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Plazoleta Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno (1864-1936), escritor español; autor de Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida, Paz en la guerra, La dignidad humana, Tres novelas ejemplares y un prólogo, El Otro y Andanzas y visiones españolas.

Ubicada entre las calles Miguel de Unamuno, William C. Morris, Anibal Ponce y Dr. Emilio R. Coni
(Barracas)
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Plazoleta Miguel de Unamuno

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Referencias

Vida de Don Quijote y Sancho Vida de Don Quijote y Sancho, el atípico libro publicado por Unamuno en 1905, ofrece una considerable riqueza de materiales para la interpretación. Considerado por algunos1 el mejor de sus ensayos, es una sólida exposición de un gran número de las ideas más características de la filosofía del escritor vasco acerca de sus temas más recurrentes (la salvación personal, Dios, España…). Por otra parte, y de acuerdo también con su peculiar concepción de la filosofía, donde cuentan tanto las ideas como los sentimientos, es un texto de un alto valor literario, que no desmerece en este aspecto, por ejemplo, de sus novelas, a las que se aproxima en más de un punto; en cualquier caso, su adscripción al ensayo es tan solo la más probable, quedando de hecho en una cierta indeterminación genérica. Esta indeterminación se acrecienta por el hecho de que, y es éste el tercer objeto de una posible hermenéutica, el libro, según se deduce del título completo, se presenta como «explicación y comentario» de la novela de Cervantes; es decir, como crítica textual. Y así ha sido juzgado, favorable o desfavorablemente, por infinidad de cervantistas, para quienes sigue constituyendo un texto de referencia.

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Del sentimiento trágico de la vida

ESTRUCTURA DE LA OBRA.

La obra está estructurada en doce capítulos en cada uno de los cuales el autor va desgranando el problema que recoge el libro para llegar a una conclusión final en el último capítulo, este problema es la muerte, el sentimiento trágico de la vida. El libro consta de un total de trescientas veintinueve páginas.

ANÁLISIS DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.


-CAPÍTULO 1:


En este primer capítulo el autor intenta definir el hombre y lo que le influye a éste la filosofía.

Para Unamuno el hombre concreto debe ser el sujeto y el objeto de la filosofía, aunque, a juicio del autor, esté ausente de la mayoría de los sistemas filosóficos. Entiende por filosofía el modo de interpretar entender o no el mundo. El hombre de carne y hueso no es sólo un animal racional, es, además y sobre todo, un animal afectivo y sentimental. Unamuno reivindica la faceta humana más afectiva, considerando que el ser humano es un ser movido por sentimientos y deseos. Sin embargo, no puede descuidarse ninguna de las dos dimensiones, ni la afectiva ni la racional: el hombre piensa, reflexiona y conoce, y además vive, siente, padece, sufre, desea…

Desde mi punto de vista, tanto la definición de hombre como la de filosofía serían totalmente acertadas. Centrándome en la definición de filosofía ésta estaría ligada a la que yo en su día consideré la más correcta en mi opinión, ésta era dada por María Zambrano y nos decía que la filosofía es buscar soluciones a los problemas que te plantea la vida, “la filosofía está en la admiración y la violencia como del amor está la pobreza y a riqueza”. Respecto a la definición de hombre o persona, me parece acertada ya que como hemos visto recientemente para captar la realidad no debemos considerar razón o inteligencia y sentidos como facultades separadas, por tanto el hombre es una realidad y por ello no se podrían descuidar ni la faceta sentimental ni la racional ya que ambas entrelazadas dan lugar al hombre.



-CAPÍTULO 2:

En este capítulo Unamuno intenta concienciarnos de que en la vida siempre hay un para qué que nos mueve. Esto nos lo va a explicar a través de varios ejemplos uno es para qué conocer la enfermedad pues para poder inmunizarnos ante ella como hemos venido haciendo a lo largo de la historia. De todas estas preguntas que se plantean, tales como dónde vengo, adónde voy, qué significado tiene todo…dice el autor que sólo nos interesa el por qué en función del para qué, sólo queremos saber dónde venimos para saber adónde vamos. En mi opinión el saber a que atenerse que nos decía Ortega es muy importante, para saber mi función y sentido en este mundo, debo conocer a qué atenerme, para así poder fraguarme mi vida, debo saber adónde va mi vida para así poder vivirla plenamente.

-CAPÍTULO 3:

En este apartado aflora el insaciable deseo inmortalidad que define a Unamuno. El autor no entiende que no se le dé importancia al problema de la inmortalidad, ya que para él lo verdaderamente razonable sería ser todo y por siempre, porque para que ser si después no hay nada, “Ser o no ser” decía Shakespeare. En mi opinión es tan acertado este pensamiento que me atrevería a decir que nuestras vidas carecen sentido, siempre estamos intentando mejorar, crecer, perfeccionarnos, conseguir la felicidad, ser como realmente queremos ser…son tantas las cosas que pretendemos para al final…al final ¿qué? Al final está la nada, la más absoluta nada, “ser o no ser”…

-CAPÍTULO 4:


Intenta dar una solución al problema de la inmortalidad a través de la religión católica. Se considera respuesta la fe en un Dios salvador que está junto a ti en las adversidades. Implica un esfuerzo a reconocer lo sobre-racional lo que es claramente contra-racional. Yo creo que las religiones no aportan una idea de inmortalidad como principio filosófico porque la inmortalidad no afecta a todos sino que tan sólo afecta a los “elegidos”. Aparte que este fenómeno no es inmortalidad como tal sino que consiste en morir para luego resucitar no en no morir.

