaginado que Jane desplegase una actividad semejante. En compañía de
Lía, que la secunda con admirable maestría, se ocupan nada menos que en adornar la cama
de los novios. Yo doy de continuo mis visitas por el cuarto y hallo las más veces a Lía,
trepada sobre una escalera, cubierta de pies a cabeza con los enormes pliegues de muselina
blanca, que van ya tomando graciosa forma de colgadura. Golpes aquí, martillazos acullá y
ya la obra toca a su fin: Ña Marica barre hoy el cuarto, por quinta vez, y por fin, se extiende
una estera de la India, que recibí hace poco de Mendoza y que los novios van a estrenar.

La felicidad es muy barata en San Luis: aquí hay pocas necesidades y nadie se preocupa de
lo que gasta, porque no tiene con quien hacer comparaciones.

Jorge está encantado de su nido; pero Sara se guarda bien de pasar ni siquiera por delante
de la puerta del santuario. ¡Oh castidad! En vano Lía le consulta, le ruega, ella todo lo
aprueba, con tal de no atravesar aquel terrible umbral.

María está muy preocupada, bien quisiera dar a nuestra hija, al mismo tiempo que sus
mejores cositas, que ha dividido en dos lotes, para cuando a Lía le toque su turno, aquella
imagen de la Virgen su Patrona; pero como no es sino una, no sabe cómo hacer, para no
defraudar a una hermana en provecho de la otra.

Y me tienen ustedes corriendo todo San Luis, sin poder encontrar lo que busco; hasta que
por fin, gracias al respetable cura párroco, hallo en la sacristía, toda llena de tierra y en un
estado deplorable, la mismísima estampa, con sus ángeles, su cielo azul y su enorme
serpiente. ¡Qué alegría! no sé cómo expresar mi agradecimiento a aquel buen señor, y corro
con mi adquisición a sacar de apuros a mi pobre mujer. El cuadro está muy sucio, el vidrio
medio quebrado; pero yo hallo remedio a todo.

Ya pongo manos a la obra: lavo la estampa con sumo cuidado, cambio el vidrio, y una vez
raspado el dorado del marco, le doy una mano de pintura negra, que lo deja muy
presentable. María llora de alegría y después de besar con respetuosa admiración los pies de
la divina señora, va a colocar el cuadro a la cabecera del lecho de su hija.

¡Pobre María! No es artista, es sólo creyente. ¡Santa simplicidad!

Llegó por fin el deseado día. El casamiento tendrá lugar en la iglesia y asistirán a él tan sólo
los de la familia, con excepción de Amancio y el señor don Mauricio, a quien Jorge ha
invitado en reconocimiento a los finos servicios que este señor le ha prestado. Ya estamos
en marcha; Jorge da el brazo a María, Sara viene conmigo, Amancio acompaña a Lía, don
Mauricio y Jane cierran la marcha.

Durante el camino he hablado a mi hija amada de su madre, recordando la inalterable
bondad de su corazón, y su acrisolada virtud, jamás desmentida en los veinticinco años de
nuestro matrimonio. Sara escucha enternecida, y yo confío en su buen natural, en la
educación que le he dado, y sobre todo en el constante ejemplo.

Jorge es católico; a pedido de mi esposa, ambos amantes reciben la comunión durante la
misa, que se celebra para cumplir el augusto sacramento en toda su grandeza y solemnidad.
El sí, que les une para siempre, arranca dulces lágrimas a mi corazón, y un momento
después estrecho entre mis brazos a un nuevo hijo.

La vuelta a casa ha sido más ruidosa. Ya se nos ha reunido don Urbano, que pone cierta
cara de disgusto al ver al señor Juez muy ufano dar su brazo a la risueña Lía, que escucha
encantada su conversación animada y admira, con pueril satisfacción, el elegante frac negro
que dibuja graciosamente el delgado talle de Amancio. Se me figura que este viaje hemos de repetirlo muy pronto. ¡Sea cuanto antes! ; mi aprobación y mi bolsillo están a la
disposición de ambos; que se casen; no hay nada que me guste tanto, como ver dos jóvenes
amantes realizar el voto de sus corazones.

La casa está llena de gente que entra y sale.

Hasta el más pobre de mis enfermos manda algún modesto presente a la novia. Aguedita de
vestido nuevo, encantada va y viene con los regalos; tan pronto aparece con un pollito de
grano, como con una docena de huevos o de duraznitos, y sobre todo con flores, flores en
abundancia.