-CAPÍTULO 5:

La inmortalidad del alma racionalmente hablando se basa en una posición monista, ya que esta posición dice que cuerpo y alma son totalmente distintos, por tanto aún muerto el cuerpo el alma puede seguir con vida, así lo es en el momento de la Eucaristía en el que el pan deja de ser pan para convertirse en el cuerpo de Cristo y poder así llegar a nosotros el alma de Dios. No considero que esto sea correcto ya que mi posición ante el problema mente-cuerpo es más bien emergentista, cuerpo y psique constituyen la misma unidad, ya que para poder sonreír cariñosamente me hacen falta unos músculos.

-CAPÍTULO 6:

Aquí el autor intenta hacernos entender que aunque la razón y el sentimiento creen conflictos, es de esos conflictos de los que tenemos que vivir, ya que esos conflictos se crean basados en la duda, porque dice Unamuno que por muy racionalista que se sea, por mucho que se esté convencido de la mortalidad del alma, en algún momento va aflorar esa duda de ¿y si hay?, ¿y si no hay? En mi opinión es correcto esto ya que pienso que por muy claras que se tengan las ideas siempre aparecerá esa duda, duda muy importante ya que si coexistiera dejaríamos que se deslizaran en nosotros creencias sin haberlas sometido antes a un juicio racional.

-CAPÍTULO 7:

El amor sexual es un egoísmo entre los amantes porque en el fondo lo que buscan es su propia perpetuación y es por eso por lo que el sentido religioso lo ha condenado, porque es avaricia, ya que toma por fin el goce que no es sino medio para la perpetuación. Hay otro tipo de amor que es el amor espiritual, que nace del dolor, de la compasión, ya que los amantes se aman con verdadera fusión de sus almas, no de sus cuerpos. Los hombres se aman con amor espiritual cuando han sufrido un mismo dolor, entonces se compadecen el uno del otro y se aman. El amor también personaliza cuando ama, sólo nos podemos enamorar personalizando. Para el autor Dios es la Conciencia del Universo, la personalización del Todo: el alma compadece a Dios y se siente por él compadecida, le ama y se siente por Él amada. No estoy de acuerdo en e Dios sea la Conciencia del Universo, que Dios lo sea Todo y lo mueva todo, es decir que la idea que yo saco en conclusión que sin Dios no somos nadie y no creo que esto sea así, ya que una persona atea o agnóstica no es más individuo que una persona que sea religiosa. Desde mi punto de vista nuestras creencias son un apartado más en la concepción de nuestro yo.

-CAPÍTULO 8:


En este capítulo el autor intenta transmitir una idea de divinidad procedente de Dios. Se vuelve a plantear la pregunta de ¿existe Dios?, según el autor esta pregunta no tendría respuesta puramente racional ya que esto se basa en una creencia que hace que surja una esperanza y una fe. Esto de acuerdo en que se pueda responder a esta pregunta mediante razón y en que sea de ahí de donde surja la fe, ya que como hemos visto en clase, aunque no veamos el pasillo al tener una puerta cerrada sabemos que estará ahí porque tenemos fe en ello.

-CAPÍTULO 12:


Aquí concluye el autor. Se muestra en contra de la nueva cultura que según él hace que nos quedemos sin alma, también está en contra del Renacimiento, la Reforma y la Revolución, y mantiene esa posición, porque, en mi opinión estos hechos han llevado a un alejamiento de la religión y el autor era muy creyente. Resalta la idea del ridículo ante nosotros mismos, y sobre todo en esos momentos de atraso respecto a otros sitios europeos. Se muestra a favor de la cultura proclamada por Don Quijote. Proclama que se haga cultura para matar a la vida y a la muerte.

CONCLUSION FINAL.

Al comienzo del libro esperaba que fuera mucho más fácil de entender, pero con el transcurrir de los capítulos me he dado cuenta de la dificultas que puede plantear un ensayo en comparación con una novela. En mi opinión en el libro se citan demasiados filósofos y eso hace que la lectura llegue a resultar un tanto confusa. Se ve muy bien la fuerte creencia del autor hasta el punto de que llegue a pensar que l autor nos pedía religiosidad te el problema de la inmortalidad, después me ha parecido entender que la cultura nos hace “matar” la muerte de un cierto modo y es esa la respuesta que he encontrado ante el problema que me llevo a este libro. En resumen el libro me ha ayudado aunque me haya resultado un poco pesado por la complejidad del tema y de una forma narrativa a la cual no estoy acostumbrada.

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Paz en la guerra
Sinopsis y resumen de PAZ EN LA GUERRA

Entre febrero y junio de 1874, los carlistas, como hicieran en 1835 bajo el mando de Zumalacarregui, asediaron Bilbao. Durante esos meses, los restos de los obuses, los cánticos militares y las noticias del frente fueron motivo de inocente juego para un jovencísimo Unamuno. Años más tarde, dedicaría más de una década a tejer sus recuerdos, retales de artículos, fragmentos de libros y los testimonios orales recogidos durante su vida en su obra más singular: Paz en la guerra.
En la misma, vanagloriándose de no haber inventado un solo detalle, nos legó lo que vino a llamar tanto una novela histórica como una historia anovelada. La historia de la insurrección carlista vasca y la intrahistoria de la gente que, en uno y otro lado del frente, sufrió las penalidades de la guerra.

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La dignidad humana C onocidísima es la doctrina que en la llamada jerarquía de los fenómenos sociales coloca a los económicos como de base y fundamental primero de los demás, por ser al organismo social lo que las funciones nutritivas al individual. No es cosa de discutir una vez más concepción tan traída y llevada y tan mal entendida con sobrada frecuencia. Voy a limitarme, en estas notas al vuelo, a señalar un aspecto de la influencia indudable que las concepciones debidas al proceso económico han ejercido sobre la manera toda de juzgar los hombres. Voy a señalar a la atención del lector algunos puntos referentes a cómo y de qué manera la tan conocida distinción económica entre valor de uso y valor de cambio la encontramos en esferas que no son propiamente económicas y contribuye a degradar la moral y el arte. No hay, entre quienes hayan hojeado siquiera un manual de economía política, quien ignore la distinción que se establece entre la utilidad intrínseca de una cosa y su valor de cambio,regulado éste por la famosa ley de la oferta y la demanda. Todo el mundo sabe que las cosas más útiles, el aire, el agua, la luz, etc., pueden llegar a no tener precio o valor de cambio (aparente por lo menos) alguno; que un diamente se paga más caro que muchísimas cosas más útiles intrínsecamente que él. La cantidad de algo, regulada luego por el juego de la oferta y la demanda (que regula, no determina propiamente el precio) es la que marca el valor económico de ello. Y son incalculables –como con vigorosa y levantada elocuencia ha puesto de relieve acaso más que ningún otro el gran pensador inglés Ruskin–, son incalculables los errores que la confusión entre el valor de cambio y el intrínseco han producido en esa economía ordinariamente mercantil, cuando más política o nacional, social muy raras veces.
Los conceptos preexpresados son de uso corriente, pero creo que no se aprecia siempre toda su importancia y la extensión con que se los aplica. La estimación del mero valor de cambio aplicada al trabajo humano, y al hombre mismo por lo tanto convertido en mera mercancía, es el carácter más odioso del régimen económico-social que padecemos. Y tal estimación se extiende a la moral, a la literatura, a la ciencia, al arte, produciendo el más abyecto e infecundo mandarinismo, el verdadero materialismo mercantilista. La personalidad humana se mide con ese famoso valor de cambio. Si al comparar un cuerpo que se halle a 2 grados centígrados de temperatura con otro que no pase de 1 grado, dijera alguno que el primero tiene doble calor que el segundo, cometería un error tan grosero que apenas hay bachiller español que en él caiga.
El error procedería de tomar como punto absoluto de comparación, cual si fuese el indicador de absoluta carencia de movimiento íntimo molecular calorífico, el cero de la escala termométrica, que no pasa de ser indicadora de la temperatura de congelación del agua. Se ha determinado con alguna precisión el que se llama el cero absoluto o sea aquel punto, inasequible en la realidad, que es el límite del descenso en temperatura, allí donde cesa todo movimiento calorífico, y que es a los 272 grados bajo cero del termómetro centígrado. Tomando éste cual punto de comparación, resulta que los cuerpos respectivamente de 1 y 2 grados se hallan a 273 y 274 sobre el cero absoluto. Y, desde luego, se ve la diferencia enorme que hay de compararlos tomando por punto de partida el cero de la escala o el cero absoluto.
Un error semejante, profundamente arraigado y por inconciente funestísimo, es el de aquellos que miden el valor del hombre, el de la personalidad humana, a partir del cero de nuestra escala social en un orden u otro. Todos los días se oye decir que Fulano vale mil veces más que Zutano, que de tal sabio a su criado hay tanta distancia como de éste al orangután, con otras atrocidades semejantes que, en su inconciente sencillez, revelan un juicio social hondamente pervertido. Si se pudiera apreciar la diferencia que hay entre los individuos humanos, tomando cual unidad de medida el valor absoluto del hombre, se vería, de seguro, que la tal diferencia nunca pasaría de una pequeña fracción. Por supuesto, lo general es que tales diferencias sean cualitativas, no cuantitativas. Así como no apreciamos el valor del aire, o el de la salud hasta que nos hallamos en un ahogo o enfermos, así al hacer aprecio de una persona olvidamos con frecuencia el suelo firme de nuestro ser, lo que todos tenemos de común, la humanidad, la verdadera humanidad, la cualidad de ser hombres, y aun la de ser animales y ser cosas. Entre la nada y el hombre más humilde, la diferencia es infinita; entre éste y el genio, mucho menor de lo que una naturalísima ilusión nos hace creer. Nada más frecuente que ver que las gentes letradas, los espíritus librescos sobre todo, miren con desdeñoso desprecio, de arriba abajo, a los que poseen conocimientos adquiridos de otro modo, o inexpresables, o hechos médula y tuétano y conceptos cual actos reflejos. Junto a la facultad de saber andar y manejar las manos, y hablar, junto a lo que se aprende en los primeros años de la niñez, ¿qué significa toda la llamada por exclusión y antonomasia ciencia, huela más o menos a tinta de imprenta? Primum vivere, deinde philosophari: primero vivir, filosofar después, dice un viejo adagio latino, al que hay que añadir que la vida, el vivere, es ya en sí y por sí un filosofar, el más profundo y grande. Lo que hace más grande a la naturaleza es el ser desintencionada. Se ha olvidado que el origen de la inteligencia es la necesidad de vivir y reproducirse, el hambre individual y la de la especie, y bajo la fórmula de «la ciencia por la ciencia» suele ocultarse, no pocas veces, una concepción antihumana.
Cuando se dice que la ciencia es producto del trabajo colectivo, se olvida a menudo la parte que en su producción han tomado los desdeñados por los hombres de ciencia, así como también que en el estado actual de diferenciación del trabajo nadie puede decir: «esta es mi obra, esto sólo de mí procede».
Lo que hace posible la existencia de los hombres dedicados a la pura especulación científica, y con ella el progreso de la ciencia, es el callado y terrible sacrificio de no pocos braceros, cuyo valor se estima poco más alto, o tal vez más bajo, que el cero de nuestra escala social. Se ha intentado de mil maneras diferentes calcular con alguna exactitud el valor económico del trabajo humano, se ha aplicado a él de una manera ingeniosa la fórmula del trabajo mecánico (la mitad del producto de la masa por el cuadrado de la velocidad); pero hay que reconocer que la voluntad y la energía humanas son fuerzas inmensurables hasta hoy. No hay para el trabajo humano otra medida que el valor de la obra que lleva a cabo, y tal obra rara vez es producto mensurable. En la práctica se ha trazado una escala de graduación para estimar el trabajo humano, y se ha fijado en ella un punto (movible, por supuesto, y oscilante), cual cero de la escala, un punto terrible en que empieza la congelación del hombre, en que el desgraciado a él adscrito va lentamente deshumanizándose, muriendo poco a poco en larga agonía de hambre corporal y espiritual entretenidas. Y así sucede, que el proceso capitalístico actual, despreciando el valor absoluto del trabajo y con él el del hombre, ha creado enormes diferencias en su justipreciación. Lo que algunos llaman individualismo, surge de un desprecio absoluto precisamente de la raíz y base de toda individualidad, del carácter específico del hombre, de lo que nos es a todos común, de la humanidad. Los infelices que no llegan al cero de la escala, son tratados cual cantidades negativas, se les deja morir de hambre y se les rehúsa la dignidad humana. Es mi intento aquí indicar el efecto moral que por fuerza produce tal manera de considerar las cosas. Como fruto natural y maduro de concepción semejante, y de las que de ella fluyen, ha venido un oscurecimiento de la idea y el sentimiento de la dignidad humana. No basta ser hombre, un hombre completo, entero, es preciso distinguirse, hay que subir lo más posible del cero de la escala y subir de cualquier modo, hay que adquirir valor social de cambio. Y en esta encarnizada lucha por lograr la altura de cualquier modo que sea y apoyándonos en ajenas espaldas, no es el amor a la altura, sino el terror al abismo, lo que nos impele, es la visión pavorosa del mundo de la degradación y la miseria. No se aspira a la gloria cuando se tiembla ante el infierno, y el infierno moderno es la pobreza. Se sacrifica la individualidad a la personalidad, se ahoga bajo lo diferencial, lo específico y común; no se procura el desarrollo integral y sano de la personalidad, no; se quiere caricaturizarse cuanto sea posible, acusar más y más los rasgos diferenciales a costa de la dignidad humana. La cuestión es elevarse y distinguirse, diferenciarse sin respeto alguno al necesario proceso paralelo de integración.