Sara a todos sonríe, da las gracias a los chicuelos y les despide con una palabra cariñosa ;
pero Lía no deja salir a nadie; convida a todos los muchachos, y los chicuelos aceptan
encantados. No sé dónde cabrá tanta gente; aquí está ya Doña Fulgencia con Benita y
Casimira, vestidas con un lujo de colores que pasa los límites de lo permitido, y más ufanas
que nunca; sobre todo Benita, que comprende la importancia de su nueva posición. Don
Urbano, así que entran, dedica su atención a la hermana del señor Juez, y ella en prueba de
agradecimiento le enseña su boca desportillada.

Ño Miguel no es de los últimos, que bien temprano entregó en la cocina uno de sus cabritos
en el mejor estado posible, y pronto ya para ponerse en el asador.

La mesa está colocada en el patio, debajo de la parra; no sé cómo hará tío Juan para servir a
tanto convidado. ¡Pero qué! si Ña María tiene ya todo pronto en su cocina, y su comadre
Justa hará sus veces mientras ella, más lavada que una plata, despliega una asombrosa
actividad. Todos caben apretados; María preside la mesa, los novios están juntos, y cada
cual se sienta como mejor le conviene; Amancio no prueba bocado, y no quita los ojos a su
vecina, que quizá también por la misma causa está también desganada; Benita y don
Urbano mascan a dúo y mi hijo Juan se ocupa de Casimira. Hoy todos son felices; el
cabrero está en la punta de la mesa, rodeado de muchachos que comen y charlan a cual
más. Aguedita está en sus glorias, ¿y Yo?. . . Yo a fuer de buen inglés, pido que hagan
silencio, me pongo de pie y digo estas palabras, que participan del doble sello de la acción
de gracias y del english speech:

- Amigos míos, demos gracias al Todopoderoso por su incansable bondad. Después de los
días de angustia nos manda la felicidad y el contento, como manda el rocío a los campos
abrasados por el calor del sol. No desesperemos jamás y en las tribulaciones elevemos
siempre nuestro corazón al Padre común: ¡su misericordia es infinita!