Hay que llegar a originalidades, sin advertir que lo hondo, lo verdaderamente original, es lo originario, lo común a todos, lo humano. He aquí la fuente de la degeneración que fustiga Max Nordau, fuente de donde brotan miles de extravagancias. En último análisis se reduce todo a adquirir valor de cambio en el mercado para tener más salida en él. Este es el foco del mandarinismo científico y literario, la causa de la llamada enfermedad del siglo. Y todo ello son consecuencias del proceso económico capitalístico actual, en que la vida de los unos es un mero medio para la conservación y disfrute de la vida de otros. En el mundo literario se desprecia la vida de la gran masa, no se quiere cantar en el gran coro por temor a que en él se pierda la voz en armónico concierto, y para hacerse notar se sueltan gallos, rompiendo la armonía, se sostienen estúpidas paradojas, se cae en toda clase de insinceridad.
Y esta miseria moral se ha reducido a fórmulas, sacando a luz doctrinas profundamente inmorales. Los unos siguen los ensueños disparatados (en que hay, sin embargo, mucho que es oro puro y de ley) del pobre Nietzsche y su «sobrehombre» (¡magnífico ensueño cuando se le comprende rectamente!); otros falsifican el heroworship, el culto a los héroes de Carlyle, que si bien no era en éste del todo sano, por lo menos le llevaba a creer en los pueblos heroicos; otros dan en el dilentantismo mandarinesco de Renan, otros en otras fantasías más insanas.
Si el lector examina despacio todos estos fenómenos patológicos de nuestro fin de siècle, a los que hay que añadir un soi disant misticismo de borrachos y morfinómanos, reconocerá que todo ello procede del olvido de la dignidad humana, de la caza por la distinción, del temor a quedar anónimo, del empeño por separarse del pueblo.
Entre literatos es frecuente, como entre industriales, no ver en el hombre más que un productor en el sentido económico, no un hombre: tantas novelas o tantos dramas por año.
Se habla de una reacción espiritualista; pero lo que en realidad se ve no es otra cosa que al repugnante y anticristiano René, que se esfuerza por salir de la oscuridad y llamar a sí las miradas con Le génie du christianisme redivivo. Mejor hará ir a enterrarse con el pobre Atala en un bosque. Esto sólo prueba que la burguesía desesperada anda a la busca de un dios que encadene al pueblo trabajador a las máquinas, mientras ella se lanza a alcanzar el «sobrehombre». Es muy posible que así vuelva al orangután, que no carece de distinción. No es raro que para cohonestar el prurito de originalidad se saque a plaza, desquiciándola, la famosa ley de la diferenciación (mejor que división) del trabajo.
Últimamente, Durkheim –De la division du travail social– ha insistido como en deber supremo en el de diferenciarse. Hay, sin embargo, que hacer observar que si algo distingue al hombre del animal es que el hombre es inmensamente más capaz de crearse un ámbito, de hacerse un ambiente propio, que no otra cosa significa el empleo de útiles e instrumentos. La labor del progreso consiste en ir estableciendo diferenciación en el ámbito, refiriendo a él la división del trabajo para quedarnos nosotros con el poder integrador. Es casi incuestionable que la sociedad progresa más que el individuo, que es el ámbito social el que más adelanta, que excede en más nuestra capacidad mental a la suya. Nacemos en una sociedad que nos suministra medios más perfectos, disponemos para toda clase de cálculos de diferentes clases de tablas de logaritmos.
Para llegar a tocar el piano hace falta aprendizaje mayor o menor, es preciso diferenciación en el artista, pero apenas es menester habilidad especial para tocar un piano de manubrio. Un buen piano mecánico es mejor que un mal pianista, y ya es algo, dado que los malos pianistas sean los más, pero es muy inferior hoy a un pianista bueno. Mas, ¿no cabe concebir progresos mayores en la construcción de pianos mecánicos y a la vez una justa depreciación del puro virtuosismo de prestidigitación de ciertos artistas?
El ejemplo precedente no lo he traído más que para mostrar cómo la diferenciación del instrumento útil, del ámbito adaptado a nosotros, permite una especie de indiferenciación del hombre, le deja a éste más ancho campo para integrarse y ser lo que debe ser, un poder integrador. Y esto que pasa con la maquinaria pasa también con la ciencia y el arte, que son una especie de máquinas espirituales.
Conforme las ciencias progresan es más la labor que ellas cumplen en nuestra mente que la que nosotros cumplimos en ellas; llegan a calcular las matemáticas en el que las conoce.
La diferenciación de las ciencias hace más accesibles a éstas y llegará a hacer, contra lo que a primera vista parece, más fácil su integración y más hacedero el pasar de unas a otras. Conforme se especializan se van acercando más unas a otras, por dentro, no por arriba, y se van generalizando: ¿no es acaso la especialización creciente de la química lo que tiende a convertirla en una mecánica molecular?
Y lo que pasa en la ciencia pasa en el arte.
Es estúpido burlarse sin ton ni son del enciclopedismo y no creer obreros útiles en el progreso científico más que a los pincharanas y cuentagotas. Y sobre todo hay que tener en cuenta que tanto la ciencia como el arte son para la vida, y considerar las cuestiones desde el punto de vista del consumo y no siempre desde el de la producción, como si estuviéramos destinados a caer muertos de fatiga al pie del almacén abarrotado de los productos de nuestra industria mercantil.
Se suele olvidar con suma frecuencia hasta qué punto y de qué modo determina el consumo la producción, que ésta se endereza a aquél, que el cambio es mero medio, que no se produce para cambiar precisamente sino para consumir.
¡Tanto hablar de derecho al trabajo y derecho a los medios de producción y tan poco de derecho al consumo, que es la raíz y fundamento verdadero y real de aquellos otros derechos! Lo único que tiene el fin en sí mismo, lo verdaderamente autoteleológico, es la vida, cuyo fin es la mayor y más intensa y completa vida posible. Y la vida es consumo, tanto como producción. El resultado más útil de la mejora de la clase obrera y de su instrucción aumentan sus necesidades y aumenta el consumo y no se satisface ya con el mismo jornal y tiene que aumentar la producción de cosas generalmente útiles, amenguando la de objetos de puro lujo. Cuanto más exigente el pueblo tanto mejor para una producción sana. Cuando llega a ser de primera necesidad para el obrero cierto vestido y cierta alimentación entran a determinar el mínimum de salario a que trabajan, el mínimum que queda fuera de la concurrencia, y recibe un golpe el consumo de vestidos y manjares de lujo de las clases más o menos holgazanas.
Y esto que digo de los artículos de consumo material lo digo del arte y de la ciencia.
Popularizarlos es sanearlos, es hacer que aumente el consumo de arte y ciencia de primera necesidad, y que se hagan de primera necesidad el arte y la ciencia sanos, y es a la vez amenguar la producción dañosa de toda clase de extravagancias científicas y artísticas a que se entregan los atacados del prurito de diferenciación a toda costa.

Así acabaría toda esa literatura de mandarinato, todas esas filigranas de capillita bizantina, todo lo que necesita de notas y aprendizaje especial para entenderlo, todo el arte que se empeñan algunos en llamar aristocrático, y con él toda la pseudociencia de ingeniosidades y matoidismos. Si subsisten es porque aún tienen función que cumplir.

Debemos esperar que llegue el día en que un diamante no se aprecie sino en cuanto sirva para cortar cristales y usos análogos, en que no se estime en más un incunable que una edición bien hecha de miles de ejemplares de tirada ni se dé importancia a los refinamientos artísticos de mero valor de cambio.

 

No, el primer deber del hombre no esdifereciarse, es ser hombre pleno, íntegro, capaz de consumir los más de los más diversos elementos que un ámbito diferenciado le ofrece. Y el deber de quien quiera se consagre a la ciencia o al arte es estimar su obra más grande que él mismo y buscar con ella, no distinguirse, sino la mayor satisfacción del mayor número de prójimos, la intensificación mayor de la vida propia y del mayor número posible de vidas ajenas.


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Tres novelas ejemplares y un prólogo ¡TRES NOVELAS EJEMPLARES Y UN PROLOGO! Lo mismo pude haber puesto en la portada de este libro Cuatro novelas ejemplares. ¿Cuatro? ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela. Una novela, entendámonos, y no una nívola; una novela.

Eso de nívola, como bauticé a mi novela -¡tan novela!- Niebla, y en ella misma, página 158, lo explico, fue una salida que encontré para mis... -¿críticos? Bueno; pase- críticos. Y lo han sabido aprovechar porque ello favorecía su pereza mental. La pereza mental, el no saber juzgar sino conforme a precedentes, es lo más propio de los que se consagran a críticos.

Hemos de volver aquí en este prólogo -novela o nívola- más de una vez sobre la nivolería. Y digo hemos de volver así en episcopal primera persona del plural, porque hemos de ser tú, lector, y yo, es decir, nosotros, los que volvamos sobre ellos. Ahora, pues, a lo deejemplares.

¿Ejemplares? ¿Por qué?

Miguel de Cervantes llamó ejemplares a las novelas que publicó después de su Quijoteporque, según en el prólogo a ellas nos dice, "no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso". Y luego añade: "Mi intento ha sido poner en la gloria de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras, digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan." Y en seguida: "Sí; que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean; horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse; para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestiones y se cultivan con curiosidad los jardines." Y agrega: "Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyere a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público; mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano."

De lo que se colige: primero, que Cervantes más buscó la ejemplaridad que hoy llamaríamos estética que no la moral en sus novelas, buscando dar con ellas horas de recreación donde el afligido espíritu descanse, y segundo, que lo de llamarlas ejemplares fue ocurrencia posterior a haberlas escrito. Lo que es mi caso.