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Lucia Miranda
Entre mayo y julio de 1860 Eduarda Mansilla publicó la novela
Lucía Miranda en folletín en el periódico La tribuna de la ciudad de
Buenos Aires bajo el seudónimo Daniel. Veintidós años después, ya
como escritora consagrada y mujer madura, Mansilla publicó
nuevamente la obra con el subtítulo de “novela histórica,” esta vez sin
seudónimo y firmada por Eduarda Mansilla de García. Desde 1882, la
obra se reeditó sólo una vez en 1933 y esta versión es de acceso aún más
difícil que las originales decimonónicas. La cuidadosa nueva edición
completa realizada por el equipo liderado por María Rosa Lojo y
compuesto por Marina Guidotti (asistente de dirección), Hebe Molina,
Claudia Pelossi, Laura Pérez Gras y Silvia Vallejo, y publicada por la
editorial Iberoamericana Vervuert en su colección teci: Textos y
estudios coloniales y de la independencia, acerca este texto nuevamente
al público lector de la literatura del siglo diecinueve, y abre la
posibilidad de nuevos análisis de una obra que ha permanecido casi
olvidada. Esta nueva versión no sólo será útil para los estudiosos de la
materia sino para un público más general de lectores y para estudiantes
de todos los niveles, ya que está cuidadosamente anotada, facilitando
así el acceso al mundo letrado del siglo diecinueve y al del siglo dieciséis
que esta obra describe.
Las ediciones anotadas y contextualizadas, que en América
Latina contaron con una colección señera en la Biblioteca Ayacucho con
la que se formaron varias generaciones de críticos, proveen una base
estupenda para la lectura meticulosa e informada de la obra. Esta
edición presenta a la autora y la ubica en el contexto de la literatura
argentina del siglo diecinueve y de la escritura de mujeres en particular.
Luego se incluye un exhaustivo estudio sobre el mito de Lucía Miranda
y sus diferentes versiones. Se presentan así las versiones más conocidas
del mito como las de Ruy Díaz, la de del Barco Centenera y la de Rosa
Guerra (contemporánea de Mansilla) y el Siripo de Lavardén, y
también otras menos conocidas como la intertextualidad con obras en
otros idiomas (La tempestad de William Shakespeare y Mangora, King
of the Timbusians or The Faithful Couple de Sir Thomas Moore). Se
incluye una completa guía de los personajes y los términos usados, una
bibliografía exhaustiva, y una serie de documentos originales de difícil
acceso como los que dan cuenta de la recepción inmediata de las obras
de Guerra y Mansilla en 1860 y dos deliciosas cartas de Eduarda
Mansilla a Vicente Fidel López, autor La novia del hereje (1854-1855),
novela básica del período.
Eduarda Mansilla nació en 1834 en Buenos Aires, hija del
general de la independencia Lucio Norberto Mansilla y de Agustina
Ortiz de Rozas, hermana del caudillo Juan Manuel de Rosas. Su
hermano Lucio, autor de Una excursión a los indios ranqueles, es uno
de los escritores canónicos del siglo diecinueve argentino (el equipo de
Lojo está realizando también una edición crítica de la excursión).
Casada con un diplomático, Manuel García, Eduarda pasó gran parte de
su vida en Europa y Estados Unidos acompañándolo. Fue también una
escritora exitosa, compositora de música clásica, una militante sutil por
los derechos de la mujer y madre apasionada de seis hijos. Conocedora
íntima de Mansilla, María Rosa Lojo, que ha escrito tanto ficción como
crítica sobre Eduarda y otras autoras del período, ubica magistralmente
a la autora en el marco de la escritura de mujeres en el siglo diecinueve
y muestra los espacios de acción de estas mujeres.
La Lucía Miranda de Eduarda Mansilla es un texto riquísimo
que permite entrever la representación de un mundo europeo en
expansión y la llegada a América de los españoles. La obra tiene tres
partes, todas relacionadas por historias de amor entrelazadas que se
desplazan de España a Italia, y de Europa a América. La tercera parte
del libro, que es la que tiene lugar en el Río de la Plata y plantea la
relación entre timbres y españoles en la costa del Plata y la trágica
consecuencia de la falta de comunicación entre razas, es la única que ha
recibido atención crítica. Francine Masiello, Susana Rotker, Cristina
Iglesia y Julio Schvartzman han realizado agudas lecturas sobre el texto
enfocándose principalmente en temas de género. Sería interesante que
esta edición abriera el campo para el análisis de la trama europea de
Lucía Miranda. En estos capítulos como en sus cuentos, Eduarda
Mansilla demuestra un conocimiento amplísimo de la cultura europea
del momento y además no tiene temor de intervenir en este mundo
cultural como fue claro con la publicación en francés de su novela Pablo
ou la vie Dans les Pampas.
Los epígrafes que inauguran los capítulos de la novela dan
cuenta de la amplia erudición de Mansilla. Lojo y su equipo han
rastreado los textos de donde se extraen los epígrafes y los
contextualizan. Entre los autores citados aparecen Beranger, Horacio,
Víctor Hugo, Lord Byron, William Shakespeare, Lamartine, el Marqués
de Santillán, Dante, Garcilaso y Fray Luis de León. Hay epígrafes que
son incluidos en inglés, francés y latín. Cada epígrafe es contextualizado
y traducido: los editores dan cuenta del libro en que fue publicado el
fragmento, explican su contexto y lo traducen. Este trabajo detectivesco
enriquece muchísimo la lectura ya que abre posibilidades casi infinitas
de ubicar intertextualidades y permite además realizar algunas
observaciones interesantes sobre el mundo intelectual de la escritora
argentina, y sobre el tipo de textos que circulaban en Europa y América
en ese momento.
Si la publicación de la novela hubiera valido la pena, tenerla en
esta edición es doblemente encomiable. Lucía Miranda es una novela
estupenda que además cobra interés al reflejarse y refractarse en las
novelas canónicas del diecinueve que leemos. Presenta roles de género
muy sugerentes y además en su fragmento europeo anticipa un gesto
típico de la literatura argentina, su cosmopolitismo. La edición de Lojo y
su equipo tiene su propio valor y merece ser leída independientemente
del texto. Lojo y su equipo definen a Eduarda como cosmopolita y
criolla, mujer independiente y madre y esposa ejemplar; es en esos
cruces de identidades donde esta nueva edición de Lucía Miranda
revela su mayor riqueza.

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Fuentes consultadas: Análisis de Lucía Miranda por Mónica Szurmuk

 

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