Este prólogo es posterior a las novelas a que precede y prologa como una gramática es posterior a la lengua que trata de regular y una doctrina moral posterior a los actos de virtud o de vicio que con ella tratan de explicarse. Y este prólogo es, en cierto modo, otra novela; la novela de mis novelas. Y a la vez la explicación de mi novelería. O si se quiere, nivolería.

Y llamo ejemplares a estas novelas porque las doy como ejemplo -así, como suena-, ejemplo de vida y de realidad.

¡De realidad! ¡De realidad, sí!

Sus agonistas, es decir, luchadores -o si queréis los llamaremos personajes-, son reales, realísimos y con la realidad más intima, con la que se dan ellos mismos, en puro querer ser o en puro querer no ser, y no con la que la den los lectores.


II

Nada hay más ambiguo que eso que se llama realismo en el arte literario. Porque, ¿qué realidad es la de ese realismo?

Verdad es que el llamado realismo, cosa puramente externa, aparencial, cortical y anecdótica, se refiere al arte literario y no al poético o creativo. En un poema -y las mejores novelas son poemas-, en una creación, la realidad no es la del que llaman los críticos realismo. En una creación la realidad es una realidad íntima, creativa y de voluntad. Un poeta no saca sus criaturas -criaturas vivas- por los modos del llamado realismo. Las figuras de los realistas suelen ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y plazuelas y cafés y apuntó en su cartera.

¿Cuál es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética o creativa de un hombre? Sea hombre de carne y hueso o sea de los que llamamos ficción, que es igual. Porque Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o Macbeth tanto como Shakespeare, y mi Augusto Pérez tenía acaso sus razones al decirme, como me dijo -véase mi novela (¡y tan novela!) Niebla, páginas 280 a 281- que tal vez no fuese yo sino un pretexto para que su historia y las de otros, incluso la mía misma, lleguen al mundo.

¿Qué es lo más intimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?

Aquí tengo que referirme, una vez más, a aquella ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes -en su The autocrat of the breakfast table, III- sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que son:

Tres Juanes: 1. El Juan real; conocido sólo para su Hacedor. 
2. El Juan ideal de Juan; nunca el real, y a menudo muy desemejante de él. 
3. El Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menudo muy desemejante de ambos.
   
Tres Tomases: 1. El Tomás real. 
2. El Tomás ideal de Tomás. 
3. El Tomás ideal de Juan.

Es decir, el que uno es, el que se cree ser y el que le cree otro. Y Oliver Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos.

Pero yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell Holmes. Y digo que, además del que uno es para Dios -si para Dios es uno alguien- y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que quisiera ser. Y que éste, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el creador, es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser.

Ahora que hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales encarnados en carne y hueso que en hombres reales encarnados en ficción novelesca o nivolesca. Hay héroes del querer no ser, de la noluntad.

Mas antes de pasar más adelante cúmpleme explicar que no es lo mismo querer no ser que no querer ser.

Hay, en efecto, cuatro posiciones, que son dos positivas a) querer ser; b) querer no ser; y dos negativas: c) no querer ser; d) no querer no ser. Como se puede: creer que hay Dios, creer que no hay Dios, no creer que hay Dios, y no creer que no hay Dios. Y ni creer que no hay Dios es lo mismo que no creer que hay Dios, querer no ser es no querer ser. De uno que no quiere ser difícilmente se saca una criatura poética, de novela; pero de uno que quiere no ser, sí. Y el que quiere no ser, no es, ¡claro!, un suicida.

El que quiere no ser lo quiere siendo.

¿Qué? ¿Os parece un lío? Pues si esto os parece un lío y no sois capaces, no ya sólo de comprenderlo, más de sentirlo y de sentirlo apasionada y trágicamente, no llegaréis nunca a crear criaturas reales y, por tanto, no llegaréis a gozar de ninguna novela, ni de la de vuestra vida. Porque sabido es que el que goza de una obra de arte es porque la crea en sí, la re-crea y se recrea con ella. Y por eso Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares hablaba de "horas de recreación". Y yo me he recreado con su Licenciado Vidriera, recreándolo en mí al re-crearme. Y el Licenciado Vidriera era yo mismo.

III

Quedamos, pues -digo, me parece que hemos quedado en ello...-, en que el hombre más real,realis, más res, más cosa, es decir, más causa -sólo existe lo que obra-, es el que quiere ser o el que quiere no ser, el creador. Sólo que este hombre que podríamos llamar, al modo kantiano, numénico, este hombre volitivo e ideal -de idea-voluntad o fuerza- tiene que vivir en un mundo fenoménico, aparencial, racional, en el mundo de los llamados realistas. Y tiene que soñar la vida que es sueño. Y de aquí, del choque de esos hombres reales, unos con otros, surgen la tragedia y la comedia y la novela y la nívola. Pero la realidad es la íntima. La realidad no la constituyen las bambalinas, ni las decoraciones, ni el traje, ni el paisaje, ni el mobiliario, ni las acotaciones, ni...

Comparad a Segismundo con Don Quijote, dos soñadores de la vida. La realidad en la vida de Don Quijote no fueron los molinos de viento, sino los gigantes. Los molinos eran fenoménicos, aparenciales; los gigantes eran numénicos, substanciales. El sueño es el que es vida, realidad, creación. La fe misma no es, según san Pablo, sino la substancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño. Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida. Creer es crear.

¿O es que la Odisea, esa epopeya que es una novela, y una novela real, muy real, no es menos real cuando nos cuenta prodigios de ensueño que un realista excluiría de su arte?


IV

Sí, ya sé la canción de los críticos que se han agarrado a lo de la nívola; novelas de tesis, filosóficas, símbolos, conceptos personificados, ensayos en forma dialogada... y lo demás.

Pues bien; un hombre, y un hombre real, que quiere ser o que quiera no ser, es un símbolo, y un símbolo puede hacerse hombre. Y hasta un concepto. Un concepto puede llegar a hacerse persona. Yo creo que la rama de una hipérbola quiere -¡así, quiere!- llegar a tocar a su asíntota y no lo logra, y que el geómetra que sintiera ese querer desesperado de la unión de la hipérbola con su asíntota nos crearía a esa hipérbola como a una persona, y persona trágica. Y creo que la elipse quiere tener dos focos. Y creo en la tragedia o en la novela del binomio de Newton. Lo que no sé es si Newton la sintió.

¡A cualquier cosa llaman puros conceptos o entes de ficción los críticos!

Te aseguro, lector, que si Gustavo Flaubert sintió, como dicen, señales de envenenamiento cuando estaba escribiendo, es decir, creando, el de Ema Bovary, en aquella novela que pasa por ejemplar de novelas, y de novelas realistas, cuando mi Augusto Pérez gemía delante de mí -dentro de mí más bien-: «Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...» -Niebla, página 287- sentía yo morirme.

"¡Es que Augusto Pérez eres tú mismo!..." -se me dirá-. ¡Pero no! Una cosa es que todos mis personajes novelescos, que todos los agonistas que he creado los haya sacado de mi alma, de mi realidad íntima -que es todo un pueblo-, y otra cosa es que sean yo mismo. Porque, ¿quién soy yo mismo? ¿Quién es el que se firma Miguel de Unamuno? Pues... uno de mis personajes, una de mis criaturas, uno de mis agonistas. Y ese yo último e íntimo y supremo, ese yo trascendente -o inmanente-, ¿quién es? Dios lo sabe... Acaso Dios mismo...

Y ahora os digo que esos personajes crepusculares -no de mediodía ni de medianoche- que ni quieren ser ni quieren no ser, sino que se dejan llevar y traer, que todos esos personajes de que están llenas nuestras novelas contemporáneas españolas no son, con todos los pelos y señales que les distinguen, con sus muletillas y sus tics y sus gestos, no son en su mayoría personas, y que no tienen realidad íntima. No hay un momento en que se vacíen, en que desnuden su alma.

A un hombre de verdad se le descubre, se le crea, en un momento, en una frase, en un grito. Tal en Shakespeare. Y luego que le hayáis así descubierto, creado, lo conocéis mejor que él se conoce a sí mismo acaso.

Si quieres crear, lector, por el arte, personas, agonistas trágicos, cómicos o novelescos, no acumules detalles, no te dediques a observar exterioridades de los que contigo conviven, sino trátalos, excítalos si puedes, quiérelos sobre todo y espera a que un día -acaso nunca- saquen a luz y desnuda el alma de su alma, el que quieren ser, en un grito, en un acto, en una frase, y entonces toma ese momento, mételo en ti y deja que como un germen se te desarrolle en el personaje de verdad, en el que es de veras real. Acaso tú llegues a saber mejor que tu amigo Juan o que tu amigo Tomás quién es el que quiere ser Juan o el que quiere ser Tomás o quién es el que cada uno de ellos quiere no ser.

Balzac no era un hombre que hacía vida de mundo ni se pasaba el tiempo tomando notas de lo que veía en los demás o de lo que les oía. Llevaba el mundo dentro de sí.


V

Y es que todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes y sus siete opuestos vicios capitales: es orgulloso y humilde, glotón y sobrio, rijoso y casto, envidioso y caritativo, avaro y liberal, perezoso y diligente, iracundo y sufrido. Y saca de sí mismo lo mismo al tirano que al esclavo, al criminal que al santo, a Caín que a Abel.

No digo que Don Quijote y Sancho brotaron de la misma fuente porque no se oponen entre sí, y Don Quijote era Sancho pancesco y Sancho Panza era quijotesco, como creo haber probado en mi Vida de Don Quijote y Sancho. Aunque no falte acaso quien me salte diciendo que el Don Quijote y el Sancho de esa mi obra no son los de Cervantes. Lo cual es muy cierto. Porque ni Don Quijote ni Sancho son de Cervantes ni míos, sino que son de todos los que los crean y re-crean. O mejor, son de sí mismos, y nosotros, cuando los contemplamos y creamos, somos de ellos.

Y yo no sé si mi Don Quijote es otro que el de Cervantes o si, siendo el mismo, he descubierto en su alma honduras que el primero que nos le descubrió, que fue Cervantes, no las descubrió. Porque estoy seguro, entre otras cosas, de que Cervantes no apreció todo lo que en el sueño de la vida del Caballero significó aquel amor vergonzoso y callado que sintió por Aldonza Lorenzo. Ni Cervantes caló todo el quijotismo de Sancho Panza.

Resumiendo: todo hombre humano lleva dentro de si las siete virtudes capitales y sus siete vicios opuestos, y con ellos es capaz de crear agonistas de todas clases.

Los pobres sujetos que temen la tragedia, esas sombras de hombres que leen para no enterarse o para matar el tiempo -tendrán que matar la eternidad-, al encontrarse en una tragedia, o en una comedia, o en una novela, o en una nívola si queréis, con un hombre, con nada menos que todo un hombre, o con una mujer, con nada menos que una mujer, se preguntan: "¿Pero de dónde habrá sacado este autor esto?" A lo que no cabe sino una respuesta, y es: "¡de ti, no!" Y como no lo ha sacado uno de él, del hombre cotidiano y crepuscular, es inútil presentárselo, porque no lo reconoce por hombre. Y es capaz de llamarle símbolo o alegoría.

Y ese sujeto cotidiano y aparencial, ese que huye de la tragedia, no es mi sueño de una sombra, que es como Píndaro llamó al hombre. A lo sumo será sombra de un sueño, que dijo el Tasso. Porque el que siendo sueño de una sombra y teniendo la conciencia de serlo sufra con ello y quiera serlo o quiera no serlo, será un personaje trágico y capaz de crear y de re-crear en sí mismo personajes trágicos -o cómicos-, capaz de ser novelista; esto es: poeta y capaz de gustar de una novela, es decir, de un poema.


VI

¿Está claro?

La lucha, por dar claridad a nuestras creaciones, es otra tragedia.

Y este prólogo es otra novela. Es la novela de mis novelas, desde Paz en la guerra y Amor y pedagogía y mis cuentos -que novelas son- y Niebla y Abel Sánchez -ésta acaso la más trágica de todas-, hasta las TRES NOVELAS EJEMPLARES que vas a leer, lector. Si este prólogo no te ha quitado la gana de leerlas.

¿Ves, lector, por qué las llamo ejemplares a estas novelas? ¡Y ojalá sirvan de ejemplo!

Sé que en España, hoy, el consumo de novelas lo hacen principalmente mujeres. ¡Es decir, mujeres, no!, sino señoras y señoritas. Y sé que estas señoras y señoritas se aficionan principalmente a leer aquellas novelas que les dan sus confesores o aquellas otras que se las prohíben; o sensiblerías que destilan mangla o pornografías que chorrean pus. Y no es que huyan de lo que les haga pensar; huyen de lo que les haga conmoverse. Con conmoción que no sea la que acaba en... ¡Bueno, más vale callarlo!

Esas señoras y señoritas se extasían, o ante un traje montado sobre un maniquí, si el traje es de moda, o ante el desvestido o semidesnudo; pero el desnudo franco y noble les repugna. Sobre todo el desnudo del alma.

¡Y así anda nuestra literatura novelesca!

Literatura... sí, literatura. Y nada más que literatura. Lo cual es un género de subsistencia, sujeta a la ley de la oferta y la demanda, y a exportación e importación, y a registro de aduana y a tasa.

Allá van, en fin, lectores y lectoras, señores, señoras y señoritas, estas tres novelas ejemplares, que aunque sus agonistas tengan que vivir aislados y desconocidos, yo sé que vivirán. Tan seguro estoy de esto como de que viviré yo. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Dios sólo lo sabe...

FIN

 

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El otro

Argumento

Ernesto, hermano de Laura, de regreso de un viaje por América encuentra a Cosme, marido de ella, en estado de semilocura. Afirma que hace pocos días recibió la visita de un hombre idéntico a él, que en realidad era él mismo y que ahora está enterrado en el sótano. Laura, explica que Cosme tenía un hermano gémelo, Damián que en su día también intentó seducirla y que ella, incapaz de decidir, dejó que lo solucionasen entre ellos, siendo la victoria para Cosme, conocido como El otro. Aparece Damiana la esposa de Damián. Ambas reclaman que el superviviente es su marido, y éste va va mimetizando la personalidad de los dos hermanos. Damiana, afirma estar embarazada y Laura no puede aguantar la situación. Caín y Abel, mimetizados en uno sólo, acaba quitándose la vida.

 

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Andanzas y visiones españolas

PROLOGO DEL LIBRO



En 1911 publiqué en esta misma biblioteca Renaci-
miento un tomo titulado: «Por tierras de Portugal y de
España» . Constituíanlo veintiséis relatos de excursio*
nes por ciudades y campos de la Feninsula Ibérica y las
Islas Canarias. Y ahora recojo , lector amigo — ¿pues qué
más fina amistad que leerle a uno?— en este vdumen que
tienes entre manos — o sobre la mesa -y a la vista, rela-
tos de otras nuevas excursiones por ciudades y campos
también de España.

Los he ordenado por orden cronológico, ya que estos
relatos fueron apareciendo en diarios de América — en
La Nación, de Buenos Aires, casi todos — o de España —
en El Imparcial, de Madrid -a medida que hacia las ex-
cursiones y recibía las visiones de que en ellos se habla.

El que siguiendo mi producción literaria se haya fijado
en mis novelas, excepción hecha de la primera de ellas
en tiempo, de Paz en la guerra, habrá podido observar
que rehuyo en ellas las descripcioms de paisajes y hasta
el situarlas en época y lugar determinados, en darles co-
lor temporal y local. Ni en Amor y Pedagogía, ni en
Niebla, ni en Abe! Sánchez, ni en mis Tres novelas ejem-
plares) ni en La tía Tula hay apenas paisajes ni indica-
ciones geográficas y cronológicas. Y ello obedece alpropó-
sito de dar a mis novelas la mayor intensidad y el mayor
carácter dramáticos posibles, reduciéndola s t en cuanto
quepa, a diálogos y relato de acción y de sentimientos —
en forma de monólogos esto — y ahorrando lo que en la
dramaturgia se llama acotaciones.

Fácil me hubiera sido distribuir entre mis novelas las
descripciones de tierras y de villas, de montañas, valles y
poblados ) que aquí recojo, pero no lo he hecho por darles
lijereza. El que lee una novela , como el que presencia la
representación de un drama f está pendiente del progreso
del argumento, del juego de las acciones y pasiones de los
personajes y se halla muy propenso a saltar las descrip-
ciones de paisajes por muy hermosos que en si sean, y
como no sea que el campo llegue a ser un verdadero per-
sonaje de la acción o de la pasión, lo que ocurre pocas
veces. Y en cambio el que gusta del paisaje literario, va a.
buscarlo en si y por si. Ya esta demanda de la afición es-
tética es a lo que quiere responder la oferta de este libro f
lector amigo,

Miguel de Unamuno.

Salamanca, noviembre de 1920.

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Fuentes consultadas: Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida, Paz en la guerra, La dignidad humana, Tres novelas ejemplares y un prólogo, El otro, Andanzas y visiones españolas